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Una calle convertida en exposición al aire libre

Un pintor empezó haciendo un mural en el frente de su casa de Barracas. Otros vecinos lo siguieron: ahora el Pasaje Lanin, con 35 fachadas pintadas, es un espacio de arte declarado de Interés Cultural y será inaugurado en abril.

Por Alejandra Dandan

“Cueva de ratas”, solían decir en Barracas cuando hablaban del Pasaje Lanin. Hace dos años, un vecino empezó a cambiarlo. Marino Santa María es un artista plástico, ex director del Bellas Artes, pero antes fue habitante de esas calles. Ahí mismo ideó para sus pinturas un nuevo marco: el frente de su casa. Ahora son 35 los frentes del Pasaje que sirven de soporte a reproducciones impactantes. Son todas casas de vecinos que de a poco han dejado de considerarlo un loco. Mientras aún quedan algunos para convencer, el barrio se prepara para inaugurar esa calle como espacio de arte urbano. En estos meses lograron una ley del Gobierno porteño que declara al Pasaje de Interés Cultural. También hubo auspicios y la aprobación de la Secretaría de Cultura, que ahora lo estudia como experiencia piloto capaz de replicarse en otros puntos todavía oscuros de la gran urbe.
La calle tiene fecha de apertura: el 4 de abril estará oficialmente inaugurada. Pero para eso todavía falta por lo menos terminar unas seis o siete fachadas. “Va a ser como en los shoppings: terminaremos con la pintura aún fresca”, dice Marino mientras se pierde ahora en el sendero de colores abierto desde Brandsen a Suárez en pleno corazón de Barracas. Mientras avanza, el pintor va hablando de los colores de su arte moderno que de a poco fue tiñendo chapas y corredores pasados de años: “Quería ocupar el espacio público como reacción al encierro, porque todo lo otro es más de elite, más privado: acá tenía la posibilidad de expandirme y abarcar un espacio urbano”.
Y lo hizo. Aunque todo haya empezado como un juego. En esa misma calle, en el número 33, vivieron los padres de Marino. Ahí mismo, donde ahora tiene su taller, pensó hace dos años en sacar sus pinturas de las telas. Para convencer a los vecinos, hizo rabioso el frente de su casa: funcionó. “Ahora estamos enloquecidos”, salta de pronto Juan José, dueño de la casa de enfrente. “Había dos o tres que no lo querían –cuenta–, pero se dieron cuenta de que eran como la mosca verde en un plato de leche: al final, ahora todos quieren esto.”
Excepto su hija. Marina vive a unos metros de Juan, en el número 18 de Lanin. Su casa con frente de piedras es una de los pocas que no han sido transformadas. Ella está ahora en la calle, rodeada sin querer de cientos de siluetas multicolor que aparecen en perspectiva a lo largo de toda la cuadra. “La casa no da”, dice casi protegiéndose. “Me gusta mi casa así como está, no combina con el resto. Los colores los tendría que elegir uno.” En eso está totalmente de acuerdo Dora Forte. A pesar de haberle dicho a Marino que su marido quería los colores de Boca, los artistas no se lo aceptaron. “Cuando vi el verde y el naranja –se espanta como si recién ocurriese–, me quería morir; menos mal que le dejaron algo de amarillo por ahí.”
Exactamente así es el número 16 de Lanin. Verde, naranja, amarillo y todos los tonos psicodélicos que se le han ocurrido al diseñador, menos el azul. Aunque Marino consulta a los dueños de cada frente sobre el diseño, muchos suelen tener la idea acabada de los modernos trucos del pintor cuando la obra está terminada. Acaso por eso el dueño de ese frente que ahora atraviesa Marino ha decidido transformarlo solo. En esos casos, el disgusto se origina del otro lado: “¿Vos te creés que a mí me gusta ese rosado –dice ahora Santa María– o ese rojo mal combinado? Para nada”. Pero, de todos modos, sostiene que también eso es un aporte para el proyecto final de la cuadra.
Aunque no todas las iniciativas partieron de él. Después de observar, a varias cuadras de ahí, a un nuevo vecino pintar los techos más altos de su casa, Santa María pensó en colorear los contrafrentes que están a la altura de un tren que pasa cercano. La línea que conecta Constitución con el Gran Buenos Aires pasa sobre un puente levantado en uno de los laterales. Desde ese tren bajaron las primeras visitas que tuvo el barrio, asombradas por los cambios que veían desde las ventanillas. También cambió el paredón del ferrocarril: ahora es un museo al aire libre, donde se exhiben pinturas.
Para Juan José, las reformas no sólo incluyeron el Pasaje sino el interior de su casa. Un día, sentado en el patio, miró a su mujer seriamente y le dijo: “Nélida, hay que ponerse de acuerdo con lo que está afuera”. Ahora, sobre la cama matrimonial unas cien estrellas pintadas rodean la imagen doradísima de un Jesucristo crucificado: “Y no están bien prolijas –se excusa ahora Nélida– porque las estrellas uno no las ve que terminan en punta”.
Esa casa, así como otras a lo largo de las tres cuadras quedarán abiertas a partir de abril. En algunas habrá negocios y otras, como las de Juan José, serán sólo parte de la gran obra urbana. “Mi marido está chocho –cuenta Dora en el otro extremo de la calle–. Esta locura le vino al pelo porque se valorizó un montón todo esto, era una calle muerta, no pasaba ni el loro; y ahora resulta que no tenemos lugar ni para estacionar los autos.”

 

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