Exasperaciones
Uno de los méritos atribuidos al ministro López M.
y a su equipo de fieles es la presunta confianza que los mercados
depositan en ellos. Sin embargo, en menos de 48 horas el mercado
financiero comenzó a mostrar signos de impaciencia (caída
del índice Merval, escasas operaciones con mínimos
movimientos de capitales), más ansioso por respuestas urgentes
que los desocupados hambrientos. Los banqueros quieren que los políticos
operen a la misma velocidad que las computadoras que llevan y traen
sumas multimillonarias por toda la geografía mundial. No
entienden, además, el motivo de las dilaciones si el programa
que deberían aplicar los flamantes funcionarios públicos
es el mismo de siempre, el único que han defendido en los
últimos veinticinco años desde todas las tribunas
afines, entre ellas las de FIEL, la Fundación de Investigaciones
Económicas Latinoamericanas que acunó a los nuevos
directores del Ministerio de Economía.
No es que los financistas duden de sus intelectuales, pero temen
que la política meta la cola en un año electoral.
De hacerles caso a las críticas de la City, los partidos,
las elecciones y los votantes son una carga fastidiosa que viene
en combo con la democracia, un sistema que, si alguna ventaja tiene,
otorga a los desposeídos el derecho y la libertad para demandar
por sus propias reivindicaciones. ¿Qué sabrán
los pobres de lo que le conviene al país si son perdedores
por naturaleza? se han preguntado siempre las elites más
autoritarias. Por razones diferentes, las clases medias también
están inquietas por las consecuencias de las decisiones del
gobierno que ayudaron a elegir hace menos de dos años, en
urnas repletas de expectativas confortables, sobre todo después
de cuatro años de arrepentimiento por la reelección
en 1995 de Carlos Menem.
Los más poderosos consideran que llegado el caso de un fracaso
de López M. podrá tomar la posta Domingo Cavallo,
quien no tiene votos suficientes para ganar en competencia franca
pero, igual que otrora el golpe de Estado, está a disposición
para sostener el rumbo abierto hace un cuarto de siglo, en abril
de 1976, por Joe Martínez de Hoz. El problema
es que al Mingo de Menem le han crecido las alas y,
si de volver se trata, quiere oficina en la Casa Rosada. Viniendo
de la oligarquía financiera la opción disponible tiene
su lógica, aunque, para desilusión de votantes frepasistas,
Carlos Alvarez ya hizo saber en público que está dispuesto
a compartir la Alianza con Cavallo si así lo decide el presidente
Fernando de la Rúa.
El anticipo no sorprendió a los que siguen de cerca las circunvalaciones
ideológicas del ex vicepresidente porque, dicen, hace rato
que mira con interés a semejante apertura y, agregan como
explicación, que desde que se siente presidenciable Cavallo
es un junco flexible en comparación con el equipo de López
M. a la vez que mantiene la buena y merecida fama entre los banqueros
internacionales. Otra explicación quizá podría
deducirse de la última reflexión académica
de Alvarez en su cátedra de la Universidad de Quilmes. Allí,
según registran las crónicas, calificó al Foro
de Davos como el de los que mandan y al de Porto Alegre
como el de los que resisten. Preguntado a cuál
de los dos iría, contestó que a ambos. Aparte de la
ocurrencia elusiva, a lo mejor piensa de verdad que se puede ser
gobierno y oposición al mismo tiempo, con lo cual explicaría
por qué renunció para quedarse.
Un día de éstos, con el espíritu menos sobresaltado
que ahora, habrá que aplicar el rigor minucioso para repasar
la trayectoria del centroizquierda o, si se prefiere, del progresismo,
desde la refundación democrática con Raúl Alfonsín
hasta las alianzas de los tiempos que corren, para disipar equívocos,
aclarar miradas y dibujar de nuevo el mapa de las rutas nacionales
de la política. Sin este análisis más amplio,
siempre queda a mano la tentación de condensar las decepciones
en un fragmento de la totalidad, como está sucediendo ahora
con Graciela Fernández Meijide, a la que todo el mundo hace
astillas, sobre todo los del mismo palo. Por su rol en el gobierno
merece con holgura muchas de las críticas que recibe, por
cierto, y también porque alguien que convocó a millones
de ciudadanos a elegirla senadora, después diputada, más
tarde frustrada gobernadora bonaerense y luego precandidata presidencial
no debería hoy justificar su gestión equiparándola
con la de otros ministros opacos o permanecer entre los burócratas
en cualquier puesto que le dejen libre. Es difícil concluir
que la cuesta abajo sea el mero resultado de defectos individuales,
pero aun en ese caso ella misma y la fuerza que la proyectó
tienen la deuda pendiente de aclarar los tantos con los militantes
y ciudadanos que la encumbraron. Al menos, para que la triste figura
sirva de experiencia aleccionadora.
No hay esperanza en esta época de Argentina, sea por izquierda
o derecha, que permanezca en pie más allá del cortísimo
plazo, como esos boxeadores que están vencidos de antemano.
Las ansiedades empujan a los que deberían tomar decisiones
sin ninguna consideración. A cuatro días de la asunción,
el silencio del ministro López M. exaspera a propios y extraños,
mientras sus amigos de FIEL envían mensajes a diestra y siniestra
pidiendo que dejen tranquilo a Ricardo. Olvidan, tal
vez, que hace más de un año que el gobierno nacional,
que López M. integra desde el primer día, sólo
tiene para ofrecer reiteradas solicitudes de paciencia. Con cuarenta
meses seguidos de recesión económica y un tercio de
la población en graves dificultades de supervivencia, la
paciencia es un recurso tan escaso como el empleo. La impaciencia
generalizada se debe, además, a otras razones de peso.
Debido a los antecedentes de López M. y de sus fieles, la
mirada pública reconoce en ellos a intelectuales orgánicos
del mercado financiero. La degradación institucional de las
secretarías de Industria y de Agricultura ha sido recibida
por los sectores de la producción como una reválida
de esa condición y un anticipo de lo que vendrá. El
mismo razonamiento preliminar hace suponer a muchos que el plan
ministerial, con un déficit fiscal alzado por encima de los
compromisos con el Fondo Monetario Internacional, llegará
amarrado a una severa restricción del gasto público,
justo cuando las empresas privadas cancelan empleos en lugar de
crearlos, el mercado interno se achica como la piel de zapa y, salvo
una selecta minoría, incluidos los corruptos, los contrabandistas
y los especuladores, nadie se salva del perjuicio. Al Gobierno le
disgusta que se hable de ajuste, lo cual es comprensible
porque la sola mención espanta votos. No es un problema de
títulos sino de flagrante injusticia.
Los que pretenden justificar los ajustes que comenzaron con Martínez
de Hoz en abril de 1976, agotada la mayor parte de los argumentos
de apoyo, siguen pretendiendo que el problema central de la economía
argentina es el manejo del presupuesto nacional y el de las provincias.
Por supuesto, que hay despilfarros inexplicables, corruptelas y
otros capítulos delictivos en un Estado que fue vaciado y
viciado por muchos de los que hoy lo señalan con el dedo
como si fuera portador de la peste. Sería deseable, claro,
que alguien por fin se hiciera cargo de adecentar la vida pública
y de recuperar a la política como un servicio social, pero
ahí no se agota el problema central de la decadencia argentina.
Ese mismo Estado sirvió en la última década
para realizar la más grosera, grotesca y malévola
transferencia de riqueza del sector del trabajo y la producción
al área restringida de las finanzas.
De modo que la solución a las penurias de muchos implica,
por supuesto, racionalizar el gasto público para que sea
más útil a la sociedad, pero al mismo tiempo deberá
recuperar su rol equiparador para redistribuir la riqueza con sentido
de justicia. Las privatizaciones de los servicios públicos,
el desguace del sistema previsional, las aduanas perforadas, las
libres remesas al exterior de ganancias legítimas y también
ilegales, la evasión impositiva de los que más ganan,
las tasas usurarias de interés sobre el crédito de
todo tipo, las facilidades otorgadas al capital golondrina,
el aumento de la deuda externa hasta que su carga fue insoportable,
y todas las demás características del llamado modelo,
son derivaciones directas de los ajustes ya realizados.
¿Quién puede desear otro del mismo tipo? Esos son
los verdaderos privilegios para abolir, aunque algunos piensen que
obtener un título universitario es un privilegio para pocos,
sobre todo para los que puedan comprarlos en cuotas mensuales.
El Estado nacional liquidó todo el patrimonio público
para aliviar los gastos fiscales, pero sigue subsidiando a las empresas
privadas de servicios públicos, sin ninguna ganancia de retorno,
y despidió a más de medio millón de empleados
públicos sin ningún beneficio para nadie. El menemismo
fue el campeón de los ajustes y al cabo de diez
años dejó un país agónico, con un déficit
de tal magnitud que para afrontarlo la Alianza sepultó sus
promesas electorales, al menos en la versión oficial de lo
que sucedió en el último año. Ningún
equipo de economistas, sea egresado de Harvard, de Chicago o de
La Plata, podrá traer alivio ni respuestas verdaderas, por
más libres que tenga las manos y los pies, si lo único
que tiene para ofrecer es más de lo mismo. En la inequidad
se encuentra la razón última que revuelve las aguas
de la Alianza y alienta las confrontaciones internas o externas,
aunque le llamen ruidos políticos o internas
salvajes. Pónganle el nombre que quieran, pero aquí
el crecimiento se llama justicia social. Si el Gobierno sigue aferrado
al ancien régime, terminará por ser víctima
del demagogo más hábil.
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