Por Julio
Cortázar
El primero fue escrito hace siglos por Erasmo de Rotterdam. No recuerdo
bien de qué trataba, pero su título me conmovió siempre,
y hoy sé por qué: la locura merece ser elogiada cuando la
razón, esa razón que tanto enorgullece al Occidente, se
rompe los dientes contra una realidad que no se deja ni se dejará
atrapar jamás por las frías armas de la lógica, la
ciencia pura y la tecnología.
De Jean Cocteau es esta profunda intuición que muchos prefieren
atribuir a su supuesta frivolidad: Victor Hugo era un loco que se creía
Victor Hugo. Nada más cierto: hay que ser genial epíteto
que siempre me pareció un eufemismo razonable para explicar el
grado supremo de la locura, es decir, de la ruptura de todos los lazos
razonables para escribir Los trabajadores del mar y Nuestra Señora
de París. Y el día en que los plumíferos y los sicarios
de la junta militar argentina echaron a rodar la calificación de
locas a las Madres de Plaza de Mayo, más les hubiera
valido pensar en lo que precede, suponiendo que hubieran sido capaces,
cosa harto improbable. Estúpidos como corresponde a su fauna y
a sus tendencias, no se dieron cuenta de que echaban a volar una inmensa
bandada de palomas que habría de cubrir los cielos del mundo con
su mensaje de angustiada verdad, con su mensaje que cada día es
más escuchado y más comprendido por las mujeres y los hombres
libres de todos los pueblos.
Como no tengo nada de politólogo y mucho de poeta, veo el curso
de la historia como los calígrafos japoneses sus dibujos: hay una
hoja de papel, que es el espacio y también el tiempo, hay un pincel
que una mano deja correr brevemente para trazar signos que se enlazan,
juegan consigo mismo, buscan su propia armonía y se interrumpen
en el punto exacto que ellos mismos determinan. Sé muy bien que
hay una dialéctica de la historia (no sería socialista si
no lo creyera), pero también sé que esa dialéctica
de las sociedades humanas no es un frío producto lógico
como lo quisieran tantos teóricos de la historia y la política.
Lo irracional, lo inesperado, la bandada de palomas, las Madres de Plaza
de Mayo, irrumpen en cualquier momento para desbaratar y trastrocar los
cálculos más científicos de nuestras escuelas de
guerra y de seguridad nacional. Por eso no tengo miedo de sumarme a los
locos cuando digo que, de una manera que hará crujir los dientes
de muchos bien pensantes, la sucesión del general Viola por el
general Galtieri es hoy obra evidente y triunfo significativo de ese montón
de Madres y de Abuelas que desde hace tanto tiempo se obstinan en visitar
la Plaza de Mayo por razones que nada tienen que ver con sus bellezas
edilicias o la majestad más bien cenicienta de su celebrada Pirámide.
En los últimos meses, la actitud cada vez más definida de
una parte del pueblo argentino se ha apoyado consciente o inconscientemente
en la demencial obstinación de un puñado de mujeres que
reclaman explicación por la desaparición de sus seres queridos.
La vergüenza es una fuerza que puede disimularse mucho tiempo, pero
que al final estalla de las maneras más inesperadas, y ese factor
no ha sido tenido jamás en cuenta por la soberbia de los militares
en el poder. Que bajo la férula menos violenta de Viola esa explosión
haya asumido la magnitud de una manifestación de miles y miles
de argentinos en las calles céntricas de Buenos Aires, y una serie
creciente de declaraciones, denuncias y peticiones en los periódicos,
es una prueba de debilidad castrense que la estirpe de los Galtieri y
otros halcones no podía tolerar. Ellos, por supuesto, no lo saben
de manera demasiado lúcida, pero la lógica de la locura
no es menos implacable que la que se estudia en el colegio militar: el
corolario del teorema es que el general Galtieri debería estar
reconociendo a las Madres de Plaza de Mayo, pues es sobre todo gracias
a ellas que ha podido dar el zarpazo que acaba de encaramarlo en el sillón
de los mandamás.
Por su parte, las madres y las abuelas que sin saberlo han facilitado
su entronización, no tienen la menor idea de lo que han hecho.
Muy al contrario, pues en el plano de la realidad inmediata esa sustitución
de jefatura significa una profunda agravación del panorama político
y social de la Argentina. Pero esa agravación es al mismo tiempo
la prueba de que la copa está cada vez más colmada, y de
que el proceso llega a su punto de máxima tensión. Es entonces
que la respuesta de esa parte de nuestro pueblo capaz de seguir teniendo
vergüenza deberá entrar en acción por todas las vías
posibles, y que las fuerzas del interior y del exterior del país
tendrán que responder a algo que las está invitando a salir
de una etapa harto explicable pero que no puede continuar sin darles la
razón a quienes pretenden tenerla.
Sigamos siendo locos, madres y abuelitas de la Plaza de Mayo, gentes de
pluma y de palabra, exiliados de dentro y de fuera. Sigamos siendo locos,
argentinos: no hay otra manera de acabar con esa razón que vocifera
sus slogans de orden, disciplina y patriotismo. Sigamos lanzando las palomas
de la verdadera patria a los cielos de nuestra tierra y de todo el mundo.
(Periódico
La República, París, 19 de febrero de 1982.)
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