Del
estado del
Estado de Israel
Por Juan Gelman
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Escribo estas líneas
desde el dolor y la tristeza. El viernes 2 de marzo mi mujer Mara La Madrid
y yo llegamos a Israel. Era la 1.30 de la madrugada y a las 10 tenía
lugar el entierro de mi hermana Teodora, muerta repentinamente en Jerusalén.
Conozco varias clases de muertes: la del padre y la madre, la del hijo,
pero todavía estoy recorriendo el doloroso territorio de la muerte
de una hermana. Seguramente distinto a todos los demás. Mara y
yo desembarcamos de un vuelo de la British Airways y fuimos detenidos
por la policía en el aeropuerto Ben Gurión. Los hechos son
como siguen.
Delante nuestro se sentó en el vuelo un señor de 28 o 30
años, alto, moreno, de pelo corto y modales autoritarios, que conversaba
amigablemente con una azafata en hebreo. Bien. Ocurre. Por razones de
seguridad, algún agente ¿del Mossad? viaja en todo vuelo
que llega a Tel Aviv en compañías extranjeras que no son
El-Al. Mara y yo conversábamos sobre las declaraciones del jefe
de Estado Mayor del ejército israelí un general de
cuyo nombre no quiero acordarme publicadas en el Herald Tribune:
afirmaba que la Autoridad Palestina era una entidad terrorista
y que el Estado de Israel estaba pensando en la posibilidad de reocupar
las pocas zonas palestinas a las que había otorgado autonomía.
Mara se preguntó: ¿Qué van a hacer, van a ocupar
El Líbano? En ese momento el señor de pelo corto se
dio vuelta furioso y nos ladró un enough (basta)
que cortó nuestra conversación, personal, de a dos y en
español.
Mister Enough no se limitó al ladrido. Cuando descendimos del autobús
que nos trasladó del avión a la terminal del aeropuerto,
me señaló con el dedo a un señor de uniforme que
se abalanzó sobre mí y, sin identificarse, pidió
nuestros pasaportes. Le dije que, a 30 metros del mostrador en que los
pasaportes se revisan, allí los iba a presentar porque no explicaba
la razón de su exigencia. Mara se puso en fila, pasaportes en mano,
y cuando la seguí el señor de uniforme quiso retenerme con
un abrazo de oso del que me desprendí debo confesarlo
rojo de ira. Soy un ciudadano argentino y no admito esa clase de comportamiento
de parte de ningún uniformado. Tal vez porque tengo una experiencia
traumática vuelvo a confesar con los señores
de uniforme.
Afuera nos esperaba mi sobrina, que había retrasado el entierro
de su madre hasta mi llegada. Explicamos la circunstancia, pero al señor
de uniforme poco le importaban fallecimientos y entierros ajenos. Sólo
después de una hora y media dejó entrar a mi sobrina, a
pesar de mis reclamos. El señor de uniforme, que se negó
a dar su nombre, nos tuvo hasta las 5 de la mañana redactando lentamente
un acta en que nos endilgaba los siguientes delitos: tumulto
a bordo del avión de British Airways, desacato a la autoridad,
ofensa a un funcionario público en el ejercicio de sus funciones.
Fue inútil que preguntara quién había hecho la denuncia
y en qué consistía. Tumulto, en el hebreo del
Estado de Israel, es una palabra muy pesada. Sirve, por ejemplo, para
calificar la actitud de un niño palestino que arroja piedras a
un tanque israelí. El único tumulto en que debo
haber incurrido fue la exigencia prostática de ir al baño
cuando el avión comenzaba su descenso. La presunta denuncia de
una azafata de British Airways a la que el acta se remitía fue
solicitada reiteradamente por el consulado argentino en Tel Aviv y nunca
apareció.
El hecho grave es que Mara y yo estuvimos detenidos más
de tres horas en el aeropuerto de Tel Aviv. El señor de uniforme
escribía sus acusaciones y yo sufría a mi hermana, su muerte,
el destino de morir en Jerusalén que le decretó la dictadura
militar. Salimos bajo caución: mi sobrina tuvo que firmar dos actas
una contra mí, otra contra Mara, que ciertamente no fue atacada
por urgencias diuréticas como yo por las que se obligaba
a pagar 2500 dólares por cada uno si el lunes siguiente noasistíamos
a una presunta audiencia de conciliación. En ese interín,
el señor de uniforme que nos detuvo me mostró amenazadoramente
un par de esposas hablando en hebreo. Usaba el inglés cuando le
convenía, el hebreo cuando no. Sus compañeros lo llamaban
Danny y, según el policía bueno que apareció
cuando las cosas se pusieron muy calientes, su nombre es Daniel Yehud.
A saber.
No me parece mal que viajen agentes ¿del Mossad? en los vuelos
que llegan a Israel, vista la situación. Lo que no entiendo es
que esos agentes de seguridad exclusivamente de seguridad, según
se dice se conviertan en una policía política que
nada tiene que envidiar a la de Hitler o Stalin. ¿En qué
estamos? ¿Israel es una democracia o qué? ¿Puede
ser democrático un Estado que somete a cerco a un millón
de palestinos por la fuerza de las armas? ¿Y cómo es posible
que ahora sean sitiadores de todo un pueblo los hijos, los nietos, los
biznietos de quienes, como mi madre y sus hermanos y su padre rabino,
padecieron el cerco zarista en los ghettos, y luego, como mis primos,
el encierro en los campos de concentración nazis? A los 8 años
de edad mi madre presenció cómo los cosacos incendiaban
la vivienda familiar y cómo mi abuela iba sacando a sus hijos de
las llamas, menos a una hermanita de 2 años que murió abrasada.
¿Y ahora esos descendientes de la persecución crean ghettos
para los palestinos, dinamitan sus casas, los sitian por hambre, abaten
sus olivos y arrasan sus cultivos cuando molestan proyectos edilicios,
usurpan sus tierras aplicando esa razón de las bestias que es la
fuerza? ¿Y qué tienen que ver con el judaísmo esas
políticas de Israel? Los judíos siempre fuimos perseguidos,
nunca perseguidores; discriminados, nunca discriminadores; marginalizados,
nunca marginadores; sitiados, nunca sitiadores. Nada tiene que ver a estas
alturas el Estado de Israel con la tradición judía, la más
democrática del mundo, creada desde abajo en la diáspora
y conservada a lo largo de los siglos.
Sé que estas opiniones serán calificadas de antisemitas
por quienes no quieren oír, ni ver, ni hablar, como los tres monos
de la India. La táctica de confundir las críticas al Estado
de Israel con el antisemitismo me recuerda la pretensión de la
más reciente dictadura militar argentina, que llamó campaña
antiargentina a toda denuncia de sus crímenes. Sólo
me explico la tristeza particular que las políticas genocidas del
Estado de Israel me causan porque soy verdaderamente judío. Porque
una vez, de niño y con fiebre altísima, mi padre se sentó
junto a mi cama para leerme en idish un cuento de Sholem Aleijem. Se llamaba
Das messerl (El cuchillito) y hablaba de los dolores del ghetto.
REP
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