Hace menos
de un año, el 7 de mayo de 2000, Domingo Cavallo atravesó
un momento pésimo de su carrera política, que algunos
hasta pudieron creer terminal: tras resignar cómodamente
la Jefatura de Gobierno porteño a manos de Aníbal
Ibarra perdió el control y el temple, haciendo un papelón.
Dos traspiés a falta de uno, que le hicieron retroceder varios
casilleros. Sacó un par de conclusiones de esa desdicha,
no por evidentes menos inteligentes. La primera es que debía
controlar, al menos en presencia de los medios, sus arrebatos temperamentales,
que en democracia fotografían mal. La segunda es que su patrimonio
político no le permitiría jamás llegar a presidente.
Tenía un techo electoral y muchos rechazos producto de a
su entender las zonas erróneas de su gestión
durante el gobierno de Carlos Menem. Amén de eso, el PJ o
la Alianza siempre lo doblegarían electoralmente. Tenía,
entonces, que transitar dos etapas intermedias: llegar a la gestión
ejecutiva de nuevo, para plasmar una política que le permitiera
ganar la confianza de muchos que le recelan cuando no lo aborrecen.
Y luego coaligarse con uno de los grandes partidos. Sólo
desde el gobierno desde cualquier gobierno podría
conseguir más potenciales votantes.
Desde un piso bajo y opresivo comenzó a transitar ese camino.
A esperar ser convocado en plan de salvador por el (sigamos llamándolo
así a falta de denominación más precisa) presidente
Fernando de la Rúa.
Fue un opositor manso, todo cooperación y buenas ondas. Fue
un trabajo de araña, de una sutileza que pocos le reconocen.
Olvidan que llegó al poder desde la nada, que pulseó
con Carlos Menem por añares, que estuvo en un gobierno peronista,
uno de los mejores talleres de aprendizaje de la política.
Capitalizó un patrimonio que tenía acumulado: su prestigio
como economista. Le adicionó la excelente relación
con el propio Presidente, con Carlos Ruckauf, con Carlos Chacho
Alvarez. Y tuvo una cooperación fenomenal de la coalición
gobernante cuya capacidad de debilitarse, dividirse y arruinar prestigios
de cuadros propios parece no tener límites.
Fue proponiendo a oídos propios y extraños una receta
heterodoxa que combina de maravillas sus necesidades
|