Por Guillermo
ODonnell *
No bien terminé este artículo llegó la noticia
de la designación de Domingo Cavallo
como ministro de Economía. Este episodio devuelve al gobierno a
uno de los principales promotores primero como presidente del Banco
Central durante la dictadura militar y luego como ministro de Economía
de Menem de los procesos que describo abajo. Sería algo más
que inocente pensar que esta designación alterará las características
y consecuencias de la crisis que analizo en este texto.
1. Introducción
El capital financiero que se ha impuesto en nuestro país tiene
gerentes, ideólogos y propagandistas muy bien remunerados. Pero
no tiene ni puede tener aliados sociales. La crisis dentro de la crisis
que vive nuestro país debería servir, al menos, para dejar
esto en claro. Entenderlo es importante, no sólo en sí mismo
sino también porque marca los posibles aunque arduos caminos que
permitirían resolver esta crisis. Este es el tema del presente
texto. Contiene dos argumentos principales. Uno es que el tipo de capital
financiero que se ha impuesto en la Argentina no puede tener aliados sociales
y que, obedeciendo su propia lógica, no puede querer otra cosa
que seguir devorando a la sociedad y el Estado argentinos. El segundo
argumento es que la orientación política de este capital
va desplegando, cada vez más claramente, su contenido intrínsecamente
autoritario.
Desgraciadamente, como aquí planteo opiniones que difieren de las
que promueven, con un ensordecedor aparato propagandístico, los
(mal) llamados mercados, tendré que dar algunos rodeos y explicar
algunos conceptos. Espero que la paciencia de lectores y lectoras me acompañe.
Con las simplificaciones que impone el espacio disponible, en la primera
sección presento el camino de desarrollo bastante exitoso que han
seguido algunos países, en la segunda describo el destructivo rumbo
seguido por nuestro país y en la tercera advierto sobre las consecuencias
no sólo social y económicamente regresivas sino también
autoritarias del camino que está siguiendo nuestro país.
En la última sección esbozo algunas posibilidades alternativas.
2. Caminos exitosos
La democracia contemporánea coexiste íntimamente con el
capitalismo. El capitalismo se mueve y reproduce sobre todo por medio
de las ganancias que los empresarios realizan y reinvierten. Esas reinversiones
legitiman la dominación social de los capitalistas: ellos pueden
argumentar que su interés sectorial en lograr esas ganancias es
en interés general de la sociedad, es decir, mediante sus inversiones
los capitalistas generan empleo y crecimiento económico, y con
los impuestos que entonces capitalistas, trabajadores y otros pagan, el
Estado puede proveer diversos bienes, incluso para los trabajadores y
los sectores más desprotegidos.
Esta es, básicamente, la ecuación keynesiana que promovió
el progreso del capitalismo mundial a partir de la Segunda Guerra Mundial.
Más tarde, desde hace aproximadamente un par de décadas,
se aceleró la globalización. Ella incluye el importante
peso de un capital financiero que puede entrar o salir velozmente de los
países. Esto creó, aun en los países más poderosos,
importantes restricciones en sus políticas macroeconómicas
(que deben tener en cuenta la volatilidad del capital financiero), los
llevaron a inducir que sus empresas exportaran cada vez más y,
si no, a reducir el tamaño del Estado (cosa que muy pocos hicieron),
a reinventarlo como una entidad menos ancha en sus atribuciones
pero más activa y eficaz en sus intervenciones.
Estos países están navegando con bastante éxito las
tormentas de la globalización. Se trata de Estados Unidos, Canadá,
de Europa occidental, Australia y Nueva Zelanda, así como Japón,
Corea, Taiwan, entre otros. Ellos han afrontado y seguramente volverán
a afrontar situaciones difíciles, incluyendo problemas de bastante
extenso desempleo. Pero estos problemas, que buena parte de esos países
además ya ha superado, fueron paliados por seguros de desempleo
y otras políticas de protección social que sólo pueden
ser emprendidas por un Estado que sigue siendo reconocido como palanca
fundamental del desarrollo y la equidad social.
En estos países, el capital financiero ha seguido jugando el papel
que le corresponde en una economía orientada al crecimiento. Esto
es, aceitar las relaciones entre otras ramas del capital al facilitar,
sobre todo mediante créditos y el funcionamiento de bolsas de valores,
la capacidad de operación e inversión de aquéllas.
A pesar de que, en estos países, parte del capital financiero se
ha desplazado hacia operaciones especulativas, buena parte del mismo y
esto me importa recalcarlo por contraste con nuestro país
continúa casada con el desarrollo de las estructuras productivas
industriales, agrarias y comerciales que ayuda a financiar
y de la cual deriva, consiguientemente, buena parte de sus propias ganancias.
Por lo tanto, es en directo interés de ese tipo de capital financiero
que la estructura productiva de los respectivos países se expanda
y prospere. Es por esto que, a pesar de las incertidumbres que provoca
la globalización, estos países han logrado algunas cosas
fundamentales. Me refiero, entre otras, a conservar estructuras productivas
dinámicas aunque parcialmente transformadas; internalizar y difundir
socialmente (educación y trabajo mediante) innovaciones científicas
y tecnológicas, y reconstituir un Estado que, al expresar y reforzar
esas tendencias, ha seguido siendo un agente básicamente verosímil
del bien público. Una consecuencia de esto es que, aunque lejos
de ser perfectas, las democracias de estos países gozan de buena
salud. Desgraciadamente, casi nada de esto ha ocurrido en nuestro país.
3. Un camino de derrota
He discutido en otros textos, que aquí no puedo reproducir, las
causas que explican el derrotero que nos ha llevado hasta la crisis actual.
Este derrotero, anunciado en el Rodrigazo, comenzó orgánicamente
en la malhadada gestión económicamente inepta y socialmente
vengativa de Martínez de Hoz. Este fue un verdadero pionero
en su sesgo antiindustrial, anti-trabajador y pro-financiero (recordemos
la tablita y la desenfrenada especulación a que dio
lugar), para no hablar de la brutal represión en la que apoyó
sus políticas. Ahí comenzó la espiral de las dos
maldiciones que hoy nos agobian, la deuda externa y la desintegración
de la estructura productiva. Esta espiral ha continuado, con el parcial
interludio del gobierno de Alfonsín y el fracasado Plan Austral,
hasta nuestros días. En el camino, como sabemos a través
de los trágicos datos de pobreza, desempleo, desindustrialización,
desaparición de economías regionales y otros, esa espiral
ha logrado ponernos en cuestión como nación que aspira a
ser un techo acogedor para todos sus habitantes.
En capitalismos como los mencionados en la primera sección, el
capital financiero sigue apoyando la reproducción del capital productivo;
aunque ha ganado peso en relación a otros tipos de capital, aquél
sigue siendo un componente importante, pero no dominante, de la forma
en que esos capitalismos se reproducen dinámicamente. La tragedia
de nuestro país es que esto no es así. Entre nosotros, el
capital financiero tiene dos características tan perversas como
íntimamente relacionadas. Una, ya casi no tiene conexiones con
el capital productivo operante entre nosotros; además, buena parte
de esas tenues conexiones funciona para lograr ganancias que, en lugar
de ser reinvertidas donde fueron generadas, realimentan los circuitos
del capital financiero. La otra característica es que casi todas
las ganancias de este capital surgen de operaciones centradas en la especulación,
política y económica, desde nuestro país y desde
el exterior, con los títulos de la deuda pública y con las
menguantes perspectivas de nuestro país de ir pagándola
el riesgo país es el termómetro de esas
especulaciones.
Este capital, ya sea que hable castellano o inglés (o lo que fuere),
tiene un interés absolutamente prioritario: que la Argentina (en
realidad, los argentinos a los que se les puede aplicar el necesario torniquete)
pague los intereses de la deuda pública (aunque nunca pueda pagar
el capital, pero esto no es problema para aquél, ya que asegura
en su beneficio sucesivas renovaciones, con sus consi-guientes intereses,
de una deuda que por eso mismo continúa creciendo). Por su lado,
el Fondo Monetario Internacional hace, simplemente, lo que su misión
le manda: vigilar y llegado el caso presionar duramente para asegurar
esa capacidad de pago. El Fondo y este capital financiero coinciden en
este interés prioritario: que de alguna manera se pague el servicio
de la deuda. Para que esto ocurra el Estado tiene que tener sus cuentas
más o menos equilibradas de manera que, aunque no logre superávit,
el capital financiero tenga suficiente confianza en la capacidad
de pago del Estado como para ir renovando (y por lo tanto aumentando)
la deuda y, gracias a ello, continuar recibiendo acrecidos intereses.
Así este capital realiza sus ganancias, que reaparecen como una
deuda externa que aumenta, por esto mismo, continua y velozmente. Además,
el Estado, sobre todo desde que renunció inexcusablemente a la
propiedad de actividades (como gas y petróleo) que podían
proveerle directamente divisas, afronta el problema adicional de lograr
que ese mismo capital financiero acepte cambiar (más o menos uno
a uno) los pesos que el Estado ha recaudado por las divisas que necesita
para pagarle a aquél. Hay otra buena razón, sutil pero nada
insignificante, para la insaciable voracidad de este capital: su interés
racional es balancear, por un lado, la capacidad del país de seguir
pagando y, por el otro, maximizar los intereses que cobra. Esta es otra
razón por la que este capital exhibe, en el mejor de los casos,
una temblequeante confianza que justifica un riesgo
país, y sus consiguientes intereses, constantemente altos
cabe entender, frente a este difícil y siempre móvil
acto de balanceo, las generosas remuneraciones de los expertos gerentes
de este capital, así como compadecer a los funcionarios que, con
buena intención pero escaso horizonte, tienen que bailar al compás
de estos cálculos. Finalmente, este capital financiero con
escasos vínculos con lo que queda de nuestra estructura productiva
poco se interesa por la suerte de ésta, ya que escasa parte de
sus actividades y ganancias provienen de financiarla más
bien, tiende a esquilmarla con créditos que bordean la usura.
Claro que el costo de seguir cumpliendo estos ciclos es exprimir cada
vez más a un país que por supuesto, dadas estas circunstancias
no logra salir de la recesión y sus trágicas consecuencias
sociales. Pero, aunque tal vez algunos lo lamenten personalmente, no es
esto lo que importa a los gerentes y voceros del capital financiero. La
lógica de hierro de este capital exige confianza, y
esta confianza consiste en mostrar la capacidad del país de seguir
endeudándose, pago de jugosos intereses mediante, con ese mismo
capital. Estos ciclos dominan, lo hemos visto repetida y claramente, la
política económica y fiscal de nuestro país un
grado y tipo de dependencia que no soñaron siquiera los más
pesimistas textos sobre la dependencia escritos hace algunas décadas.
El hecho es que entre nosotros el capital financiero ha logrado ser, encontraste
con los países que han seguido caminos menos destructivos, la rama
netamente dominante del capital. Parte de este resultado internacionalmente
insólito, al menos entre países que aún aspiran a
ser naciones, se debe imputar a la globalización. Pero ya vimos
que esta es sólo parte de la explicación. Parte aún
mayor hay que buscarla en el resultado de una sistemática corrupción
(en la cual también fue pionero el período de Martínez
de Hoz y sus violentos pero muy tentables socios militares), en coimas
inmensas, en brillantes maniobras contra el fisco y, por cierto, en privatizaciones
tramposas. Como el caso Moneta deja entrever, una inmensa masa de este
dinero sale del país para en parte regresar colmo
de los colmos como deuda externa, por medio de préstamos
que han ayudado grandemente no sólo a la especulación sobre
la deuda pública sino también a que el capital financiero
compre a precio de liquidación, y subordine a su propio patrón
de acumulación, parte considerable de lo que nos ha ido quedando
de estructura productiva.
Impulsado por esta lógica, el capital financiero gobierna cada
vez más completa y directamente. Si los mercados pierden
confianza, mediante su fuga amenazan con la cesación
internacional de pagos del país, al que ya no le comprarían
los pesos que hacen falta para seguir pagando en divisas los intereses
de la deuda. Esta es, lisa y llanamente, una extorsión. Lleva rigurosamente
a más y más ajustes para que el Estado, cuya
capacidad tributaria cae al compás de las recesiones que profundizan
esos mismos ajustes, extraiga otra libra de carne de la población.
La extorsión es poderosa porque es creíble. En contraste
con buena parte del capital productivo, incluso del tipo de capital financiero
que tiene fuertes vínculos con aquél, el que opera entre
nosotros puede salirse casi por completo de nuestro país, sin tener
que lamentar haber dejado mucho más que unas buenas computadoras
y algunas lindas quintas en Pilar.
Quiero insistir sobre un punto crucial. Dada la posición estructural
que este tipo de capital financiero ha logrado en nuestro país
(tenues vinculaciones con la estructura productiva y, paralelamente, concentración
de sus actividades en especulación centrada en la deuda pública),
el mismo actúa con rigurosa racionalidad, acompañada por
la verdadera misión de varias agencias internacionales (especial
pero no exclusivamente el Fondo): asegurarse, por medio de todos los ajustes
que sean necesarios, la capacidad del país de seguir pagando los
intereses de la deuda y, de paso, aumentándola. Además,
un tipo de capital que se ha hecho tan dominante incluso sobre otras
fracciones del capital que operan localmente y con tanta capacidad
de extorsión, quiere maximizar sin límites sus ganancias.
Así, deja claro que no está dispuesto a aceptar que los
ajustes incluyan que pague algunos impuestos sobre sus propias
actividades y ganancias véase por ejemplo la espectacular
omisión de este rubro en las medidas anunciadas por López
Murphy.
La autoeximición de obligaciones que mostrarían un mínimo
de solidaridad con el país del que extrae sus ganancias es característica
de la soberbia de un capital que se siente sin enemigos a la vista, ya
sea otros sectores capitalistas que cuanto más aciertan a quejarse
por ser ellos también esquilmados, como una sociedad abrumada por
el desempleo y el empobrecimiento constantes. Esa soberbia aparece en
el discurso de los voceros de este capital. Ellos repiquetean advirtiéndonos
que cada vuelta de tuerca es absolutamente lo único que se puede
hacer y que, por lo tanto, toda crítica es muestra de ideología
e irracionalidad. Lo que dicen esos voceros, por supuesto,
no es nada de eso; es conocimiento técnico, apoyado
por credos económicos que desde el Norte exportan para crédulos
subdesarrollados pero que allí no creen ni practican.
4. La soledad de los ganadores
Comenté que en toda sociedad capitalista los sectores o clases
dominantes proclaman que su interés sectorial es también
un interés general. Vimos también que ese discurso gana,
en algunas circunstancias, bastante credibilidad. El capital financiero
en nuestro país también nos dice esto, con el tono tecnocrático
de doctores economistas, el modo melifluo de educados periodistas y, recientemente,
en la manera entre marcial y oracular de López Murphy y la mesiánica
de Cavallo. Esto es, el nuevo ajuste y los que por este camino
seguirán, no sólo es lo único que se puede hacer.
Es también algo que, en definitiva, beneficiará a todos.
Claro que muchos no concordamos, pero esto se debe a que, a diferencia
de aquellos economistas, periodistas y gobernantes, carecemos
de los conocimientos y la información necesarios.
El problema para este capital y sus voceros es que su discurso no puede
ser verosímil. Es demasiado evidente, a pesar de los esfuerzos
publicitarios que se hacen y se redoblarán en el futuro, que el
interés particular de este capital financiero no puede ser de manera
alguna el interés general de nuestra sociedad. Este capital, en
contraste con otros más ensamblados en las respectivas estructuras
productivas, no puede legitimar la dominación que ejerce y que
ha venido extendiendo, en un crescendo casi ininterrumpido desde el Proceso,
hasta la cúpula del Estado. La voraz especulación que lo
constituye en este tipo de capital tiene, a medida que se va desnudando
cada vez más, la grave consecuencia de despojarlo de aliados sociales.
Por supuesto, para disimular esa desnudez este capital puede usar su inmensa
capacidad de corrupción y de cooptación. Pero estas no son
alianzas que permitan proyectar estrategias políticas; son contratos
de compraventa de poca duración y escasa densidad política.
Hace poco tiempo, en una entrevista que en Página/12 me hizo Horacio
Verbitsky (25/10/00, págs. 12/13), hablé del riesgo de muerte
lenta de nuestra democracia. Esto es, no se trataría de un abrupto
golpe militar sino de la progresiva corrosión de libertades básicas,
la creciente lejanía de la política en relación con
el conjunto del país y la reducción de la política
al estrecho escenario de las intrigas de palacio. En este sentido, el
desnudamiento de la lógica implacable resultante de la posición
que ha logrado el capital financiero, espectacularmente acelerado por
el reciente ajuste, me parece, por un lado, motivo de honda
preocupación y, por el otro, indicación de rumbos mejores
que tal vez aún podamos emprender.
Me explico. La forma de operación del capital financiero en nuestro
país y su consiguiente soledad social aparece en la política
mediante un discurso cada vez más autoritario. Este discurso insiste
que la píldora amarga del eterno ajuste hay que imponerla a una
población que no sabe lo que en realidad le conviene; no les habla
a ciudadanos sino a sujetos, cuyo descontento interpreta, claro está,
como confirmación de su irracionalidad e ignorancia. De aquí
hay sólo un paso para reprimir con buena conciencia las manifestaciones
de ese descontento si los gobernantes van a hacer bien sus cuentas,
en sus cálculos presupuestarios deberían incluir nuevos
gastos para gases lacrimógenos, balas (esperemos, sólo)
de goma, espionaje de liderazgos sociales, y sueldos extra de policías
y, por qué no, de militares, entre otras bellezas. Este discurso
comete la misma degradación del otro cuando se refiere a los
políticos, aunque claro que no se refiere a todos (hay algunos
que entienden los mercados) sino a los que de alguna manera
expresan, aunque a veces con notable recato, aquellos descontentos. La
política pública, incluso aquella que afecta profundamente
a una inmensa mayoría, es sustraída de la discusión
pública sólo algunos, los que saben y tienen los contactos
adecuados, pueden decidir. Salvo los que recitan el credodel capital
financiero, todos los demás estorbamos espero que el presente
artículo también.
Esta es, por supuesto, la esencia misma del discurso autoritario. Para
decirlo suavemente, condice poco con el régimen democrático
y con las libertades que aún tenemos. ¿Cómo conseguir
votos en el Congreso y, sobre todo, en la población augurios
cada vez más negros de las elecciones de octubre para convalidar
este ajuste interminable? Claro, por el momento se puede abusar
del recurso profundamente antidemocrático de los decretos de necesidad
y urgencia y las leyes de emergencia. Pero la precariedad
legal de estos recursos pone nerviosos a los mercados. La
ruta del ajuste, sobre todo a partir de que desnuda su vinculación
con este capital financiero, es la de la devaluación, si no de
la moneda, de la ciudadanía y, con ella, la tendencia a una creciente
represión que ecos de épocas no tan lejanas
se autojustificará en la incurable irracionalidad de
la gente, de sus liderazgos sociales y de los políticos.
5. Posibilidades
Lo que acabo de describir no tiene que ver con las características
morales (por lo demás, al parecer, no excelsas) de los gerentes
y corifeos de este capital financiero. Se trata de un dato estructural,
el de la posición que éste ha logrado y, a partir de ella,
de la lógica ineluctablemente depredadora con que realiza sus ganancias.
Dado esto, aquellos serían muy malos gerentes si no siguieran esquilmando
al país.
Escribo estas líneas no sólo porque vale la pena conocer
estos mecanismos. También lo hago porque ellos marcan algunas demandas
y, tal vez, algunas posibilidades, a la política. Frente a esta
perversa estructuración de la dominación del capital financiero,
los liderazgos políticos que se pretenden democráticos y
progresistas no tienen derecho a actuar como si lo que ha estado ocurriendo
no fueran más que percances en un camino que en sí mismo
no es objetable. Las intrigas de palacio y las luchas por lograr o mantener
tal o cual cargo en el gobierno no desvían en un milímetro
la destructiva trayectoria pautada por este capital financiero. Además,
esas maniobras sólo ratifican el desprecio de ese capital por los
políticos y ensanchan el camino para variadas vocaciones
autoritarias.
Hay momentos en la historia en que los liderazgos sociales y políticos
deben convalidar su posición, o cederla a otros/as, mediante un
lúcido y valiente esfuerzo por revertir malignas tendencias. Al
final de la Primera Guerra Mundial, contemplando la desgraciada situación
de Alemania y entreviendo su terrible futuro, Max Weber aseguraba, sin
perder ni exagerar la esperanza, que la política es un arduo
limar de duras maderas. Esto no es menos cierto para la Argentina
de hoy. El futuro de un país cada vez más esquilmado y gobiernos
cada vez más autoritarios sólo puede ser evitado mediante
una gran tarea política: promover una alianza productiva fundada
en valores de equidad social y de vigorización democrática
que a su vez sustenten la decisión de reconstituir una nación
contra la mera aglomeración de individuos, además cada vez
más desigual, a que nos conduce el proceso que he descripto. Para
esa tarea se debería convocar a los segmentos capitalistas que
aún tienen alguna capacidad y vocación productiva y a liderazgos
sindicales actuales o emergentes, y amalgamarlos con impulsos provenientes
de la sociedad en forma de organizaciones de usuarios, de jubilados, estudiantiles,
barriales, de derechos humanos, de fomento de la transparencia gubernamental
y empresaria y, por suerte, un largo etcétera. No se trata, por
cierto, de promover una alianza de santos (no parecen quedar muchos en
varios de los actores sociales recién aludidos), sino de promover
objetivamentecoincidencias entre quienes tienen tanto aspiración
como intereses consistentes con que esta nación y su Estado sean
un techo acogedor para todos.
Las maderas que habrá que pulir son particularmente duras. El capital
financiero y su extenso aparato propagandístico se defenderán
con uñas y dientes. Amenazarán y producirán algunos
golpes de mercado, que habrá que vadear con pulso firme y una ciudadanía
solidarizada; sus gurúes anunciarán interminables desgracias,
y los siempre listos represores apuntarán contra las movilizaciones
que quienes hagan aquella política aceptarán y promoverán.
Para peor, el fruto de estas luchas no será inmediato. Se trata
de un largo y duro camino, como corresponde a revertir una situación
que lleva más de dos décadas estructurándose en un
poder que, aunque socialmente sea políticamente solitario, cuenta
con enormes recursos.
Los detalles de este camino no pueden ser prescriptos a priori. Pero la
voraz dominación del capital financiero nos ha hecho, al menos,
el favor de hacer clara la dirección general de ese camino. En
diversos espacios de la sociedad argentina hay personas y liderazgos que
acompañarían este intento. Pero ellos no pueden hacerlo
solos. Hacen falta también liderazgos políticos que los
convoquen y articulen, aceptando sufrir, lejos del palacio y sus roscas,
los fríos vientos de duras luchas contra grandes poderes. Si estos
liderazgos existen, o si van a emerger antes de que sea demasiado tarde,
es la gran cuestión que plantea el momento actual.
* Profesor de Ciencia Política en la Universidad de Notre Dame,
Estados Unidos.
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