Por H. B.
Nominada a tres Oscar de la
Academia, ganadora de igual cantidad de premios Bafta (primo inglés
del tío Oscar), ensalzada a uno y otro lado del Atlántico,
Billy Elliot es la nueva carta ganadora del cine británico, después
de las triunfales Cuatro bodas y un funeral, Shakespeare apasionado y
The Full Monty. Para imponerse, cuenta con un chico sumamente entrador,
una narración de pulso contagioso y un guión que combina
enfoque social y triunfo individual, risas y lágrimas. Como producto,
esta ópera prima de Stephen Daldry parece perfecta. Pero ése
es justamente el problema: Billy Elliot puede tomarse como un producto
de diseño antes que como una película.
Ya en la escena inicial, cuando se ve a Billy tocando el piano mientras
se multiplica en mil tareas domésticas, ingeniándose para
hacerlo con ritmo, coordinación y entusiasmo, se evidencia la empatía
que el film busca despertar en el espectador. Esta se sostiene enteramente
en el carisma del debutante Jamie Bell, de ojos claros, kinética
energía y sonrisa ladeada. En el momento en que su personaje, casi
sin darse cuenta, cambie los guantes de box del abuelo por las zapatillas
de baile, queda planteada la incógnita que sostiene el relato:
¿seguirá sometido al mandato paterno o logrará darle
alas a su talento?
Esta fábula de liberación personal tiene lugar en un contexto
histórico y social preciso. Transcurre en la ciudad de Durham,
en diciembre de 1984, cuando los mineros fueron a la huelga, en protesta
contra la política thatcherista. A partir de los films de Ken Loach,
mucho cine inglés (incluyendo Tocando al viento y The Full Monty)
abunda en imágenes de cierres de fábrica, huelgas de trabajadores
y enfrentamientos con la policía. Con el apoyo de una profesora
de danza (Julie Walters), Billy descubrirá que es posible canalizar
el conflicto familiar y la frustración social a través del
baile.
El conflicto entre la obtusa masculinidad proletaria de padre y hermano
y la sensibilidad en ciernes del pequeño Billy no va más
allá de la tipificación y ésta se ve acentuada por
un montaje que contrapone ensayos en la escuela de baile con escaramuzas
entre policías y piqueteros. Buscando no ofender a nadie, el director
plantea cierta temática gay, pero la desplaza hacia un amiguito
de Billy. Como discutible cierre, Billy llegará, en alas del baile,
hasta el mismo círculo áulico de la Royal School of Dance,
mientras los sufridos trabajadores de su comunidad (incluidos padre y
hermano, que se sacrificaron por él) se ven obligados a suspender
la huelga y volver a la mina. Salvadas las distancias, esta victoria individual
del arte sobre la pobreza puede recordarle al espectador argentino la
fábula de cierto changuito cañero que, gracias a su talento
y esfuerzo, logró llegar hasta el Honorable Congreso de la Nación.
PUNTOS
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