Es de suponer
que si la democracia argentina fuera directa la gente
no vacilaría en votar en favor de una política económica
que incluso Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde considerarían
alocada y que sin duda alguna desembocaría muy pronto en
la madre de todos los desbarajustes. De poder determinar los detalles
los políticos que atiborran las legislaturas
y las gobernaciones provinciales, el desenlace sería con
toda seguridad parecido. He aquí la razón por la que
ya es tradicional que, concluida la etapa de aprendizaje del gobierno
de turno, el Ministerio de Economía sea confiado a un duro
como Ricardo López Murphy que, a juzgar por los resultados
electorales y las encuestas de opinión de los años
últimos, cuenta con el apoyo de una proporción mínima
de la población del país. En teoría, dicha
deficiencia debería asegurar su fracaso, pero en las democracias
modernas las cosas no son tan sencillas. A la gente no le gustan
demasiado las medidas antipáticas, pero entiende muy bien
que en ocasiones son imprescindibles y por lo tanto estará
más que dispuesta a permitir que LM pruebe su recetario por
cruel que éste fuera.
Como señaló hace una semana el historiador Eric Hobsbawn,
un hombre de izquierda si los hay, en la actualidad son tantos los
problemas que requieren conocimientos técnicos muy especiales
que a menudo a los gobiernos democráticos no les cabe otra
alternativa que la de soslayar los mecanismos representativos, y,
si pueden, tratar de solucionarlos entre bastidores, lejos de los
medios y del mundanal ruido de la política. Sin embargo,
esta necesidad práctica evidente choca con violencia contra
el ideal democrático de la transparencia. También
es tan elitista como el vanguardismo marxista, por basarse en el
presupuesto de que el ciudadano raso no está en condiciones
de comprender el mundo, planteo éste que contradice el igualitarismo
con el que virtualmente todos los políticos democráticos
se afirman comprometidos.
Cada gobierno procura cuadrar este círculo a su propia manera.
La elegida por el aliancista es jurar y rejurar que el Estado será
reformado y el déficit fiscal eliminado sin que haya despidos
de empleados públicos superfluos ni rebajas salariales ni
nada que podría resultar molesto. Nadie le cree todos
saben que las medidas que LM se ha propuesto serán dolorosas,
pero se trata de las reglas de la política en la Argentina
de nuestros días: según parece, las mentiras son legítimas
con tal que sean tan flagrantes que tomarlas en serio sería
ridículo, e ilegítimas si en alguna parte aún
hay alguien tan candoroso que podría dejarse engañar.
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