Esperanza
Por Sandra Russo
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El líder catalán
Jordi Pujol se vio en un aprieto impensado la semana pasada, al haber
aceptado presentar un libro que finalmente no llegó a las librerías
y generó un escándalo de madre en Barcelona. El libro en
cuestión lo firma Heribert Barreda, un veteranísimo dirigente
que supo ser durante años presidente del Parlamento catalán
y que hasta ahora gozaba de respeto por haber conducido su vida sin haber
sacado nunca los pies del plato de la política, pero adhiriendo
a las reivindicaciones nacionalistas que, en esas tierras, se sostienen
con una amplia gama de recursos: desde la defensa del idioma, los usos
y las costumbres catalanes, hasta la empatía con metodologías
que en el país de al lado, Euskadi, implican las bombas y los asesinatos
de ETA. Pero los tiempos han cambiado y parece que el tal Barreda no se
enteró.
En su libro, el hombre sostiene dos cosas que erizaron la piel de mucha
gente y también de la nueva progresía, y es que los valores
progresistas hoy mutan y se entrechocan entre sí. Barreda dice,
por un lado, que prefiere al que mata por ideas que al que mata por dinero.
Eso suena mal en un país en el que ya hace rato que el coqueteo
intelectual con el terrorismo quedó en suspenso por tiempo indeterminado,
a la luz de la sucesión de asesinatos que no conducen a nada más
que a otros asesinatos, sean éstos cometidos por ideas o dinero.
Los muertos, en uno y en otro caso, mueren igual. Pero Barreda también
dice que, si la inmigración no se detiene, Cataluña desaparecerá.
Y es especialmente ahí, en esa línea, que los viejos y los
nuevos valores progresistas entran en cortocircuito. La preservación
de las identidades nacionales en desmedro de una homogeneización
primero española y ahora global es una línea de pensamiento
que ahora aparece tachada por la necesidad de hacerles lugar a los parias
del mundo. La nueva Ley de Extranjería española, que expulsa
a los indeseables, reagrupa a la progresía: por sobre aquellas
identidades nacionales, hoy los biempensantes entienden que España,
cuya población ha germinado en otros lugares del planeta gracias
a sus propias migraciones, no sólo debe tolerar sino además
proteger a quienes desde países menos favorecidos llegan como mano
de obra barata. España, hoy, es el país con menor crecimiento
demográfico del mundo. Todo hace suponer que serán extranjeros
quienes hagan en las próximas décadas el trabajo que dejarán
de hacer los niños que no nazcan.
Luego de un reportaje en una radio, centenares de inmigrantes y de ciudadanos
catalanes esperaron a la salida a Barreda para abuchearlo. La indignación
popular era tal que la editorial que publicó su libro decidió
suspender la presentación. Por televisión, Jordi Pujol explicaba
que él no había leído el libro cuando aceptó
presentarlo. Y que vamos, uno también puede presentar un
libro con el que no está de acuerdo. En la misma entrevista,
y para despegar de su propia imagen la costra xenófoba que cubre
al autor del libro, el presidente catalán apuntó datos interesantes
sobre la inmigración ilegal en España. No son los más
pobres, dijo, no son lúmpenes. Hace poco estuvo en Marruecos, después
de que doce marroquíes murieran en una barcaza. El ministro de
Relaciones Exteriores de Marruecos le confió que uno de los muertos
era un primo de altos funcionarios de ese ministerio. Los otros once también
eran marroquíes de clase media. Quienes dejan todo y se animan
a empezar de nuevo en otro sitio son quienes han perdido algo y quieren
recuperarlo. Algo material o algo emocional. Los que nunca tuvieron nada
no se mueven. Se mueven los que todavía tienen esperanza.
La misma esperanza que tuvieron un día, por ejemplo, los millones
de españoles que soñaron con hacer la América.
REP
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