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Escenas de la vida privada en la televisión argentina

El lanzamiento de �Gran Hermano�, en Telefé, fue un típico talk show. Por DirecTV pudo verse la riqueza del género: una transmisión en continuado al ritmo de la vida cotidiana.

Por Julián Gorodischer

Soledad Silveyra no para de gritar: “Dios, te bendiga” a cada seleccionado, y el especial de lanzamiento de “Gran Hermano” empieza a parecerse a una mezcla perfecta de “Gente que busca gente” y “Sorpresa y media”. Sólo que esto no es un reencuentro, sino una despedida: hay mucha gente que llora y repite elogios destinados a sus hijos y/o conyuges. ¿Y la sorpresa? Será el encierro voluntario, la intimidad perdida que todos reciben hoy como un regalo. Hasta las 23 horas de este primer sábado, todo sigue por el cauce natural de la TV de cartón: la que adora las músicas que emocionan, los llantos forzados de las abuelas y los gritos de euforia de los “premiados”. Silveyra presenta a los participantes (lindos como modelos publicitarios), y papás y mamás exhiben el orgullo frente al “logro” de sus hijos virtuosos: ellos pasaron un casting y serán famosos. No es poco.
Hasta las 23, esto es una verdadera lección de cómo hacer las cosas “a la argentina”: Telefé decide que hay que neutralizar un poco el género más controvertido que se recuerde, y por eso elige a la cálida Silveyra para exhibir “la enorme emoción” que ahora siente. En el gran show de lanzamiento (al que sólo faltan fuegos de artificio), los famosos repentinos posan como si fueran modelos, como para que nadie se confunda: al entrar a la casa no deberían pertenecer al colectivo de la “gente común” sino ser estrellas que todos reconozcan. El rating no espera. Hasta las 23, los participantes se hacen los sorprendidos cuando reciben la noticia de su ingreso a la casa, derraman unas lágrimas y les dicen a los suyos: “Sin vos, no lo hubiera conseguido”. En el estudio, los suyos retribuyen: “Estabas destinado a algo muy grande”. Silveyra se queda con el remate: “Esto es un milagro”.
Las luces del show se apagan; la transmisión masiva finaliza con un saludo típico de Silveyra (“Los quiero mucho”), y sólo unos pocos –que siguen esta escena por Direc TV o Internet– se quedan con otro paisaje, más auténtico, donde las vidas privadas se hacen públicas, todavía muy actuadas pero con la promesa de no resistir a la ficción del “saber que se es filmado” por ciento doce días. Seguir a los doce conejillos, en sus primeras seis horas en la casa, es una “experiencia”: poco tiene que ver con su llegada triunfal en limusina, con la ovación de una tribuna que adora nuevos ídolos. Ya no importa que los hayan elegido a la medida de una tira juvenil; la TV voyeurista no pierde fuerza aún cuando se la trate de plastificar.
Durante toda una noche, ellos empiezan a conocerse y habilitan algunas preguntas. ¿Qué hace una mujer cuando está sola? Tamara está ordenando su valija, en el cuarto, besa un objeto, fuma, da un paseo, vuelve al grupo... ¿Cómo se divierte un adolescente? Gastón recorre la casa, seduce a Eleonora, evita acoplarse a las “labores en la cocina”, se declara un “colgado” que no sabe lo que quiere... ¿Cómo hacer para llamar la atención? Martín improvisa un strip tease junto a la pileta, se sabe el galán del grupo, un nuevo “winner” que promete sumar puntos de rating... No hay conflictos: es el devenir de una vida cotidiana, una sobremesa que se extiende por dos horas y desconoce el ritmo televisivo. Desaparece la “euforia”, el “pum para arriba” y llega el baile de la cumbia, al borde de la pileta. Desaparece la tribuna, y llega la primera conversación entre un hombre y una mujer, apoyados en la mesada de la cocina. Córdoba y Santiago se gustaron y se lanzan a la conquista; no suena una música romántica para alentar el romance. Todo irá de a poco.
A punto de irse a dormir, cerca de las cinco, cuando las cámaras infrarrojas los siguen filmando, tres de los chicos reciben un inquietante anuncio. Una voz grita, desde el off: “Carguen las pilas de los micrófonos”. Es el artificio que se muestra, la advertencia de que esto no es la vida o, en todo caso, es una vida controlada, con decenas de cámarasy ojos que vigilan el sexo y la desnudez, el coqueteo y la primera borrachera, la madrugada en la pileta y el cuerpo inmóvil durmiendo. Es en la madrugada, cuando todo cobra nueva fuerza: la imagen en directo se ve sin editar, los participantes dan un paseo a solas, o se encierran en el baño, y queda la sensación de que ellos van a su propio ritmo, sin que la tele los haga más apetecibles o apure la ronda de mate que se prolonga, el paseo de una chica solitaria, la charla de dos futuros enamorados.

 

 

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