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OPINION

Juegos democráticos

Por James Neilson

Es de suponer que si la democracia argentina fuera directa “la gente” no vacilaría en votar en favor de una política económica que incluso Raúl Alfonsín y Eduardo Duhalde considerarían alocada y que sin duda alguna desembocaría muy pronto en la madre de todos los desbarajustes. De poder determinar los detalles “los políticos” que atiborran las legislaturas y las gobernaciones provinciales, el desenlace sería con toda seguridad parecido. He aquí la razón por la que ya es tradicional que, concluida la etapa de aprendizaje del gobierno de turno, el Ministerio de Economía sea confiado a un “duro” como Ricardo López Murphy que, a juzgar por los resultados electorales y las encuestas de opinión de los años últimos, cuenta con el apoyo de una proporción mínima de la población del país. En teoría, dicha deficiencia debería asegurar su fracaso, pero en las democracias modernas las cosas no son tan sencillas. A la gente no le gustan demasiado las medidas antipáticas, pero entiende muy bien que en ocasiones son imprescindibles y por lo tanto estará más que dispuesta a permitir que LM pruebe su recetario por cruel que éste fuera.
Como señaló hace una semana el historiador Eric Hobsbawn, un hombre de izquierda si los hay, en la actualidad son tantos los problemas que requieren conocimientos técnicos muy especiales que a menudo a los gobiernos democráticos no les cabe otra alternativa que la de soslayar los mecanismos representativos, y, si pueden, tratar de solucionarlos entre bastidores, lejos de los medios y del mundanal ruido de la política. Sin embargo, esta necesidad práctica evidente choca con violencia contra el ideal democrático de “la transparencia”. También es tan elitista como el vanguardismo marxista, por basarse en el presupuesto de que el ciudadano raso no está en condiciones de comprender el mundo, planteo éste que contradice el igualitarismo con el que virtualmente todos los políticos democráticos se afirman comprometidos.
Cada gobierno procura cuadrar este círculo a su propia manera. La elegida por el aliancista es jurar y rejurar que el Estado será reformado y el déficit fiscal eliminado sin que haya despidos de empleados públicos superfluos ni rebajas salariales ni nada que podría resultar molesto. Nadie le cree –todos saben que las medidas que LM se ha propuesto serán dolorosas–, pero se trata de las reglas de la política en la Argentina de nuestros días: según parece, las mentiras son legítimas con tal que sean tan flagrantes que tomarlas en serio sería ridículo, e ilegítimas si en alguna parte aún hay alguien tan candoroso que podría dejarse engañar.


 

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