Por Horacio Verbitsky
Aparte del aspecto jurídico
y ético, la anulación de las leyes de impunidad tiene una
dimensión política que se proyecta hacia el futuro. Ni la
dirigencia política, ni la conducción castrense parecen
haber entendido la lección del pasado tremendo cuyo cierre por
ley o por decreto se ha mostrado imposible. En el origen del genocidio
argentino está la doctrina de la Seguridad Nacional, que lanzó
a las Fuerzas Armadas a tareas policiales como sostén de un modelo
económico de exclusión, que las degradó y privó
de su razón de ser. Sin embargo, el Estado Mayor Conjunto está
planificando un nuevo desborde hacia ese tipo de tareas que las leyes
de defensa nacional y de seguridad interior prohíben, ahora con
el pretexto del combate contra las drogas y la situación en Colombia.
Hace dos semanas se publicó aquí el documento de inteligencia
en el que el órgano a cargo del general Juan Carlos Mugnolo se
ocupa de supuestos grupos violentos, de la política migratoria
y de la denominada guerra social. Los mapas que ilustran el informe, tan
ilegal como inepto, llevan todas las referencias en inglés. Brasil
se escribe con Z y las fronteras se llaman international boundaries. Como
no se trata de un informe clandestino, es obvio que esa extralimitación
es alentada desde el Poder Ejecutivo Nacional.
El jueves dos gobernadores provinciales (Juan Carlos Romero, de Salta,
y Julio Miranda, de Tucumán), presentaron al embajador de los Estados
Unidos, James Walsh, un documento en el que vinculan del modo más
explícito la cuestión del comercio de sustancias estupefacientes
con el conflicto social e invitan a la intervención militar. Hace
un siglo y medio que las provincias delegaron en el Estado Nacional la
conducción de las relaciones exteriores. Ese insólito texto
afirma que la crisis social originada en la desocupación, y los
cortes de ruta a que acuden los desocupados para llamar la atención
plantean un escenario que tácticamente se podría denominar
zona liberada. Algo similar dijo el ministro del Interior, Federico
Storani, en mayo del año pasado, aunque las propuestas de uno y
otros difieren. Los gobernadores se quejaron de que la vigilancia en pueblos
como General Mosconi y Tartagal distrae a la Gendarmería y reclamaron
del gobierno de Estados Unidos la creación de un equivalente argentino
del Plan Colombia, lo cual en forma implícita significa la intervención
castrense.
De la mínima disposición del gobierno nacional para conducir
a las Fuerzas Armadas habla en forma elocuente el trabajo preparado hace
cinco años para FIEL por el flamante Secretario de Reforma del
Estado del ministerio de Economía, el ex funcionario de la dictadura
militar Manuel Solanet. En ese documento (que dio lugar a una polémica
pública con Brinzoni, cuando el militar era director del Estado
Mayor), Solanet concebía al ministerio de Defensa como un representante
corporativo de los militares ante el Poder Ejecutivo, por lo cual bastaría
con un reducido grupo de asesores del ministro, mientras el grueso de
las funciones se concentraría en el Estado Mayor Conjunto. Un economista
vinculado al radicalismo recuerda que en 1963 se presentó ante
una importante consultora que buscaba economista jefe para una nueva entidad.
Concertó una entrevista y al explicarle de qué se trataba,
el consultor le dijo que la función del cargo buscado sería
liderar la lucha ideológica contra los comunistas de la CEPAL
y de la Alianza para el Progreso (el programa desarrollista del
entonces presidente John F. Kennedy). Esa es la mentalidad que acaba de
hacer pie en el área económica del gabinete. Otro ejemplo
se produjo durante una de las reuniones multitudinarias del verano en
la residencia de Olivos, cuando el entonces ministro de Defensa Ricardo
López Murphy discutió con varios directores del Banco Nación,
que se
oponían a su reclamada privatización. Si quieren evitarlo,
deberían sembrar de banderas rojas los campos de la provincia de
Buenos Aires de deudores insolventes, dijo.
Si rematamos esos campos, los dueños se sumarán a
la masa de desocupados de la ciudad objetaron sus interlocutores.
No. Se van a quedar en el campo como peones de los que compren sus
tierras replicó López Murphy, quien al despedirse
de Defensa dijo que allí había aprendido a valorar la disciplina.
No por casualidad, entre los materiales de consulta de quienes están
preparando el documento que se leerá ante la concentración
en la Plaza de Mayo el sábado 24, al cumplirse un cuarto de siglo
del último golpe, figura la Carta Abierta de un Escritor a la Junta
Militar. Rodolfo J. Walsh escribió entonces que en la política
económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación
de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones
de seres humanos con la miseria planificada.
Menéndez y Primatesta
Mientras el juez Gabriel Cavallo firmaba su resolución, la plana
mayor del Ejército se cuadraba en las escalinatas del ministerio
de Defensa para recibir a su nuevo/viejo titular, Horacio Jaunarena. En
octubre, al mismo tiempo de la presentación ante Cavallo, el CELS
también solicitó la nulidad de las leyes de impunidad a
la jueza federal de Córdoba Cristina Garzón de Lascano,
en una causa en la que solicitó el procesamiento del general Luciano
Menéndez y del cardenal Raúl Primatesta. La jueza aceptó
buena parte de las medidas de prueba solicitadas pero aún se espera
su pronunciamiento sobre la nulidad. El país ha cambiado en los
tres lustros transcurridos desde que Jaunarena envió esos textos
al Congreso y tampoco el ministro debería ser el mismo de entonces.
Raúl Alfonsín no ocultó su fastidio por el azar,
que hizo coincidir el fallo con la primera aventura electoral que emprende
desde su renuncia a la presidencia. Pero aun él reconoció
que no existen hoy riesgos para la estabilidad democrática.
Jaunarena afirmó que el Poder Ejecutivo no debía opinar
sobre la decisión del juez, y de inmediato opinó que las
leyes son constitucionales porque las votó el Congreso. De este
modo ignoró dos siglos de desarrollo del derecho constitucional.
En nuestro sistema de división de poderes los jueces ejercen la
revisión constitucional de las decisiones de los poderes Ejecutivo
y Legislativo. Hamilton lo fundamentó en 1778, Madison lo consagró
al año siguiente como parte del Bill of Rights y el presidente
de la Suprema Corte de Justicia Marshall lo convirtió para siempre
en la doctrina básica del derecho constitucional en el célebre
fallo Marbury vs. Madison, de 1803. La Argentina la importó de
los Estados Unidos cincuenta años más tarde, al sancionar
su Constitución histórica.
El vocero presidencial, Ricardo Ostuni recordó que desde el Senado
Fernando de la Rúa había votado en favor de ambas leyes
e Inés Pertiné dijo que su nulidad abre heridas
e implica volver atrás con algo que está juzgado y
establecido y propuso pensar en el futuro. Es de suponer
que este concepto de su esposa representa la opinión del Jefe del
Estado. Sin embargo, el presidente guardó un encomiable silencio.
Esto no impidió que desde el Ejército y el ministerio de
Defensa se lanzaran dos líneas de acción menos respetuosas
del libre juego institucional. Por un lado, se sugirió minimizar
el fallo, aduciendo que la Corte Suprema de Justicia lo revocaría,
cuando el trámite llegue a esa instancia o mediante un rápido
recurso per saltum. Por otro, se reclamó una supuesta solución
política. Ambas propuestas tienen una historia poco estimulante.
El per saltum
El per saltum ingresó a la historia institucional argentina en
la punta de las bayonetas castrenses. Alfonsín envió al
Congreso en 1987 el proyecto que lo instituía, para que la Corte
pudiera saltearse instancias y avocarse a causas de gravedad institucional
radicadas en tribunales inferiores. El mismo proyecto aumentaba de cinco
a siete el número de ministros de ese tribunal, con la esperanza
de que ellos clausuraran la revisión de los crímenes de
la guerra sucia aplicando del modo más amplio la recién
sancionada ley de obediencia debida. Alfonsín y Antonio Cafiero
acordaron que cada partido nominaría un juez. Ambos contarían
con acuerdo del Senado, de mayoría peronista. Carlos Menem batió
a Cafiero en las elecciones internas de su partido y con la vocación
hegemónica que luego aplicaría desde el gobierno, desactivó
el proyecto. ¿Por qué uno y uno, ahora? Primero vamos
a ganar la presidencia y después vamos a ampliar la Corte a nueve,
no a siete. Y los cuatro los vamos a elegir nosotros, le dijo a
José Luis Manzano, que había representado a Cafiero en la
negociación con Alfonsín. Ese fue el origen de la creación
de una mayoría automática en la Corte y de la degradación
institucional que se vivió a partir de 1990.
Cuando la primera tentativa de ampliación se frustró, el
ministro de la Corte Enrique Petracchi argumentó ante Alfonsín
que la Corte podría avocarse, aplicando sin ley la doctrina norteamericana
del per saltum, y resolver las últimas dos docenas de expedientes
militares en forma rápida. Lo intentó el 1º de septiembre
de 1988, en una votación por la competencia para juzgar la masacre
de Margarita Belén. Pero quedó en minoría de cuatro
a uno. Pese al resultado adverso, Petracchi insistió sin éxito
en febrero de 1989, ya sobre la fecha de las elecciones presidenciales,
en la causa por la apropiación de una niña, hija de desaparecidos.
Recién en 1990, luego de la ampliación de la Corte, Petracchi
encontró receptividad en la bancada menemista, cuyo interés
no era enriquecer la historia del derecho aborigen sino destrabar la privatización
de Aerolíneas Argentinas. Este es uno de los episodios más
vergonzosos de la década pasada y contribuyó como pocos
al descrédito del alto tribunal. Tal vez por eso, ante los primeros
sondeos extraoficiales, la respuesta fue la misma que Carlos Fayt dio
hace trece años: El caso carece de gravedad institucional.
Tampoco debería darse por seguro que cuando el caso llegue a sus
despachos por la vía de las apelaciones normales, los jueces de
la Corte vayan a colocarse (a sí mismos y a la Argentina) al margen
de las corrientes centrales del derecho internacional, reflejadas en las
recientes decisiones de la Audiencia Nacional de Madrid, la sala judicial
de los Lores británicos y la Corte Suprema de Justicia de Chile,
en el caso del ex dictador Augusto Pinochet. De ocurrir tal cosa, los
organismos de derechos humanos volverían a acudir a los órganos
de la OEA y las Naciones Unidas que ya declararon la incompatibilidad
de las leyes de impunidad con las convenciones y tratados de los que la
Argentina es signataria. Esto daría renovada fuerza a los juicios
en otros países y precipitaría una situación de aislamiento
de la Argentina equivalente a la que se vivió durante la dictadura
militar, con las consecuencias que ello podría tener sobre la marcha
de la economía.
La solución política
La denominada solución política no ha sido menos accidentada
y contraproducente que el per saltum. El primer intento lo hizo la propia
dictadura, en 1980, en vísperas de la publicación del demoledor
informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Roberto
Viola dijo que el tránsito a la democracia, con el que creía
posible identificarse, tenía una condición fundamental:
las Fuerzas Armadas nunca admitirían la revisión de lo actuado
en la guerra sucia. No nos pidan explicaciones porque no las daremos,
gritó su reemplazante en el Ejército, Leopoldo Galtieri,
con una voz que recién dos años después se tornaría
incómodamente familiar. Días después el dictador
Jorge Videla manifestó que la concurrencia de los partidos al denominado
diálogo político con el gobierno constituía una legitimación
formal del asalto al poder y que los interlocutores habían asumido
el compromiso de comunicar públicamente su aprobación a
todo lo actuado en ese período.
En 1982, luego del colapso en las Malvinas, y aterrada por las posibles
consecuencias sociales de la disolución del régimen, la
Iglesia ofreció el primero de una interminable lista de Servicios
de Reconciliación, inescindibles de cada intento de solución
política. Se llegó a redactar una ley de autoamnistía
que debía haberse difundido con una Misa de la Reconciliación
el 19 de diciembre de 1982, dentro de una operación en la cual
los partidos trocaban consentimiento a la impunidad por fecha electoral,
y que se frustró a último momento por disidencias menores.
En ausencia de un acuerdo negociado, el gobierno lanzó 15 puntos
para concertar con los partidos, entre ellos la no revisión de
la guerra sucia y de la corrupción económica cometida por
militares. El 23 de abril de 1983 Cristino Nicolaides, Rubén Franco
y Augusto Hughes pusieron sus firmas al pie de lo que con pomposa ingenuidad
llamaron Documento final de la Junta Militar sobre la Guerra contra
la subversión y el terrorismo, en el que daban por muertos
a todos los desaparecidos. Por ese texto están hoy detenidos, como
encubridores del robo de bebés. El 23 de setiembre, Bignone firmó
la denominada ley de autoamnistía y cuatro días después
los jueces Jorge Torlasco y Guillermo Ledesma la declararon inconstitucional
e insanablemente nula. El martes 13 de diciembre, a 72 horas de asumir
el gobierno, Alfonsín anunció que propiciaría la
derogación y la declaración de nulidad insanable de la autoamnistía,
con argumentos que no han perdido validez. Dijo que era moralmente inaceptable
y políticamente irresponsable el extender sobre toda la institución
militar la culpa que sólo debería recaer sobre algunos de
sus miembros. La derogación de la autoamnistía fue la primera
ley que votaron los diputados luego de ocho años de receso, el
16 de diciembre. El 22 los imitaron los senadores. Federico Storani sostuvo
que la justicia era el principio fundamental para establecer la paz duradera
en el país, y para que hubiera justicia no podían quedar
impunes quienes cometieron los más aberrantes crímenes,
delitos de lesa humanidad que no pueden estar comprendidos en amnistía
alguna. Fernando de la Rúa señaló que se trataba
de reconstruir el orden jurídico, con verdad y justicia. Agregó
que para que la patria tuviera un futuro cierto basado en la ley debían
obtener respuesta y consuelo quienes sufrían y esperaban justicia,
y castigo los que delinquieron. Hasta el conservador Alvaro Alsogaray
se pronunció por la nulidad de la autoamnistía. Esto permitió
el juicio que culminó el 9 de diciembre de 1985 con la condena
de Videla, Massera & Cía.
Pero a continuación se abrieron las actuaciones contra Camps y
Astiz y recrudecieron las presiones castrenses. En abril de 1986, Alfonsín
trató de poner el punto final mediante instrucciones impartidas
a los fiscales para que pidieran la absolución de todos los oficiales
de rangos inferiores. Al explicar el sentido de esas instrucciones a 300
oficiales reunidos en el Comando Logístico de Palermo, el entonces
Jefe de Estado Mayor Héctor Ríos Ereñú dijo
que las elecciones habían sido una retirada desorganizada
sin que se pudiera negociar nada, que él había decidido
librar lo que llamó la batalla jurídica, a la
espera de una solución política. Para ello entonces
hay que reinsertarse en el esquema institucional. El objetivo es ganar
la confianza del poder político para llevar a la Institución
al sitial que le corresponde y solucionar el problema de las secuelas
de la Lucha Contra la Subversión. Concluyó fijando
el objetivo que quedará para el futuro cuando el tiempo y
el espacio lo permitan si es que podemos: reivindicar a nuestros comandantes.
La cita vale la pena porque en un reportaje concedido en julio del año
pasado Ríos Ereñú fue propuesto como su modelo admirado
por el actual Jefe de Estado Mayor del Ejército, Ricardo Brinzoni.
No tuvo más éxito la ley de punto final de diciembre de
1986. En vez de reducir el número de procesamientos los incrementó,
porque los jueces no quisieron cargar con la responsabilidad histórica
de la prescripción de las causas y citaron a declaración
indagatoria a todos los sospechosos, con prescindencia del mérito
de cada caso. La bendita solución política fue la primera
condición impuesta en la Semana Santa de 1987 por los rebeldes
que con la cara sucia de betún ocuparon la Escuela de Infantería.
Su resultado fue la ley de obediencia debida, sancionada en junio de ese
año. Como acaba de recordar el ex Jefe de Estado Mayor Martín
Balza, no cumplió su objetivo de pacificar, ya que luego de su
promulgación se produjeron otros tres alzamientos carapintada.
Más eficacia mostraron los indultos firmados por Carlos Menem en
1989 y 1990, que le permitieron sofocar la rebelión del ex coronel
Mohamed Seineldín. Sin embargo, su consecuencia fue que comenzaran
a abrirse en distintos países del mundo procesos contra los genocidas
argentinos, que desde 1998 no pueden cruzar las fronteras sin temor a
ser arrestados por Interpol. Ese mismo año el Congreso derogó
las dos leyes, pero no llegó a declararlas nulas, cosa que corresponde
a la justicia. Dentro de la Argentina se iniciaron los juicios de la verdad,
y el intento de Brinzoni por abortarlos y abjurar del discurso democrático
de su antecesor, desencadenó la respuesta de los organismos de
derechos humanos que decidieron solicitar la nulidad de las leyes de impunidad.
La decisión del juez Cavallo, que el ex camarista Torlasco y el
periodista Mariano Grondona encomiaron como un brillante tratado de derecho
abre una nueva oportunidad para la Argentina, de respetar el funcionamiento
de las instituciones sin encerrarse una vez más en la vía
muerta de la solución política, que lejos de solucionar
complica y arrastra los problemas. Debe ser la Justicia la que decida,
con todas las garantías del debido proceso, quiénes han
cometido delitos aberrantes que merecen castigo y quiénes quedarán
libres de toda sospecha, cosa que hasta ahora no se ha conseguido. Las
condiciones son hoy las ideales: nueve de cada diez oficiales en actividad
no participaron en los hechos de entonces. Del diez por ciento restante
sólo un porcentaje minúsculo podría ser acusado.
Ya sea porque los sucesivos filtros de la comisión de ascensos
del Senado fueron depurando las filas o bien porque el método clandestino
de la guerra sucia impidió que pudieran ser identificados. El único
problema político es la situación del general Brinzoni,
secretario general de la intervención militar en el Chaco al momento
de la masacre de Margarita Belén. Brinzoni replica a esa acusación
que sólo tuvo responsabilidades administrativas, lo cual no es
cierto. El actual miembro del Consejo de la Magistratura, Juan Penchansky,
quien fue preso político en Resistencia, contó que fue llevado
a presencia del entonces capitán Brinzoni, con grillos en los pies.
Al advertir su situación, Brinzoni ordenó que se los quitaran.
El episodio muestra un gesto de simpatía humana por parte de Brinzoni,
pero también indica más allá de toda duda que tenía
poder de decisión sobre la suerte de los prisioneros. No sería
lógico que el gobierno le permitiera ahora para defender su situación
personal atar a los pies de un Ejército nuevo los grillos de un
pasado tenebroso, del que el grueso de sus actuales integrantes no tuvieron
responsabilidad ni deberían contaminarse.
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