Por Luciano Monteagudo
Mientras sea desaparecido
no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido...
Las palabras crispadas de Jorge Rafael Videla, en una conferencia de prensa
de junio de 1978, confirman, por si hacía falta, el plan de extermino
que ejecutó la última dictadura militar. A un cuarto de
siglo del golpe que entre 1976 y 1983 institucionalizó la desaparición
sistemática de personas, el documental (h) historias cotidianas,
de Andrés Habegger, se interna en las historias de seis hijos de
personas desaparecidas durante ese período, como una forma de restablecer
una identidad colectiva.
La hache minúscula que preside el título del film responde,
en primer lugar, a una intención, a la idea de empezar por lo particular
para recién después llegar a lo general, al propósito
de narrar las pequeñas historias cotidianas de esas seis chicas
y muchachos Ursula Méndez, Cristian Czainik, Victoria Ginzberg,
Florencia Gemetro, Martín Mórtola Oesterheld y Claudio Novoa
(Manuel Gonçalves Granada) que eran niños cuando sus
padres fueron secuestrados y desaparecidos y que hoy viven, trabajan y
crían a sus propios hijos en una ciudad que en sus pliegues todavía
guarda la memoria de aquellos años de terror.
Esa hache es también la de la palabra huellas, el primero
de los núcleos temáticos alrededor de los cuales se organiza
el film, cuando Ursula, Cristian o Victoria, por ejemplo, buscan en fotos
familiares sus lazos con una infancia que les fue arrebatada. Y es la
hache de hijos, el momento en el que Martín y Claudio
se preguntan por el parecido físico y hasta por el carácter
que habrían heredado de sus padres; el instante en el que algunos
recuerdan los besos y las caricias de la primera infancia y en el que
Florencia confiesa: Me encantaría tener ese recuerdo; pero
no, sólo tengo fotos...
Ser hijos es también preguntarse por sus padres, intentar
comprender el momento en el que vivieron, preguntarse por el compromiso
que asumieron con un proyecto político, reconocer la incomodidad
frente a la nostalgia por la revolución que no fue (como
declara Cristian), pero nunca pensarlos como meras víctimas, sino
como hombres y mujeres que luchaban contra la injusticia, cansados
de levantarse cada mañana y ver tanta miseria (Ursula).
La hache implica también la historia y el hoy.
La historia del preciso momento en el que sus padres fueron secuestrados
(cuándo, dónde, cómo), la reconstrucción del
imaginario con el que esos niños tuvieron que enfrentarse a la
ausencia forzada de sus padres, la reflexión sobre lo que significa
ser hijos de desaparecidos. Y el hoy son sus trabajos y sus
días, su decepción frente a la ausencia de justicia, su
necesidad de que, quienes son responsables del asesinato de sus padres,
reciban al menos una condena social. Que el país sea su cárcel,
como dice Florencia, militante de la agrupación H.I.J.O.S.
(h) historias cotidianas, finalmente, lleva al frente la hache de su director,
Andrés Habegger, él también hijo de un desaparecido,
que en las palabras y los gestos de sus testimoniantes parece buscar algo
de su propia historia, como en un espejo.
PUNTOS
OPINION
Por Juan Falú*
|
También somos los
que no están
(h) historias cotidianas es conmovedora y necesaria. Siento que
esto es todo lo que puedo decir, por lo incómodo que me cae
el rol de observador, crítico o comentarista de un trabajo
que sacude el alma de muchos argentinos que, como yo, sufrimos de
cerca la desaparición de personas durante la dictadura del
Proceso. Desde tal condición, sólo pude aprender que
el dolor y el recuerdo nos fortalecieron ante un designio de locura
casi inexorable y ahuyentaron el fantasma del olvido, una forma
de locura más peligrosa sobre todo cuando casi alcanza el
rango de síntoma social.
Hay un despertar de la conciencia nacional que se tomó
sus años de letargo hacia una cuestión que no
podrá desaparecer como desaparecieron las personas. Esta
es la gran tragedia de los genocidas: instalar en la historia la
aparición permanente de un dolor y la necesidad de que la
justicia no sea una desaparecida más.
Pero para transitar desde el dolor hacia la conciencia son imprescindibles
las manifestaciones del arte, mucho más que las de la política.
La mejor transmisión de mi dolor personal pude lograrla a
través de una canción. No es casual que un importante
caudal de hijos de militantes de los 70 desarrollaran con alguna
pasión alguna vocación artística. Si el discurso
político es mentiroso en el presente, es porque especula
con un olvido del pasado. Hasta la restauración del discurso
político, habremos de inundar esta tierra de cuentos, novelas,
cuadros, películas y canciones. En este sentido y opinando
como artista, creo que (h) historias cotidianas es como el preludio
de una larga sintonía aún inconclusa, a la que le
faltan algunos movimientos, por venir.
Cada testimonio debiera ser un disparador de otros, para poder incluir
las visiones vulgares del dolor de aquellos que carecen de herramientas
intelectuales para el relato, o los puntos de vista de testigos
contemporáneos tanto de las víctimas como de sus descendientes.
Esta visión de los que estuvieron o están al lado
es fundamental aun cuando el eje el film esté centrado en
la relación hijos-padres. La idea, amorosa por cierto, de
recorrer el drama desde el lazo parental más directo, no
puede soslayar otra, también amorosa: somos los que no están,
estamos con los que son. En una sociedad a los tumbos, se ha gestado
una familia unida en el enclave sigiloso del dolor, el recuerdo
y la necesidad de contar una historia sin final.
* Músico, hermano de un desaparecido.
|
El
lado oscuro de un clásico
Willem Dafoe
compone a su Nosferatu como una exagerada mímesis del original
de Murnau.
La sombra del vampiro está construida como
paráfrasis de aquella culminación expresionista.
|
|
Por
Horacio Bernades
En medio de la noche cerrada, el director da acción
y el actor entra en escena. De pronto, una presencia invisible parece
fascinarlo, atrayéndolo hacia la puerta de la morada. Esta comienza
a entreabrirse, sin intervención humana. Como hipnotizado, el actor
se adentra entre las sombras del jardín iluminado por la luna.
Al fondo, emerge del castillo, en mágico contraluz, la desgarbada
silueta de Nosferatu, el vampiro, que sale a su encuentro con clásico
andar de almidón. Hacia él se dirige, como hacia la muerte,
el actor, hasta que uno y otro se funden en mórbido abrazo. Corte,
y vuelta a la normalidad de la filmación. Pero la normalidad ya
no volverá a ser la misma, porque el vampiro ha dejado su marca.
El pasaje de la más crasa diurnidad hacia la hechizante penumbra
es lo que define a Nosferatu, el vampiro, superclásico mudo de
1921 y una de las cumbres en la carrera del alemán Friedrich Wilhelm
Murnau, sin ninguna duda uno de los grandes inventores de formas cinematográficas
de todos los tiempos. A la vera de Nosferatu se levanta, ahora, La sombra
del vampiro, enteramente construida como paráfrasis de aquella
culminación expresionista. Clásico ejemplo de cine
dentro del cine, La sombra del vampiro es menos un film histórico
que un intento de reflexión sobre el acto creador. Más específicamente,
sobre el cine. Tan parecido al vampirismo, en tanto convierte materia
viva en imágenes ya-no-muertas. Nacido en Brooklyn en 1964, su
realizador, E. Elias Merhige, proviene del campo de las bellas artes,
y La sombra del vampiro es su primer largometraje. El primero, al menos,
que tiene estreno regular. Su película anterior, Begotten, contó
con un lanzamiento reducidísimo. Pero un culto tal a su alrededor,
que logró reclutar, entre los fieles más ardientes, nada
menos que a Susan Sontag y Werner Herzog.
Si Nosferatu está llamada a la eternidad, como el resto de la obra
de Murnau (1888-1931), La sombra del vampiro difícilmente lo pretenda.
Cuando lo pretende, gana en grandilocuencia y pierde interés, pero
lo recupera en cuanto aliviana sus pretensiones y se deja arrastrar por
el hechizo. Altisonante y autoerigido en profeta de una nueva era llamada
Cine, el Murnau de John Malkovich se parece más a John Malkovich
que a Murnau. O tal vez tenga ecos del propio Merhige, cuyas declaraciones
en entrevistas están entre las más presuntuosas que haya
formulado un director de cine. Aunque tiene toda la apariencia de un proyecto
propio, La sombra del vampiro, convenientemente fotografiada en blanco
y negro, no lo es. Basado en un guión preexistente, el film de
Merhige parte de una deliciosa presuposición: Max Schreck, el actor
que fue decano de los chupasangres en el film de Murnau, no habría
sido un actor... sino un vampiro.
Estudió con Stanislawski, ustedes ya saben. Para concentrarse,
necesita estar todo el tiempo en papel. Así que, si lo ven comportarse
como un vampiro detrás de cámara, no se preocupen,
miente el Murnau de Malkovich, en encantador tiro por elevación
a los métodos del Método. Por muchas aclaraciones, al primer
ataque en el set, el primer desbarajuste de sangre y el primer murciélago
devorado al paso, actores y miembros del equipo técnico comenzarán
a preocuparse por su nuevo compañero. Nominado al Oscar como Mejor
Actor de Reparto, Willem Dafoe compone a su Nosferatu como una exagerada
mimesis del original, llenándolo de miradas pícaras, caninos
ensalivados (porque el vampiro de Murnau no tenía largos los colmillos,
sino los dientes de adelante) y largas uñas que entrechoca, cuando
alegre, como castañuelas.
Definitivamente caricatural, la composición de Dafoe está
en línea con aquel Bobby Perú de Corazón salvaje,
o cierto ridículo guardiacárcel de Cry Baby. Teniendo en
cuenta que su contrafigura es Malkovich, siempre envuelto en pompa y ladeado
por una corte excesivamente declamatoria, lo de Dafoe es un perfecto contrapeso.
Tanto como la propia presencia del vampiro, que logra succionar para sí
un film que funciona más como ingeniosa comedia de enredos que
como la tesis metalingüística que en más de un momento
pretende ser.
PUNTOS
EXPERTA
EN BODAS, CON JENNIFER LOPEZ
Ni canta, ni baila, ni nada
Por
L.M.
Ella está
en todo. Desde un lugar estratégico en el atrio, es capaz de supervisar
los arreglos florales de la iglesia, corregir la ubicación de los
invitados, mantener a raya al sacerdote que se impacienta y hasta de inyectar
un shock de confianza en la novia, que a último momento parece
a punto de desfallecer, enfrentada a la decisión de su casamiento.
Se trata de Mary (Jennifer López), la experta en bodas
a la que alude el título del film, una mujer firme y emprendedora,
dedicada por entero a su oficio, que es también su pasión.
Otras mujeres la envidian, imaginando en ella una vida romántica
full time, pero la realidad indica que la pobre Mary lo único que
hace es ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Claro que el amor
las estrellas que brillan en tus ojos, como le dice
una amiga, seguramente inspirada en Corín Tellado no tardará
en aparecer, pero con algunas complicaciones, que proveen la excusa para
algo que quiere ser una comedia.
No se entiende muy bien qué pensó Jennifer López
cuando aceptó este proyecto, que no le pide a la estrella latina
que baile ni cante, ni exhiba su cuerpo, enfundado aquí como el
de una monja, quizás para captar la aprobación de las ligas
puritanas, el último mercado que le quedaba por conquistar en los
Estados Unidos. Las adolescentes a quienes está dirigida la película
acaso valoren la estética Barbie con que deliberadamente está
decorada, como si fuera una torta, pero hubieran merecido al menos que
les evitaran escuchar a Olivia Newton-John.
PUNTOS
Reynaldo
Arenas, según Hollywood
El director Julian Schnabel convirtió en film la autobiografía
del controvertido escritor cubano, con Javier Bardem como protagonista.
El
español Bardem, candidato al Oscar por su retrato de
Arenas.
El actor español parece incapaz de dar una mala
actuación.
|
|
Por
H. B.
No hay nada
más intolerable para una dictadura que un artista, porque el artista
verdadero ama la belleza, y ésta sólo prospera en libertad,
fuera del control del estado. No hace falta ser escritor, y mucho
menos genial, para afirmar algo que el conductor de cualquier talk-show
podría silabear sin un pestañeo. En Antes que anochezca,
quien lo suscribe no es otro que José Lezama Lima, autor de Paradiso,
rematando así el mensaje de la película, ya
de por sí suficientemente explicitado por el omnipresente relato
en off que la atraviesa de punta a punta. Premiada en Venecia y nominada
al Oscar en el rubro Mejor Actor Protagónico, ensalzada por la
prensa estadounidense y vituperada por sus pares cubanos, Antes que anochezca
cuenta las penurias de Reynaldo Arenas, el escritor homosexual y anticastrista
que llegó a ser, junto con Heberto Padilla, uno de los más
notorios perseguidos del régimen de Fidel, hasta su exilio en 1980,
y muerte una década más tarde.
Paradójicamente, el Reynaldo Arenas de Antes que anochezca se ve
sometido, a su vez, a un nuevo proceso de lavado y pasteurizado, que lo
pone al servicio de la corrección política y lo simplifica
como mártir de la libertad. Dueño de una lengua globalizada,
que lo lleva a hablar alternativa e indiscriminadamente en inglés
o castellano, el protagonista del film de Julian Schnabel (cineasta proveniente
de las artes plásticas que firma con ésta su segunda biografía
de artista maldito, luego de la anterior Basquiat) aparece como
un buen chico, que escribe en los ratos libres, ama la libertad y resulta
víctima de dictadores homofóbicos. Sin embargo, luce escasamente
fornicatorio para alguien que se jactaba de haber practicado 5000 revolcones
antes de los 25 años. Antes que anochezca aparece como un biopic
cinematográfico excesivamente convencional para quien, tanto en
sus memorias, de las cuales la película toma el título,
como en sus novelas (El mundo alucinante, El color del verano) se caracterizara
por la exuberancia estilística y el desenfreno temático.
Echando mano de prosa y poesía del propio Arenas, el guión
en el que participó su amigo Lázaro Gómez Carriles
atraviesa casi medio siglo, desde una infancia dominada por la edípica
mamá hasta la muerte en Nueva York. Que, aunque fue de sida, nunca
se nombra aquí explícitamente, vaya a saber por qué.
En el medio asoma, con un carácter que raramente va más
allá de lo ilustrativo, una Cuba de los 60 que pasa del encantamiento
de las barbas, fusiles y banderas, a la decepción de los campos
de rehabilitación para homosexuales, criminales y disidentes.
Hay pincelazos de cierta Habana noctámbula, gay y clandestina,
así como un par de novelescos intentos de fuga, navegando en llanta
de camión o intentando despegar un globo aerostático.
Es sin duda irreprochable la nominación al Oscar de Javier Bardem.
Incapaz de una mala actuación, el actor de Carne trémula
y Perdita Durango entrega un Arenas vulnerable y desafiante, pícaro
y asustado, desolado y terminal. Con el siempre limitado Olivier Martínez
y un interesante Andrea Di Stefano como amigos más cercanos, el
resto del elenco apenas trasciende lo episódico-epidérmico.
Esto corre tanto para Sean Penn, que roza el ridículo en el papel
de un campesino demasiado mexicano para ser cubano, como para un Johnny
Depp en travesti platinado y teniente bigotudo. Y también para
los desaprovechados Ofelia Medina (Frida), Patricia Reyes Spíndola
(La reina de la noche), Najwa Nimri (Los amantes del círculo polar)
y hasta el argentino Héctor Babenco, en raro aporte actoral.
PUNTOS
|