Durante medio siglo, desde algo antes de 1940 hasta 1990, Astor Piazzolla
creó incansablemente, desafiando todos los modelos y saltando todos
los obstáculos. Hoy es un músico universalmente apreciado,
por decir poco, pero que sigue siendo poco conocido en la Argentina, donde
su obra tiene muy escasa difusión, fuera de unos temas aislados.
Para colmo, sus grabaciones se le suelen presentar al público de
manera confusa, sin la orientación necesaria, sin datos ni fechas,
sin referencias apenas. Quien quiera internarse en ese deslumbrante mundo
sonoro encontrará en Astor Piazzolla, El Tango Culminante, el libro
que Página/12 entregará este domingo, una guía que
lo acompañará a través de cada una de las etapas
del genial bandoneonista. El texto entrelaza la azarosa biografía
del músico marplatense con su obra y el contexto social y político
que la rodeó, destacando lo que a juicio de los autores sobresale,
como logro artístico, en cada momento. Con este criterio orientan
al lector a través de la extensa discografía piazzolleana,
deteniéndose a analizar los temas más relevantes, para poner
en orden un material que de otro modo puede aparecer como caótico.
El trabajo pertenece a tres minuciosos conocedores del aporte de este
gran creador nacido el 11 de marzo de 1921: Aldo Delhor, Laureano Fernández
y Julio Nudler, periodista éste de Página/12.
Después de una infancia repartida entre Mar del Plata y Nueva York,
donde en los años de la ley seca sus padres, y él mismo,
se codearon con la mafia, Astor desembarcó en el tango hacia 1937,
cuando despuntaba una nueva era de esplendor para la música de
Buenos Aires. Pero ya a comienzos de los 40, instalado como bandoneonista
en la orquesta de Aníbal Troilo, mientras corría medio dormido
a tomar lecciones con Alberto Ginastera, Piazzolla, el rebelde, el loco,
se negaba a contemplar al tango como una expresión cerrada e inmóvil.
El admiraba, precisamente, a quienes habían logrado hacer del tango
un género en permanente evolución: Eduardo Arolas, los hermanos
De Caro, Elvino Vardaro.
De hecho, durante dos décadas cuyos extremos pueden situarse
en 1937 y 1957, coincidentes con el último y supremo apogeo
que conoció el tango, Piazzolla acompañó y acicateó
el notable avance del género. Pero su avidez revolucionaria lo
condujo a una actitud rupturista, encarnada en el sorprendente Octeto
Buenos Aires, que formó tiempo después de regresar de París
en 1955. Fue entonces cuando el antipiazzollismo de los retrógrados
le estalló en la cara: lo de Piazzolla, según ellos, no
era tango. En 1971, cuando la insensatez y esterilidad de esa guerra era
ya demasiado evidente, Astor, que nunca fue muy pacífico ni suave,
convino en llamar lo suyo música contemporánea de
la ciudad de Buenos Aires.
Aunque resulte increíble, Piazzolla niño no sentía
una inclinación natural por la música, que sólo lo
apasionó cuando pudo empezar a tocar Bach. Su padre, Nonino, admirador
del delicadísimo Pedro Maffia, puso un bandoneón sobre las
rodillas de su hijo con la esperanza de apaciguarlo y atenuar su pésima
conducta en la escuela. Diez años más tarde, ese vástago
indócil escribía para Troilo los portentosos arreglos de
Inspiración, Chiqué, Quejas
de bandoneón y otros clásicos, a los que obviamente
Pichuco despojaba de las audacias que juzgaba excesivas.
Pero en 1945 ya está Piazzolla al frente de una orquesta, para
acompañar la voz de Francisco Fiorentino. Y contra otras opiniones,
los autores del libro afirman que allí, en esa docena de discos
de pasta grabados en dos años, se manifiestan plenamente el talento
y la personalidad distintiva de Astor, pese a la obligación de
atenerse al compás y de no eclipsar al cantor. La serie incluye
dos excelentes versiones puramente instrumentales. Luego de esa experiencia,
Piazzolla debuta con orquesta propia en 1946, enrolado en la corriente
renovadora aunque siempre un paso más allá que
también integraban conjuntos como los de Francini-Pontier y Horacio
Salgán, entre otros.
Como compositor, aunque ya llevaba escritas varias piezas de valor, el
gran vuelco lo produce en 1950 con la creación de Para lucirse,
tango al que seguirían Prepárense, Contratiempo,
Triunfal y Lo que vendrá, en una fiebre
creadora que ya no se apagará. Pese a la cada vez más difícil
relación de Piazzolla con el ambiente tanguero, esos tangos ingresaron
en los repertorios de las mejores orquestas, de Aníbal Troilo a
Osvaldo Fresedo, de José Basso a Francini-Pontier, sin excluir
luego a Osvaldo Pugliese. Y además se escribieron tangos en homenaje
a Astor, incluyendo uno de Julio De Caro.
El libro se detiene a analizar una particularidad de Piazzolla: su afán
por incluir al tango con letra en la corriente vanguardista. Un ejemplo
saliente es Fugitiva, de 1952, con versos de Juan Carlos Lamadrid.
Primero con María de la Fuente, luego con Jorge Sobral y principalmente
con Héctor de Rosas, Astor logra integrar plenamente al cantor
en su diferente concepción del tango. En esta misma línea
pone música a textos de Jorge Luis Borges, consiguiendo plasmar
en 1965, con el canto de Edmundo Rivero y los recitados de Luis Medina
Castro, una realización antológica. Después vendrán
otras voces, la prolífica etapa con Horacio Ferrer y algunas gemas
a destacar, como los temas con Georges Moustaki.
Las sucesivas formaciones que lideró Piazzolla a partir de 1957,
desde la orquesta de bandoneón y cuerdas y el Quinteto Nuevo Tango,
constituido éste en 1960, hasta el sexteto final, marcaron su búsqueda
permanente, que sólo pudo detener una trombosis cerebral. Los autores
de Astor Piazzolla, El Tango Culminante exponen esa trayectoria empeñosa,
tan poblada de dificultades como de conquistas, que convirtió a
este músico excepcional en una influencia casi inevitable para
todos los demás, y en el origen de una cuestión ineludible:
¿Qué hay después de Piazzolla? Antes que esto, lo
importante es conocerlo, disfrutar de su talento y dejarse invadir por
su inigualable música.
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