Por Julián Gorodischer
Una polaroid es una foto rápida:
puede ser bella, captar un clima, pero no tendrá detalles de terminación.
Surge de pronto, como algunas buenas ideas, pero no se toma el tiempo
de pulirse. Cada bloque de Un mundo de sensaciones la
flamante continuidad de Por ese palpitar, que se emite los
miércoles a las 23 por América comenzó y terminó
con una polaroid: congeló una imagen para luego encuadrarla. La
elección no fue arbitraria. En su primer capítulo, titulado
Infidelidad, el ciclo tuvo ritmo y climas de instantánea:
una sucesión de escenas de romance, defraudación y vuelta
a empezar, bien armadas, pero, como esas fotos, desprolijas. Una cadena
de engaños entre amigas, y la vocación compulsiva de sus
maridos por ser infieles alcanzaron para recrear, apenas, algunos minutos
de tensión y gags graciosos.
Un mundo de sensaciones es producido y actuado por Carlos
Santamaría y Andrea Pietra en su parte central, con Antonio Birabent,
del equipo que le dio forma a Por ese palpitar, una de las
apuestas de riesgo mejor logradas del 2000. En su nueva temporada, sin
Emilia Mazer y con el agregado de Valentina Bassi y Gustavo Garzón,
el grupo prefirió no quedarse con la fórmula probada de
la ficción dentro de la ficción; pensaron una forma diferente
de contar las mismas historias. Para eso, enredaron una trama hasta dejar,
en su piel, el artificio. Casi como si quisieran ponerse en duda, desconfiar
de su propio método, cruzaron el drama y la comedia de situaciones.
Dos mujeres de mediana edad, íntimas amigas, son engañadas
por sus esposos, tentados por chicas más jóvenes. Una tercera
amiga se introduce en la cadena: es victimario (cuando traiciona) y víctima
(cuando descubre otro eslabón más joven). Lo que en Por
ese palpitar habría sido recorrido por el camino del melodrama,
o de la tragedia, o del relato serio, aquí se cuenta en clave cómica.
Las verdades aparecen como en un vodevil, con puertas que se abren y traen
una sorpresa, con forzadas intervenciones de los personajes para agrandar
el conflicto, mediante la casualidad (cuando un hombre se muda al departamento
de al lado de su ex) o la falta de intriga. El relato, en Infidelidad,
es exagerado: Marce, por caso, intenta convertir en infiel a la esposa
de su amante, a su vez su amiga. Para eso convoca al kiosquero. El acepta
la cita sin preguntar; ella no tiene reparos frente al fierita. El tono
ligero deja una certeza. Esta historia no termina de creerse del todo
a sí misma y, por eso, se hace cada vez más retorcida, con
menos voluntad de ser verosímil. Sólo le importan los climas
de tensión; no la red que los contenga. Se buscan picos de emoción,
aunque tengan poco asidero. Si aportan a la tormenta que se viene, siempre
sirven.
Sin duda, hay un factor de riesgo destacable en esta apuesta por narrar
de otro modo, singular, pero la cuerda no se tensa por completo y el gag
queda a mitad de camino. El híbrido no ayuda; le falta definirse
y optar por reglas claras que no sumerjan a los personajes en una marea
de relaciones decorativas. Las mujeres engañadas alternan el dolor
profundo con el armado de una fiestita junto al kiosquero
(Birabent) más joven que sus esposos, sin que medie transición
alguna. Todo ocurre y se congela en una instantánea. Las fallas
en el argumento no empañan, sin embargo, una continuidad de estilo
que se proyecta desde el año pasado.
Un mundo... recupera el repudio a las verdades a medias, que
había inaugurado Por ese palpitar. Tal vez, los infieles
no fueron el mejor comienzo. Pero ya se percibe lo que, se supone, será
el eje de la temporada: una exploración del sexo y el deseo que
no elude las manos que bajan a las braguetas, los besos apasionados, las
parejas que se cruzan y una atracción entre personas que nunca
es cautiva. Esta es una posición elegida para contar que está
evidentemente lejos del cuadro costumbrista del barrio como el de
usted o cualquier otro que a tantas tiras favorece, pero que también
satura.
|