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La muerte del ámbito privado

El día del golpe, el autor cerró con llave su casa. �Qué patético gesto.� No había percibido el engaño del �afuera� y el �adentro� que impusieron los militares a partir del 24 de marzo. Pronto vendrían tiempos en que la Muerte sería normal. En este texto, una reflexión sobre la gloria que se niega a los �perejiles�, la tortura, el verdadero significado de la Obediencia Debida y la insidiosa crueldad de la palabra �subversivo�.

Por José Pablo Feinmann

Fue un golpe anunciado. Noventa días antes Videla había lanzado un ultimátum al gobierno de Isabel Perón. Luego dijo: “Morirán todos los que tengan que morir”. Luego hubo un período de silencio. Los comandantes no decían palabra. La clase política buscaba una y mil soluciones. Inútil, impotentemente. Los comandantes seguían sin hablar. Una vez más, el silencio se vivió como terror. Terror para algunos, incertidumbre para otros, ansiedad para muchos más que se preguntaban: “¿Para cuándo? ¿Qué esperan?” El infaltable ingeniero Alsogaray dijo: “Todavía no. Hay que esperar unos meses. El caos económico aún no ha desgastado totalmente a este gobierno”. Luego Oscar Alende habló por la cadena nacional. Dijo: “Nunca un golpe militar trajo nada bueno”. Pero ya era tarde. Ya pesaba mucho más –como definitiva respuesta de la clase política– la frase de Balbín: “No tengo soluciones”. Luego comenzaron a aparecer los enormes titulares de La Razón. Anunciaban la inminencia de lo inminente: el golpe. Hasta que dijeron: “Todo está decidido”. Y el día siguiente, fue el día del golpe.
Los jefes del golpe (la llamada Junta Militar) anunciaron a la población que permaneciese en su casa esa noche para facilitar las “tareas operativas de los comandos militares”. Me recuerdo cerrando la puerta de mi departamento, con la Trabex que había comprado cuatro días atrás. Vivía en un octavo piso. Qué patético gesto: cerrar la puerta del departamento. Era creer que existiría aún el ámbito privado. Que uno podría salvarse de la furia guerrera de la Junta guardándose en su casa, retirándose al ámbito privado. Ocurrió, a partir del 24 de marzo, un hecho decisivo: la desaparición del ámbito privado. Ese primer anuncio operativo de la Junta había sido falso y perverso: pedirle a los ciudadanos que no salieran de sus casas para no entorpecer las tareas de los comandos militares llevaba a creer en la existencia de dos ámbitos, el exterior (en el que se desarrollarían las “operaciones” de los comandos) y el interior (en el que un ciudadano podría permanecer seguro. Como suele decirse, en la seguridad del hogar. No hubo tal seguridad. No la hubo porque se aniquiló la diferencia entre el ámbito exterior y el privado. No existió lo privado para la operacionalidad militar. La entrada arrolladora en las casas, la destrucción de los hogares, su rapiñaje implacable fueron los signos de la época.
Durante los primeros días del golpe todos los diarios entraron en cadena: sólo publicaban los comunicados de la Junta. Y gran parte de los argentinos se sintieron sosegados: había llegado la hora del orden. Por televisión salía una y otra vez un aviso que decía: “Orden, Orden, Orden. Cuando hay Orden el país se construye de arriba a abajo”. Conocía muy bien a ese tipo de argentinos. Y no eran pocos. Uno, un mes atrás, me había dicho: “Por suerte se vienen los militares. Gente honesta, castigadora”. Todavía le veo la cara. Todavía recuerdo la forma que tomaron sus labios al decir la palabra “castigadora”. Otro, un viajante de comercio, me había explicado la eficacia del Ejército en Tucumán: “A los zurdos los atan y los vuelan. El pedazo más grande que queda es así”. Hizo un pequeño círculo con el índice y el pulgar: “Así”, repitió. Estaba decididamente satisfecho. Con este numeroso sector de nuestro país contó el golpe para recibir consenso. Numeroso, muy numeroso.
El 24 de marzo implica la era de la planificación racional y moderna de la Muerte. Los militares argentinos hicieron saber que no serían pinochetistas. Se interpretó tal aseveración como una señal de templanza: no se incurriría en los horrores del régimen chileno. Y, en efecto, no fueron pinochetistas, pero el modo en que no lo fueron acentuó decididamente la ferocidad y el horror de la represión. Para los blindados del 24 de marzo Pinochet había sido algo así como un exhibicionista: ese Estadio Nacional lleno de prisioneros, ¡qué disparate!, ¡qué alto precio había tenido en la opinión mundial! Pinochet era un tosco. Así, nuestros blindados decidieron inspirarse en la modalidad del ejército francés en Argelia: la represión se haría secretamente. La muerte secreta: ésta es la muerte argentina. La muerte se volvió subterránea, silenciosa, furtiva.
Los que han descrito la Argentina del ‘76 y el ‘77 han incurrido, con frecuencia, en un error que amengua la vivencia del miedo cotidiano. Tal vez esta experiencia la sabemos sólo quienes permanecimos aquí. Y es la siguiente: uno se enteraba de desmedidos horrores, desaparecían los amigos, o los conocidos o gente que uno no conocía, pero de cuya desdicha se enteraba. Es decir, uno sabía de la existencia permanente del horror. Sin embargo, al salir a la calle lo que más horror producía era el normal deslizamiento de lo cotidiano. La gente iba a trabajar, viajaba en colectivo, en taxi, en tren, cruzaba las calles, caminaba por las veredas. El sol salía y había luz y hasta algunos días del otoño eran cálidos. ¿Dónde estaba el horror? Había señales: los policías usaban casco, en los aeropuertos había muchos soldados, sonaban sirenas. Los militares le hacían sentir a los ciudadanos que estaban constantemente en operaciones, que estaban en medio de una “guerra”. Pero, a la luz del día, nada parecía tan espantoso como sabíamos que era. Quiero remarcar esta sutil y terrible vivencia del horror: lo cotidiano como normalidad que oculta la latencia permanente de la Muerte.

Los perejiles

Siempre se habla, siempre se hablará de ellos: que los secuestraron, que los torturaron, que los arrojaron vivos al mar. Sus padres, sus hermanos y también sus asesinos los nombran, los recuerdan. Están en el centro del debate, en el centro de la estremecida conciencia moral de la república. Son nuestros desaparecidos. A la gran mayoría se les suele aplicar un concepto casi despectivo. Se les dice “perejiles”. Será apropiado preguntarnos por qué.
Supongo que nadie ignorará el tipo de frases que se pronuncian sobre ellos. Se dice, por ejemplo: “la mayoría de los desaparecidos eran perejiles”. Se dice: “los que pusieron el cuerpo fueron los perejiles”. Se dice: “Fulano no había hecho nada, era un perejil”. La imagen que va tomando forma es la de una especie de seres cándidos, manipulados, inofensivos, jamones del sandwich, atrapados entre el mesianismo de la dirigencia guerrillera y la impiedad absoluta del Ejército represor. Patéticos seres que murieron por error, por estar, ingenuamente, en el centro de una desmesura histórica. Seres que murieron por nada. O peor aún: que murieron por tontos.
Detengámonos en la palabra: “perejil”. Sirve, exhaustivamente, a sus propósitos. Dice lo que se propone decir. “Perejil” es un ser silvestre, ingenuo. Es, claro, un “jil”. O, más exactamente, un “gil”, con toda la carga despectiva que esa palabra tiene en la lengua coloquial argentina. Es, también, un anónimo. Un ser alejado del Poder, que ignora los mecanismos profundos de la historia, que no sabe por qué actúa, que cree saberlo, pero que no lo sabe, ya que es un manipulado. Así, la palabra nos acerca a uno de sus significados más precisos: los “perejiles” son “Pérez giles”. Es decir, anónimos tontos. ¿Hay algo más anónimo que llamarse Pérez? ¿Hay algo más patético, desvalido, insignificante que ser un Pérez gil?
¿Quiénes fueron? Básicamente fueron los militantes políticos de superficie de la década del setenta. Los que quedaron para las balas fáciles y abundantes de la Triple A cuando Montoneros pasó a la clandestinidad. Los que dieron sus nombres para las listas electorales del Partido Auténtico. Los militantes de las villas. Los profesores de “todos los niveles de la enseñanza”, como les gustaba decir a quienes los mataron u ordenaron sus asesinatos. Los médicos de las comisiones hospitalarias. Los periodistas de izquierda. Los militantes sindicales, los que estaban al frente de las comisiones internas laborales. De éstos, muchísimos.
El lenguaje de la dictadura incurrió en una vaguedad deliberada y feroz cuando acuñó el concepto de “subversión” y lo utilizó en lugar del de “terrorismo” o “guerrilla”. La “subversión” era más que el terrorismo, más que la guerrilla, que eran la “expresión armada” de la subversión. La subversión era todo cuanto atentara contra el “estilo de vida argentino” o contra el “ser nacional”. Y como “estilo de vida argentino” o “ser nacional” eran indefinibles y, por consiguiente, absolutos, “subversión” podía ser cualquier cosa. Una de las características del terrorismo de Estado es la a-tipificación del delito. Nadie sabe qué habrá de convertirlo en culpable. Nadie sabe los motivos de la culpa o la inocencia, ya que estos motivos no están tipificados. Y no lo están porque el Estado terrorista los reserva para su exclusivo arbitrio. Serán culpables los que el Estado decida que lo son y por las razones que el Estado decida.
Cierto día, en el programa de Mariano Grondona apareció un decidido ideólogo de la derecha argentina, Vicente Massot. Incurrió en algunas desmesuras como comparar a Videla con Churchill y Eisenhower, con lo que cabe suponer que la dictadura militar argentina enfrentó a potencias similares a las del Eje. Pero, convengamos, la desmesura es el estilo de la derecha. Hubo otras desmesuras en el discurso de este ideólogo que tienen mayor relación con nuestra temática. Intentando demostrar que los militares enfrentaron una “guerra” a partir de 1976 (el argumento de la legalización procesista se centra en la cuestión de la “guerra”: si hubo “guerra” todo lo demás se justifica de inmediato, porque en una “guerra” hay “excesos”, “mueren inocentes” y mucho más si, como dicen, se trató de una “guerra no convencional” o “sucia”, es decir, ni siquiera sometida a las leyes elementales de las guerras), Massot dice que la guerrilla tenía un “sofisticado aparato de superficie”. Obsérvese la palabra: “sofisticado”. Este concepto de la sofisticación subversiva costó millares de vidas en la Argentina. La guerrilla era tan “sofisticada” que todos éramos subversivos. O “potencialmente subversivos”, que era un sello que le ponían a miles que echaban de sus trabajos... muchos hacia la muerte.
¿Quién no recuerda la teoría del “peine grueso” y el “peine fino”? Primero, había que pasar el “peine grueso”, liquidar el “brazo armado” de la subversión. Y luego, el “peine fino”. Es decir, el “sofisticado aparato de superficie”. Periodistas, sacerdotes, obreros, escritores, historietistas, amigos, familiares.
Eran los perejiles. Vemos los rostros doloridos de sus padres. Vemos las justificaciones torpes y, a la vez, crueles de los que estuvieron junto a quienes los mataron. Vemos las confesiones de sus asesinos. Nos dicen: “los adormecíamos, los llevábamos en aviones y los arrojábamos al mar”. Estas confesiones terribles nos los presentan como víctimas, como derrotados. Como irrecuperables derrotados. Y, de pronto, vemos sus rostros. Aparece el rostro de alguno de ellos en el televisor. O en el diario en que los familiares publican sus fotos para recordarlos. Y son jóvenes, conmovedoramente jóvenes. Y advertimos que estaban llenos de vida y, muy seguramente, de alegría.
No eran “perejiles”. Si los engañaron, si los mandaron al muere las dirigencias, la culpa no es de ellos, es de las dirigencias. Tendrán que cargar para siempre con ese pecado de soberbia y mesianismo. Si los mataron los represores, serán éstos, los represores, quienes cargarán para siempre con la eterna condena moral de la sociedad que opta por la vida y por la Justicia.
Eran, sí, los llamados “perejiles”, hombres y mujeres de superficie. No eran sofisticados. Daban la cara. Creían en causas comunitarias. Buscaban una sociedad mejor. No murieron por tontos. No murieron en vano. Murieron por generosos. Ya nadie muere ni se enferma de eso en nuestros días.

Walsh: la represión y el proyecto económico

A partir del punto 5 de la Carta, Walsh se concentra en la cuestión económica, demostrando algo que en la Argentina democrática –desde 1984 en adelante– jamás se llevó a primer plano: la relación entre el terror y el proyecto económico. La dictadura argentina tuvo el total apoyo del establishment y se puso a su servicio a través de su superministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. Escribe Walsh: “En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Walsh instrumenta aquí el concepto marxista de la economía como “determinación en última instancia”. No se equivocaba: los crímenes de la dictadura pueden ser abordados desde muchos ángulos, pero su propósito final fue entregar la sociedad argentina a las garras de la economía de mercado. La Argentina debe al capitalismo el mayor horror de su historia. Videla y Martínez de Hoz no eran estatistas ni proteccionistas. Decían: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. Mataron en nombre de la economía de mercado. Tal vez Ernst Nolte debiera observar nuestra historia para advertir que los horrores que denuncia en el nazismo y el stalinismo... se cometieron en este culto y europeo país del sur en nombre de la Escuela de Chicago.
En este análisis la Carta obliga a ciertas inevitables conclusiones. Los militares siempre han dicho que fueron derrotados políticamente. No lo fueron en el plano económico; esto es indudable. La economía actual de la Argentina es la apoteosis de lo que el Proceso se propuso. Esa “desocupación record del 9 por ciento” que alarmaba e indignaba a Walsh llegó al 15 y al 16 por ciento en el gobierno de Carlos Menem. Y ésta es meramente la desocupación abierta. No tiene en cuenta la desocupación parcial. En la Argentina de hoy no se entiende por desocupado a quien tiene una changa de una hora por semana. No se entiende por desocupado a quien tiene empleos indignos. Se acabaron los conceptos de jornada laboral o de salario mínimo. El derecho de huelga ha desaparecido: quien hace huelga es despedido y reemplazado de inmediato por alguien del inmenso ejército de reserva de desocupados, de desesperados.
Esto viene de lejos y tiene que ver con las leyes de Punto final y Obediencia Debida. Esas leyes se dictaron para cubrir las espaldas de los represores de la dictadura. Pero esos represores estuvieron al servicio de una política y de una economía. Martínez de Hoz es la otra cara de Videla. Es notable cómo los esfuerzos por lograr justicia en el ámbito de los derechos humanos se ciñen, siempre, a lo militar, sin deslizarse al poder civil, económico, que impulsaba y requería para sus proyectos al horror represivo. Recuerdo, por ejemplo, una mesa de empresarios en un programa de “Tiempo Nuevo” en 1976 en la que varios “jóvenes brillantes” de empresas nacionales y transnacionales declaraban fervorosos que nada podría hacerse en el país sin la “derrota absoluta de la subversión”. Se los veía no menos fanáticos que Camps o Suárez Mason.
Martínez de Hoz es el que inicia –apoyándose en Videla, los grupos de tareas y la ESMA– un proceso de concentración económica de irreparable profundidad. Sólo que los militares procesistas fueron tan torpes y sanguinarios que hasta excedieron lo que el poder económico reclamaba de ellos. El establishment desató a los monstruos y los monstruos no sólo fueron más allá de lo necesario, sino que hasta declararon la guerra a una potencia siempre amiga: la pérfida, pero seductora, infinitamente deseable Albión. (En este sentido, en Chile, Pinochet hizo bien los deberes. Ejecutó la economía del establishment, no se desmañó en delirios guerreros y por eso todavía sigue siendo un grano en el, pongamos, trasero de la democracia chilena.) Luego viene Alfonsín y el poder económico nunca llega a un buen entendimiento con él. (No obstante, Alfonsín les consolida el marco democrático que los nuevos tiempos requieren). Con Menem, en cambio, todo es casi idílico. El peronismo (con una mezcla infalible de populismo controlador y liberalismo-aperturista) realiza plenamente lo que inició Martínez de Hoz. Y lo hace con muchos de sus hombres, ya sea como consejeros o directamente como hombres de la función pública. Bajo Menem, ese poder se consolida tan absolutamente que ya no necesita de la espada (fuera de moda además) para imponerse. Llegó la hora de las sonrisas y los buenos modales. El establishment observa cuál de las fuerzas políticas logra consenso. No le importa su coloratura. Sabe que todos –todos– tienen que hablar con él. Para gobernar en la Argentina primero hay que lograr consenso en la sociedad y después escuchar al establishment.
Seguramente –más tarde o más temprano– el poder político derogará las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Al establishment ya no le importa proteger a esos brutales, impresentables monstruos del pasado. La ley que no podrá derogar el poder político es la ley de obediencia debida al poder económico. Esa, por ahora, no. Por ahora los argentinos votamos a la clase política para que negocie –en los mejores términos, si es posible– con un poder empresarial que se quedó con el país.

Reflexiones sobre la tortura

La experiencia de saber que en el país en que uno vive existen monstruos capaces de llevar la crueldad a su extremo absoluto le pasó a Sartre con la guerra de Argelia. La cuenta así: “En 1943, en la calle Lauriston, unos franceses lanzaban gritos de angustia y dolor: toda Francia los oía. El resultado de la guerra no era seguro, y no queríamos pensar en el porvenir; pero había una cosa que nos parecía imposible: que un día se pudiera hacer gemir a los hombres en nombre nuestro. Lo imposible no es francés: en 1958, en Argel, se tortura, regular y sistemáticamente; todo el mundo lo sabe (...), pero nadie habla de ello” (138). Por decirlo claramente: en relación a la tortura, lo imposible no es francés, lo imposible no es argentino, lo imposible no es israelí.
Hay una vergüenza de la que no se vuelve: la tortura. Cuando yo pensaba en los horrores de Trujillo, allá por los sesenta, me decía: “eso no va a ocurrir en mi país”. Y decía “mi país” de un modo en que jamás volví a decirlo. Luego de Videla, ya no digo “mi país” con la inocencia con que solía. Sartre se sentía orgulloso de Francia (y de ser francés) durante la ocupación. Seguramente diría: “Mi país sufre, mi país es torturado”. Pero, ¿cómo decir “mi país” cuando es “mi país” el que tortura? ¿Cómo decir “mi país” cuando uno se avergüenza de lo que hace “su” país? Lo mismo con los judíos. ¿Cuántos de ellos, en medio de los pavores del Holocausto, se habrán dicho alguna vez: nunca se hará gemir a los hombres en nombre nuestro? ¿Y qué sentirán ante Benjamin Netanyahu y sus “halcones”? ¿Qué sentirán ante la petición de legalizar la tortura en el texto fundante de la democracia?
El texto que cité de Sartre apareció el 6 de marzo de 1958 en L’Express. Se utilizó como prólogo a un pequeño libro que publicó el periodista francés Henri Alleg bajo un título simple y elocuente: La tortura. Alleg había sido, entre 1950 y 1955, director del periódico Alger Républicain. Lo arrestaron los paras, es decir, los paracaidistas franceses, el grupo más cruel del ejército colonizador. (Prestemos atención: nuestros militares procesistas se inspiraron largamente en los paras de Argelia y desarrollaron con siniestra eficacia muchos de sus métodos de represión y tortura.) Alleg escribe: “En esta inmensa prisión superpoblada, cada una de las celdas alberga un sufrimiento, hablar de uno mismo es casi una indecencia. En la planta baja se halla la división de los condenados a muerte (...) ¿Las torturas? Hace ya mucho tiempo que esta palabra se nos ha hecho familiar a todos. Aquí son pocos los que se han salvado de ella (...) Noches enteras, durante un mes, he oído aullar a hombres que eran torturados y sus gritos retumbarán para siempre en mi memoria” (139). Y más adelante: “Todo eso lo sé, lo he visto, lo he oído. Pero, ¿quién dirá lo demás? Al leer mi relato hay que pensar en los ‘desaparecidos’” (140). De este modo, Alleg confiesa la insuficiencia de su relato. El sabe, él vio, él oyó. Y todo eso está en su libro. Pero hay más. Están los “desaparecidos”. Por eso escribe: “¿Quién dirá lo demás?” ¿Quién dirá lo que sólo las víctimas podrían decir? ¿Quién dirá lo que las víctimas no dirán porque no están, porque desaparecieron? El relato de Alleg es el relato de la ESMA. Sartre ya no podía ser francés del modo en que lo era antes de la existencia de los paras. Uno ya no puede ser argentino del modo en que lo era antes de la ESMA.
La tortura –para su justificación– siempre se remite a la dialéctica entre medios y fines. Gillo Pontecorvo (en su film La batalla de Argelia, 1966, co-producción italiano-argelina) propone una escena reveladora sobre la cuestión: el general francés Mathieu –en el film eligieron llamar así al despiadado general Massu– se reúne con periodistas franceses. Los periodistas le preguntan si es cierto que las tropas francesas torturan. Muy sereno, Mathieu responde: “Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos que Francia se quede o no en Argelia. Si ustedes quieren que Francia se quede, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo”. Ninguno de los periodistas se atreve a responder. Mathieu logró lo que buscaba: justificar los medios a través del fin. Videla podría haber dicho: “Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos o no que la subversión sea derrotada. Si ustedes quieren que lo sea, no me pregunten por los medios que empleo para lograrlo”. Netanyahu y sus “halcones” podrían decir: “Señores, el tema no es la tortura. El tema es si queremos mantener los territorios ocupados y frenar al terrorismo. Si lo desean, no se irriten por los medios que solicitamos para lograrlo”.
Ante todo, es falso que el tema no es la tortura. El tema es la tortura. El tema es el medio utilizado. El tema –el absoluto y definitivo tema: la verdad– es que la tortura no puede ser el medio válido para lograr nada. Porque todo lo que se consiga a su través nace con el estigma de la denigración de la condición humana. Porque como, con dura y sufriente lucidez, le dijera Rodolfo Walsh a la Junta Militar: “Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida en que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido”. Porque, en la tortura, simultáneamente, pierden su dignidad de seres humanos tanto las víctimas como los verdugos. Las víctimas, porque –como dice Walsh– su sustancia humana es machacada hasta quebrarse. Y los verdugos, porque su fiereza y su sadismo los conducen a una inhumanidad sin retorno.
Solemos decir –desde la vereda del humanismo– que la tortura es un fenómeno que conduce a la inhumanidad tanto a la víctima como al verdugo. Walsh, al plantear la relación torturador-torturado, concluye que ambos se hunden en la abyección, en la inhumanidad, ya que la tortura “se extravía en las mentes pertubadas que la administran”, llega a la “tortura absoluta, intemporal, metafísica” y cede al impulso de “machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo”. Hay una paralela pérdida de la dignidad: la víctima la pierde porque habla, porque cede, porque delata y, al hacerlo, traiciona. Y el torturador la pierde porque –torturando– asume la figura del artesano del dolor instrumental, de la vejación. Este encuadre, sin embargo, pese a aparecer terrible y explicitar una realidad dolorosa, tal vez insoportable, es optimista. Lo es porque plantea que el verdugo –al torturar– se hunde en la inhumanidad. Lo es porque, en el fondo, nos está diciendo que la tortura no es humana. Que el hombre es humano cuando no tortura y es inhumano cuando tortura. La afirmación “torturar no es humano” esconde otra: la tortura no pertenece a la condición humana. O a la dignidad humana. Que es lo mismo, ya que nos hemos acostumbrado a entender que cuando decimos “humano” estamos diciendo “digno”. Y cuando decimos “inhumano”, “indigno”. Pero toda reflexión implacable sobre la tortura nos conduce a asumirla como un fenómeno esencialmente humano. El torturador goza con el sufrimiento de su víctima, y este hecho –que un hombre pueda gozar martirizando a otro– lejos de ser inhumano es profundamente humano. Cuando el torturador ejerce su infame oficio no está hundido en la inhumanidad, sino que está exhibiendo una de las facetas de la condición del hombre: la de gozar con el dolor de los otros. Es injusto decir que los torturadores no son hombres sino bestias. Es injusto con las bestias: los animales no torturan.

Contra la Obediencia Debida

A fuerza de repetir algunos conceptos hemos aprendido a quitarles su verdadera densidad, el horror que subyace en ellos. Esto nos facilita la vida. Al cabo, ya es todo bastante difícil como para que debamos además enfrentar el verdadero sentido de algunas expresiones que nos hemos acostumbrado a oír sin buscar su comprensión, mecánicamente, como un paisaje cotidiano e indoloro. Por ejemplo: el concepto de ley de Obediencia Debida hace ya mucho que circula entre nosotros. Uno –ahora– lo escucha mecánicamente. Tan mecánicamente que escucha Obediencia Debida y completa Punto Final, ya que es así como se arma esa frase: ley de Punto Final y Obediencia Debida. Pero obediencia debida es un eufemismo. Esa ley debería llamarse ley de Protección al Torturador. Porque –esencialmente– dice que los torturadores son inocentes (o, si se prefiere, no culpables o no responsables) de los actos que cometieron. ¿Qué actos fueron esos? Torturar, eso fueron. Pero la ley de Obediencia Debida se dicta para socorrer a los torturadores: cumplían órdenes, “debían obediencia” a sus superiores y esto los torna inimputables. Ahora bien, ¿por qué se le llama ley de obediencia debida y no –como se debiera llamar– ley de Protección al Torturador? Porque en el segundo caso aparece la palabra “torturador”. Y la palabra “torturador” remite a la palabra “tortura”. Y los gobiernos quieren evitar que los ciudadanos tengan presente que esos señores son torturadores. Y que la ley que los protege... protege a la tortura. En suma: que la ley de Obediencia Debida también podría –y debería– llamarse ley de Protección a la Tortura.
Sartre –en mayo de 1957– publica otra de sus notas sobre la represión colonialista de Francia en Argel. Sartre sabe que, en Argel, Francia tortura. Y escribe para alertar a sus conciudadanos acerca de esta aberrante realidad. Supone, en cierto momento, que todo mejoraría si los gritos de los torturados pudieran oírse: “Sin embargo, no hemos caído tan bajo que podamos oír sin horror los gritos de un niño torturado. Con qué sencillez, con qué rapidez se arreglaría todo, si una vez, una vez sola, llegasen esos gritos a nuestros oídos, pero se nos hace el servicio de ahogarlos. Lo que nos desmoraliza (...) es la falsa ignorancia en que se nos hace vivir y que contribuimos a mantener. Para asegurar nuestro reposo, la solicitud de nuestros dirigentes llega hasta minar sordamente la libertad de expresión: se oculta la verdad o bien se la tamiza”. Pero resulta muy difícil –a partir de cierto nivel de inevitable información– ocultar la verdad, y hasta tamizarla. Sartre –tomando la palabra del ciudadano francés que no quiere ser importunado con los horrores de Argelia– exclama: “¡Si al menos pudiéramos dormir, e ignorar todo! ¡Siestuviéramos separados de Argelia por un muro de silencio! ¡Si nos engañasen realmente!”. Si fuera así, deduce Sartre, el extranjero –es decir, quien mira a los franceses aguardando un gesto– “podría poner en duda nuestra inteligencia, pero no nuestro candor”. Es decir, podría pensar: “Los franceses no son inteligentes. Son cándidos, ya que con tanta facilidad se los engaña”. Y Sartre –es un texto impiadoso– concluye: “No somos cándidos, somos sucios”.
Graciela Daleo (en Cazadores de Utopías, film de David Blaustein discutible e insuficiente en algunos aspectos, pero necesario y conmovedor en otros) narra un momento muy parti

 

Otras escrituras
Por Juan Gelman

la noche te golpea la cara
como los pies de Dios/
¿qué es esta luz que sube
de tus muertos?/¿ves algo
a la luz de esta luz?/¿qué ves?/
¿huesitos sosteniendo el otoño?/¿alguno

raspando las paredes del mundo
con sus huesos?/¿ves más?/
¿están raspando las paredes
del alma?/¿escriben
“viva la lucha”?/¿raspan
los muros de la noche?/¿escriben
“viva el alma”/

raspan el fuego donde ardí y murimos/
todos los compañeros?/¿escriben?/
¿en el fuego?/¿en la luz?/
¿en la luz de esa luz?/
ahora pasan los compañeros
con la lengua cerrada/
pasan entre los pies y los caminos
de los pies/

pasan cosidos a la luz/
raspan el silencio con un hueso/
el hueso está escribiendo la
palabra “luchar”/
el hueso se convirtió en un hueso
que escribe/

(De Los poemas de José Galván, 1982)

 

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