Por Luciano Monteagudo
Las luces del cine se apagan
y la pantalla queda completamente a oscuras, mientras durante varios minutos
se escucha una obertura elegíaca, imponente, de ambiciones sinfónicas,
que parece anunciar un film a gran escala. Cuando por fin aparece la imagen
lo primero que se ve, sin embargo, es un modesto ensayo de un musical,
hecho por amateurs y registrado con el vértigo de la cámara
en mano, como si se tratara de un documental. De estos violentos contrastes,
de estos románticos choques de opuestos se nutre constantemente
Bailarina en la oscuridad, un film sin duda excepcional, en la medida
en que parece haber sido planteado como una excepción a todas las
reglas, como una película básicamente fuera de norma. El
conflicto fértil, como ha definido el director danés
Lars Von Trier la tormentosa relación con su protagonista, la magnífica
Björk, esa colisión de planetas antagónicos, da la
impresión de ser el principio creativo del film. Luz y oscuridad,
sueño y realidad, libertad formal y control absoluto se confrontan
una y otra vez en este melodrama desencadenado, que es capaz de confiar
en los recursos de la comedia musical para llegar, finalmente, a los abismos
de la tragedia.
Se podría pensar en Bailarina en la oscuridad como la síntesis
dialéctica, como la culminación de una trilogía que
Von Trier inició con el martirio religioso de Contra viento y marea,
siguió con el plan desestabilizador y herético de Los idiotas
y que concluye ahora con un inmolación de sentido abierto, como
si el sacrificio extremo de su nueva agonista no fuera ya el mismo del
de su obra anterior. Aquí ya no suenan campanas celestiales y la
cámara no se alza hacia el cielo, como en el discutido final Breaking
the Waves. Por el contrario, aquí hay un cuerpo que cae y un plano
seco, cortante, que lo sigue en su caída.
Esa agonista, esa mater dolorosa es Selma (Björk), una checa exiliada
en un pueblito de los Estados Unidos, pero unos Estados Unidos que parecen
imaginados a partir de la Amerika de Kafka, reproducidos en todos sus
signos icónicos en algún lugar de Suecia o Dinamarca, por
un cineasta fóbico, que le teme a los aviones y que nunca salió
de Europa. Selma trabaja en una fábrica, cumpliendo una rutina
mecánica y alienante de la que sólo puede escapar gracias
a las comedias musicales: preparando con sus compañeros una representación;
viendo y reviendo en el cine local los clásicos de Busby Berkeley
y Fred Astaire; o mejor aún, soñando despierta, haciendo
del mundo un escenario y de ella la protagonista, capaz de cantar y bailar,
a partir de sonidos cualquiera, que su imaginación desbordante
convierte en ritmos y melodías.
La música es todo para Selma, que se está quedando inexorablemente
ciega. Aún así, sigue trabajando día y noche, para
poder ahorrar, dólar sobre dólar, la suma que le permitirá,
mediante una operación, salvar a su hijo de ese mal hereditario.
Los mecanismos del melodrama determinarán que ese sea sólo
el comienzo de los infortunios de Selma, pero lo singular de Bailarina...
es la manera en que Von Trier apela conscientemente a todos y cada uno
de los tópicos del género, con una mirada siempre moderna,
pero nunca burlona, ni frívola, ni condescendiente. Si Bailarina...
consigue un impacto emocional inusual es precisamente por la verdad con
que el film aborda las emociones que sacuden a sus personajes. Esa verdad
tiene, por supuesto, mucho que ver con la impresionante presencia de Björk.
Queda muy claro que ella no es, en sentido estricto, una actriz, pero
es precisamente por eso que toda la ordalía de Selma es capaz de
expresarse en su frágil figura, porque no llega a mediar actuación
alguna.
Un párrafo aparte merece el tratamiento de los números musicales
(algunos inspirados en West Side Story, un film que marcó a Von
Trier durante su adolescencia). El centenar de cámaras digitales
que utilizó simultáneamente el fotógrafo Robby Müller
sin duda determinó la estructura fragmentaria de la edición
final, pero lo notable del caso es la sensación de que, por primera
vez después de tantos años, la estética del video-clip
al fin se subordina a las necesidades narrativas del cine, despojada de
toda su funcionalidad publicitaria. Es como si, en un solo movimiento
excéntrico, Von Trier hubiera querido fundir las actuales formas
audiovisuales con la tradición que representan las presencias simbólicas
de Catherine Deneuve y Joel Gray, provenientes del musical francés
y norteamericano, respectivamente. Lo viejo y lo nuevo, en un curioso
montaje de atracciones, que quizás no le hubiera disgustado a Eisenstein.
PUNTOS
Una
película que, como Lucifer, nunca envejece
La nueva versión de �El exorcista�, que incorpora fragmentos
desechados en su momento por William Friedkin, permitirá a los
interesados encontrarse con uno de los grandes films de los
�70.
La
adolescente Linda Blair se convirtió en leyenda después
de esta película filmada en 1973.
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Por Horacio Bernades
La creciente tendencia a reestrenar
ciertos clásicos, en versiones remozadas, remasterizadas o restauradas
no obedece, ya se sabe, a una súbita erupción cinéfila
por parte de las grandes compañías, sino a la simple conveniencia
económica de seguir sacándole el jugo a lo que ya rindió
por demás. En unos pocos casos, esos reestrenos sirven para reparar
las mutilaciones cometidas, como sucede con la versión definitiva
de la joya wellesiana Sed de mal. En otros, permiten la simple revisión
de grandes films, lo que ya es mucho. Es el caso de este corte del
director de El exorcista. Que no es tal, y tal vez termine siendo
menos que la versión originalmente estrenada. No importa demasiado.
Lo que importa es que este El exorcista, con escenas nunca vistas permite
rever el que no es sólo uno de los grandes films de terror de la
historia, sino también uno de los grandes films de los 70,
a secas.
En primer lugar, conviene saber que lo de directors cut es, en este
caso, una mera argucia publicitaria por parte de la Warner. En 1973, William
Friedkin venía de anotar uno de los grandes éxitos de comienzos
de la década, la notable Contacto en Francia, y esto le daba suficiente
poder para negociar con la compañía productora cuál
sería la forma final de El exorcista. De tal modo que la versión
estrenada en aquel entonces es, ya, el directors cut. Quien no quedó
demasiado conforme con ese corte final no fue otro que William P. Blatty,
autor de la novela original, guionista del film y a la sazón, productor
ejecutivo del mismo. Hubo serias discusiones, en su momento, entre él
y Friedkin, y éste impuso su criterio. Tras más de veinticinco
años de morder bronca, Blatty se sacó finalmente el gusto,
estrenando su propia versión de El exorcista, que es la que se
conoce ahora. Son unos diez minutos de más, que incorporan fragmentos
oportunamente desechados por Friedkin, además de una completa remasterización
del sonido, ahora en Dolby stereo.
Los fragmentos reincorporados consisten, básicamente, en ciertas
sobreimpresiones y tres escenas agregadas, una de las cuales le da un
nuevo final al film. Ninguno de estos cambios beneficia al film, ya que
tienden a redundar y sobreexplicar. Mientras que el final original sumía
el film en un hondo sentimiento de tragedia irreparable, ahora esto queda
anulado por un remate aliviador. Si en términos de
relato visual la nueva versión resulta inferior a la de Friedkin,
no puede dejar de agradecerse el nuevo esquema sonoro, que enriquece notoriamente,
con infinidad de planos y matices, el de por sí inquietante sonido
original. Lo que queda es lo que importa: un film absolutamente modélico,
no sólo en relación con el género de terror sino
en términos de gramática visual y narrativa, más
allá de todo límite genérico.
Vista desde hoy y aún perjudicada por esas modificaciones, El exorcista
sigue siendo un relato cinematográfico que orilla la perfección.
No hay el menor apuro en Friedkin por ir a los bifes, dejando
para los últimos quince minutos de metraje el tour de force del
enfrentamiento, tan espantoso hoy como entonces, entre ambos exorcistas
y la niña poseída.Para poder llegar hasta ahí, el
realizador se toma todo el tiempo del mundo para construir una tensión
narrativa que jamás deja de crecer, desde aquella primera excavación
en Irak hasta el momento mismo de la verdad. Cuando llega la hora de los
vómitos, cabezas torcidas, masturbaciones con crucifijos y blasfemias
aún hoy absolutamente revulsivas (¡Dejate coger por
Cristo!, aúlla Regan, mientras se hunde el crucifijo en la
vagina sangrante), toda esa orgía gore surge como inevitable, que
se desprende de lo anterior y está en las antípodas del
efectismo contemporáneo.
En el camino hasta allí, Friedkin se ocupó de construir
un clima denso hasta lo intolerable, con seres débiles y angustiados
como héroes existenciales, en combate contra una presencia que
los excede por completo. Conviene detenerse y observar la dosificación
con que el realizador va introduciendo indicios, las sutilezas de cada
actuación, el montaje seco, rítmico y cargado de sentido,
los climas musicales y las maravillas de una iluminación que permite,
mediante un sabio juego de luces y sombras, leer el estado
interior de cada personaje. Tal vez en todo ello pueda hallarse el secreto
de un film que sigue siendo, aún hoy, territorio insuperado del
terror cinematográfico.
PUNTOS
EL
GRUPO ME XIHC CO, EN EL PROGRAMA IBEROAMERICANO
La muerte, una pasión mexicana
Por Cecilia Hopkins
El estreno del espectáculo
Muerte, del grupo mexicano Me Xihc Co, dirigido por María Morett
y Alvaro Hegewisch, cerrará el IV Programa Iberoamericano organizado
por el Teatro Cervantes. El montaje, que subirá a escena hoy en
la sala María Guerrero, está esencialmente inspirado en
las tradiciones indígenas y prehispánicas del país
azteca las que, según apunta la directora y actriz en una entrevista
con Página/12, son un motivo recurrente en la producción
de este grupo que ya lleva 10 años de trabajo ininterrumpido. En
ritos, canciones y poemas tradicionales nos inspiramos, pero no solamente
para referirnos a historias del pasado, sino para hablar de hechos que
están muy vivos entre nosotros, advierte Morett.
De ascendencia catalana, francesa, judía, árabe y hasta
sangre chamula (grupo indígena de Chiapas), la directora se declara
partidaria del mestizaje de las artes y las tradiciones. En esta línea
escribió éste y otros espectáculos del grupo, si
bien Muerte se origina en particular en una investigación realizada
sobre las festividades mexicanas relacionadas con los muertos, como los
que se llevan a cabo en los cementerios, donde los deudos invocan a sus
seres queridos ofreciendo una abundante comida junto a sus tumbas, convirtiendo
el lugar en una fiesta. Se trata de revivir a los muertos para no
olvidarlos: es que al ponernos en contacto con la muerte también
nos relacionamos con la vida, subraya Morett, quien ha sentido desde
su niñez una especial fascinación con el tema. Tanto es
así que el montaje también se inspira en algunos sueños
en los que el tema de la muerte se le ha presentado siempre en torno de
una geografía extrañante aunque no aterradora. En la misma
sintonía se encuentran poemas de Jaime Sabines y los textos de
Juan Rulfo y letras de Violeta Parra seleccionados por la autora. La música
original es de Pablo Flores.
A pesar de que México sufre la influencia directa de los
Estados Unidos por su proximidad, al punto de regular hasta el prototipo
de lo que es bello o no, la directora afirma que existe en la actualidad
un teatro mexicano que se ha propuesto encontrar un lenguaje propio,
buscando sus temas en las raíces folklóricas pero sin caer
en los clichés. De todas maneras, Morett admite que en su
país la literatura, la pintura o la escultura logran un mayor apoyo
institucional: Es que los grupos de teatro no se ocupan de reflejar
la imagen del México en pleno desarrollo que al gobierno le interesa
mostrar al extranjero. Es por esto que, con sus espectáculos
plenos de personajes marginales, hombres, mujeres y niños que emigran
ilegalmente en busca de lo que suponen un futuro mejor, al grupo no siempre
le resulta fácil vivir de su trabajo. No obstante, la compañía
en gira ha ofrecido funciones a sus compatriotas afincados en los estados
norteamericanos de Texas, Arizona o California, muchos de ellos,
gente que vive sin ninguna cobertura social, en condiciones de esclavitud
y sin poder volver a su país, según cuenta la directora,
a quien impresionó vivamente la visión de los muros de concreto
y los vallados metálicos que se levantan en las fronteras entre
México y Estados Unidos, los que llevan cruces pintadas en memoria
de los muertos que no pudieron atravesarlos en su huida.
De esa imagen impactante nacieron precisamente, los tres personajes protagonistas
de Muerte: Andrés, el Coyote y el Mojado, este último, llamado
así en alusión a los inmigrantes bautizados con el nombre
de wet back (espalda mojada) por haber pasado la frontera
atravesando el río Bravo, límite natural entre Tejas y México.
Acostumbrados a ofrecer funciones en plazas, patios o atrios de iglesias,
el manejo del espacio es fundamental para el grupo, cuyo nombre el
de su país significa en lengua nahuatl el lugar del
ombligo de la luna.
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