El sábado
fue San Patricio, y en el centro hubo una bacanal. Los pubs desbordaron
y su barrio la calle Reconquista con centro en
la esquina de Paraguay acabó peatonal por la invasión
de gente con vasos en la mano, sombreritos de fiesta y la cara pintada
de verde. Es curioso: un santo perfectamente desconocido en Argentina
es protagonista de una fiesta pagana en una calurosa noche sudamericana.
Patricio es el santo patrono de Irlanda, un inglés que hace
16 siglos llegó a la isla violenta y pagana y la cristianizó.
Para explicarles a los barbudos piratas y pastores de la época
cómo podía ser que su dios fuera uno y fuera tres,
usó el trébol, que es uno y es tres. Desde entonces,
el yuyito modesto es el símbolo de los irlandeses y de la
Trinidad.
El santo, cuya imagen nos llega como la de un obispo de sombrero
alto y cara de pocos amigos, fascinó a su grey. Las leyendas
de Patricio son infinitas y hablan de su sabiduría, sus milagros
y su capacidad de agarrarse a las piñas. Un ejemplo: en Irlanda
no hay víboras porque el santo, con su cayado, golpeó
el piso y les ordenó irse. Las estampitas y los vitrales
muestran a Patricio expulsando a las serpientes y los chistosos
de pub agregan que, probablemente, se fueron a Inglaterra.
Con la emigración, el culto al santo llegó a medio
mundo. El primer St. Patricks Day que vi en Nueva York resultó
increíble: desfiles, fiestas, los pubs llenos desde la mañana,
media ciudad con botones en la solapa que decían Bésame,
soy irlandés. En la esquina de la 41 y la octava, a
las doce en punto del 17 de marzo de 1980, dos chicas comenzaron
una pelea a puñetazos. Terminó a la 1.30, cuando una
se durmió finalmente por los golpes y la cerveza. Los amigos
coronaron campeona a la otra. Ambas boxeadoras eran pelirrojas,
rústicas e irlandesas.
La impresión fue aumentada por la costumbre de cómo
festejábamos los irlandeses ese día en Argentina:
misas interminables, peregrinaciones a Luján, tés
prolijitos en casas de las tías viejas (Biddy, Marianne,
Mary), discursos vagamente patrióticos de los abuelos, cuando
finalmente corría algún whiskey. Era una cosa privada,
ñoña y comunitaria a la que nadie le daba la menor
bola. Con toda razón.
Después llegaron los pubs, la Guinness con su marketing,
la Beamish con sus ganas de pelearle el sorpresivo mercado local.
San Patricio se está reciclando entre nosotros como una fiesta
de salir, una noche de joda sin asociaciones inmigratorias ni religiosas.
Nada mal.
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