Por
Diego Fischerman
El
punto de partida es el que muchos elegirían como llegada. Michael
Brecker, uno de los saxofonistas más influyentes e imitados de
los últimos treinta años, junto a un grupo que le sigue
el tren sin ninguna dificultad, empieza por lo que para otros es el final:
el dominio más absoluto del instrumento y la más apabullante
exhibición técnica. La pregunta previsible sería
si más allá de ese punto de partida hay algo más.
Si, en efecto, con ese dominio técnico Brecker construye algo que
vaya más allá. Y la respuesta, como toda respuesta que se
precie de tal, no es concluyente. No hay mucho más que la perfección.
Pero, al mismo tiempo, esa perfección se percibe como un todo.
Como un lenguaje en sí mismo y no como vehículo para la
hipotética transmisión de otros contenidos.
Brecker, como antes Liszt, desbanaliza la exhibición al colocarla
exactamente en el centro de la escena. No hay imposturas ni disimulos.
La gracia del idioma de Brecker es precisamente el descolocar los valores
tradicionales. Si, por ejemplo, la tradición asocia ciertos recursos
tímbricos los sobreagudos estrangulados, los multifónicos
o rítmicomelódicos la repetición exasperada
de un riff de pocas notas, la velocidad de una escala, Brecker va en contra
de ella. Los sonidos de la calentura, dice la tradición, corresponden
a la calentura. En Brecker, en cambio, parecen ser sonidos tan válidos
como cualquier otro, casi intercambiables entre sí por efecto de
la técnica. El dominio del timbre y del color, por momentos se
oponen a la vieja relación entre ciertos sonidos y la ilusión
de un clímax.
En la clínica ofrecida el día anterior a su primer concierto
en Buenos Aires, Brecker dio prueba de su autoconsciencia al respecto.
Tengo la característica de pensar demasiado rápido,
dijo en un momento. Y es más difícil tocar lento,
contenerse, que tocar rápido, confesó en otro. En
esa reunión con músicos y admiradores ávidos de información
en que lo secundó con altura el pianista argentino Ernesto Jodos
(que en varios momentos despertó signos de admiración por
parte de su ilustre ladero), el saxofonista que se hizo famoso y
cuyo estilo se hizo famoso mucho antes de que grabara su primer
disco como solista, puso en evidencia la que es a la vez su mayor virtud
y su peor defecto. Será por eso que, más allá del
auténtico deslumbramiento provocado en el público que llenó
el auditorio del Sheraton en su debut porteño como solista ya desde
el blues con el que abrió el juego, el primer momento sorprendente
fue la balada The Cost of Living, un tema de su notable primer
álbum.
Brecker ya había mostrado parte de su talento (y una parte esencial,
si se piensa que gran parte de su carrera se desarrolló como sesionista)
cuando llegó al estadio de River junto a la banda multirracial
de Paul Simon. Después estuvo en el Festival de Punta del Este
en enero del año pasado y en Bariloche en octubre. Esta vez llegó
con el mismo supergrupo que reúne cada tanto y, tal vez, con el
que más cómodo y suelto se encuentra. Junto a él
estuvieron el excelente pianista Joey Calderazzo, el contrabajista dinamarqués
Chris Minh Doky (reemplazando a James Genus, con quien había grabado
Two Blocks From The Edge) y quien quizá sea la pieza fundamental
de la ingeniería diseñada para mantener este concepto de
alta performance durante toda una función (que en este
caso duró casi tres horas): el baterista Jeff Tain
Watts. Están los que prefieren los autos familiares y las velocidades
afines con la posibilidad de disfrutar del paisaje y hasta de detenerse
en senderos laterales. Brecker no podrá conformarlos jamás.
Aquí de lo que se trata es de prototipos de carrera o, en palabras
del saxofonista, de pensar demasiado rápido y de tener,
claro, la técnica para plasmarlo en sonido.
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