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el Kiosco de Página/12

LÁPIZ

Por Antonio Dal Masetto

Estaba sentado en un banco de Plaza Chile, sobre avenida Libertador, a la sombra de los árboles, pensando que necesitaba una idea para escribir sesenta líneas, y lo vi venir cruzando directamente hacia mí. No tenía aspecto de andar pidiendo. La ropa estaba bien. La barba de varios días era el único detalle de descuido. Supe que me hablaría. Se me paró delante y me midió con la mirada como quien considera si encontró el candidato adecuado. Me dijo directamente:
–¿Quiere que le cuente una historia?
–Por cuánto.
–A criterio. Depende de si le gusta mucho o poco. Usted decide después que la escuche.
–Bien –dije.
Sacó del bolsillo lo que quedaba de un lápiz, tres centímetros de lápiz, y lo sostuvo parado entre el índice y el pulgar. Me lo mostraba como quien expone una mercadería de valor o se dispone a un revelación importante o se apresta a un acto de magia.
–Un lápiz –dijo.
–Sí –dije.
–La historia de un lápiz –dijo.
–Bueno –dije.
–Un lápiz que fue usado para escribir historias de aventuras para chicos.
–Correcto.
–El lápiz se fue gastando de tanto escribir. Hasta que, finalmente, la última vez que le sacaron punta lo abandonaron entre un montón de objetos desparramados sobre la mesa, porque ya era demasiado corto para manejarlo. Y acá viene la primera parte triste de la historia.
Hizo una pausa.
–¿Sigo?
–Adelante.
–De ese lápiz habían salido muchísimas aventuras y ahora estaba reducido a un despojo inútil, el último orejón del tarro, el último orejón del último tarro de todos los tarros. No se resignaba. Y una noche tuvo un ataque de rebeldía y se dijo que todavía tenía fuerza e imaginación y se irguió y se puso a escribir. Acá viene la segunda parte triste. ¿Sigo?
–Siga.
–Lo que escribió era la historia de una piba y un pibe que se perdían en la noche y pasaban hambre y frío y tenían miedo. Para colmo de males aparecieron unas cosas y empezaron a perseguirlos.
–¿Cosas?
–Cosas redondas.
–¿Redondas?
–Redondas con orejas.
–Los perseguían.
–Sí.
–¿Tenían patas?
–No sé. Lo que sí tenían eran dientes. Grandes y afilados.
–Está bien. Aceptado.
–Aparecían por todos lados, había cientos de esas cosas acosándolos. Los pibes tenían que cruzar siete bosques tenebrosos, siete ríos torrentosos, subir y bajar siete montañas escarpadas y después encontrarían un puente sobre un precipicio y si lo alcanzaban estarían a salvo. ¿Entendido?
–Adelante.
–Varias veces estuvieron por atraparlos, pero siempre, con estrategias inteligentes, los pibes conseguían zafar. Los perseguidores eran rápidos pero un poco ingenuos.
–¿Ingenuos?
–Eran así.
–Aceptado.
–A los dos fugitivos se le acababan las fuerzas, estaban agotados. Pero igual consiguieron cruzar los siete bosques, los siete ríos, escalaron la última montaña y vieron allá abajo el puente salvador.
–Por fin.
–Pero mientras bajaban la última cuesta al lápiz se le acabó la punta y no pudo seguir.
El tipo paró de hablar y se quedó mirándome. Hubo un silencio largo.
–¿Y cómo termina?
Abrió los brazos y se encogió de hombros como diciendo: quién lo sabe.
–Me hubiese gustado conocer el final.
–A mí también, pero así es la historia.
Tiró el lápiz al aire, lo abarajó y se lo metió en el bolsillo. Hubo otro silencio largo.
–Bueno –dije.
Saqué un par de billetes, se los di. Agradeció y se fue. Los dos conformes con el negocio.

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