En una misma
semana, Wall Street lideró una caída en picada de
las Bolsas mundiales, las empresas norteamericanas reportaron un
aumento de inventarios, Japón registró deflación,
Europa entró en pánico anticárnico ante la
coincidencia de la enfermedad de la vaca loca con una epidemia de
aftosa, y, entre nosotros, el doctor Fernando de la Rúa eligió
al ultraliberal Ricardo López Murphy para dirigir la economía,
lo que se parece a la opción de pegarse un tiro para evitar
la muerte. Asimismo hubo nuevos signos de que la OPEP está
resuelta a bajar su producción, aumentando los precios del
petróleo y por lo tanto también las tendencias recesivas
del mundo industrializado.
Por una vez, la posibilidad de que esta semana Alan Greenspan, titular
de la Reserva Federal norteamericana y por lo tanto una especie
de Banquero Central del mundo, dé un drástico
corte a la tasa de interés estadounidense no está
generando el alivio financiero de otras épocas, ni el ruido
masivo de descorche de botellas de champagne que solía acompañar
sus anteriores, cautelosas reducciones de un cuarto de punto, como
un escrupuloso y frío relojero que calibrara hasta su última
minucia la marcha de la economía. Mucho menos entusiasmo
está causando el plan del presidente norteamericano George
W. Bush de reactivar EE.UU. con una masiva reducción de impuestos
para los sectores más ricos, una medida muy cuestionada pero
que, incluso si resulta ser beneficiosa, debe atravesar una espinosa
jungla legislativa antes de convertirse en ley, y necesitará
más de un año para probar la bondad de sus efectos.
La recesión tal vez fuera inevitable, pero la forma caótica
en que se llega a ella sugiere una crisis de liderazgo. Washington
está en manos de una clique de nostálgicos que quieren
repetir el abracadabra de Ronald Reagan en los años 80
sin notar que los tiempos han cambiado, y que la herencia de prosperidad
a corto plazo de la economía ofertista de Reagan generó
también una deuda nacional monumental; Japón, por
su lado, tiene a su frente una corrupta oligarquía política
tan incapaz como hostil a la consumación de las reformas
necesarias; Europa está encerrada en sus problemas internos,
y el FMI es un anacronismo. En estas condiciones de incertidumbre,
el refugio en las verdades fundamentales del mercado es una tentación
explicable, pero equivale a una renuncia a la política económica
y al ciego acatamiento a una mezcla de la ley de gravedad con la
de (López) Murphy: todo lo que puede caer, caerá.
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