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OPINION

El que aprendió de la derrota

Por Mario Wainfeld

Hace menos de un año, el 7 de mayo de 2000, Domingo Cavallo atravesó un momento pésimo de su carrera política, que algunos hasta pudieron creer terminal: tras resignar cómodamente la Jefatura de Gobierno porteño a manos de Aníbal Ibarra perdió el control y el temple, haciendo un papelón. Dos traspiés a falta de uno, que le hicieron retroceder varios casilleros. Sacó un par de conclusiones de esa desdicha, no por evidentes menos inteligentes. La primera es que debía controlar, al menos en presencia de los medios, sus arrebatos temperamentales, que en democracia fotografían mal. La segunda es que su patrimonio político no le permitiría jamás llegar a presidente. Tenía un techo electoral y muchos rechazos producto de –a su entender– las zonas erróneas de su gestión durante el gobierno de Carlos Menem. Amén de eso, el PJ o la Alianza siempre lo doblegarían electoralmente. Tenía, entonces, que transitar dos etapas intermedias: llegar a la gestión ejecutiva de nuevo, para plasmar una política que le permitiera ganar la confianza de muchos que le recelan cuando no lo aborrecen. Y luego coaligarse con uno de los grandes partidos. Sólo desde el gobierno –desde cualquier gobierno– podría conseguir más potenciales votantes.
Desde un piso bajo y opresivo comenzó a transitar ese camino. A esperar ser convocado en plan de salvador por el (sigamos llamándolo así a falta de denominación más precisa) presidente Fernando de la Rúa.
Fue un opositor manso, todo cooperación y buenas ondas. Fue un trabajo de araña, de una sutileza que pocos le reconocen. Olvidan que llegó al poder desde la nada, que pulseó con Carlos Menem por añares, que estuvo en un gobierno peronista, uno de los mejores talleres de aprendizaje de la política.
Capitalizó un patrimonio que tenía acumulado: su prestigio como economista. Le adicionó la excelente relación con el propio Presidente, con Carlos Ruckauf, con Carlos “Chacho” Alvarez. Y tuvo una cooperación fenomenal de la coalición gobernante cuya capacidad de debilitarse, dividirse y arruinar prestigios de cuadros propios parece no tener límites.
Fue proponiendo a oídos propios y extraños una receta heterodoxa que combina de maravillas sus necesidades


 

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