Por Luciano Monteagudo
Desde un comienzo, pensé
la película como una cruza de Los desconocidos de siempre con Tarde
de perros, dice Alejandro Saderman de Cien años de perdón,
la película que hoy abre en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro
San Martín la muestra Encuentro con el cine venezolano,
que incluye los films más representativos de ese país de
la última década. Argentino largamente radicado en Venezuela
(desde aquel funesto 1976), Saderman hizo publicidad y documentales en
Argentina, en Italia, en Cuba y lleva ya un cuarto de siglo en Venezuela,
donde Cien años de perdón se convirtió en uno de
los films más exitosos de los últimos años, después
de haber tenido su bautismo de fuego en los festivales de Toronto y Sundance.
La película nació de un contexto muy particular, una
crisis financiera del año 94, en la que el 40 por ciento
del sistema bancario fue a la quiebra, se perdieron miles de millones
de dólares y hasta los mismos bancarios violentaban las cajas de
seguridad de sus clientes. De hecho, más de cien banqueros todavía
están prófugos.
A partir de estos datos de la realidad, Saderman imaginó la historia
de cuatro perdedores que deciden resolver sus acuciantes problemas económicos
dando un golpe, que tiene mucho de revancha social. La
película es fundamentalmente una comedia, pero no tanto. Los personajes
descubren que el banco ya ha sido vaciado, quedan atrapados y toman un
grupo de rehenes. La única salida para ellos es utilizar en su
favor la información que tienen sobre los manejos turbios del dinero,
cuenta Saderman a Página/12. La comedia es mi género
favorito, pero es también uno de los más difíciles,
porque requiere una dinámica propia, muy especial. Con Cien años
de perdón lo que me conmovió fue el grado de identificación
del público venezolano con algunos personajes, como si junto con
ellos se tomaran también su pequeña venganza.
El primer largometraje de Saderman, Golpes a mi puerta (1993), que cierra
la muestra el jueves 29, es un caso muy diferente. Es una tragedia,
con todas las letras. Está basada en la obra de Juan Carlos Gené,
que también estuvo bastante tiempo radicado en Caracas. Desde el
primer momento en que vi la obra, me di cuenta de que había allí
una película, pero al principio Juan Carlos no quería saber
nada, cuenta el director. Para mí, como debutante,
tenía la ventaja de que era una película muy pequeña,
de cámara, con pocos personajes, el conflicto moral de dos monjas
que ponen a prueba su compromiso social en un marco de represión
y violencia institucional.
Para Saderman, el panorama del cine venezolano de los años 90 que
se verá a partir de hoy en la Lugones es el resultado de
un proceso que comenzó en los 70 y tuvo su punto de inflexión
a fines de los 80, cuando salió la Ley de Cine. Hubo entonces,
sobre todo con las películas de Román Chalbaud, un apoyo
masivo del público, y una producción que rondaba los 12
largometrajes por año. Ahora estamos en cuatro o cinco y tenemos
por delante un trabajo muy grande, recuperar la confianza del público.
Del ciclo, Saderman señala especialmente a Jericó (1990),
de Luis Alberto Lamata uno de los films venezolanos más
importantes de los últimos veinte años, y A
la media noche y media (1999), de Mariana Rondón y Marité
Ugás, por la novedad de su propuesta.
GALLITO
CIEGO, DE SANTIAGO OVES
Policial de tranco lento
Por Martín
Pérez
Cometer un delito sin saberlo.
A eso le llaman Gallito Ciego. Una estafa, lisa y llanamente.
Cuya víctima, en el cuarto opus de Santiago Carlos Oves, es Facundo
(Rodrigo de la Serna), un flamante bachiller. Quien lo engaña es
un supuesto Doctor Benavídez (Héctor Bidonde), que lo envía
a cobrar un cheque en el primer día de Facundo en un trabajo como
cadete para una empresa que no existe. Pero detrás de todo, moviendo
los hilos de la historia, aparece un policía corrupto interpretado
por Gustavo Garzón. O al menos eso es lo que parece. Porque al
comenzar el film de Oves, el personaje de Garzón aparece en una
cama de hospital, mascullando ¿Qué me pasó,
que no me puedo acordar qué me pasó?.
Guionista de los films más exitosos de Eduardo Mignogna, como Sol
de otoño y El faro, Oves es un histórico del cine argentino,
cuya carrera se inició en los años setenta como pizarrero
del film Paño verde, de Mario David. Nacido de una noticia leída
en el diario, su cuarto film como realizador es un policial de tranco
lento, que comienza lleno de intrigas pero rápidamente pierde el
aliento entre personajes vacíos que monologan o explican en vez
de charlar entre sí, recurrentes exabruptos tanto enojados como
sentimentales y un montaje encadenado que termina llamando a la abulia
antes que al suspenso.
Agotada aún antes de comenzar a contar su historia, Gallito...
es una película fuera de lugar, a dos aguas entre lo policial y
lo costumbrista, entre lo sentimental y lo aburrido, lo gracioso y lo
patético. Perdido en un protagónico que sólo le exige
eso, que esté perdido, el ascendente Rodrigo de la Serna (¿Son
o se hacen? y Okupas) apenas si puede mostrar sus condiciones.
Y entre un adolescente que extraña a su padre, una abuela melancólica
y una novia que sólo sabe odiar a su madre, el policial detrás
de Gallito ciego nunca termina de convencer, más allá de
los cadáveres en la morgue, los cheques en blanco, las puteadas
y las mejores intenciones.
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