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Salvados por la memoria

Holocausto,
guerra sucia, Vietnam, Oklahoma... continuidad de ciertos crímenes, continuidad del deber de la memoria y el de evitar que �el sadismo y la brutalidad� nos gobiernen.

Por Carlos Fuentes

Abril fue el mes más cruel: hizo surgir la memoria desde la tierra muerta.
Universalmente, pero sobre todo en Europa, fue recordado el infame holocausto de seis millones de judíos por el régimen nazi de Alemania. Nada, en la historia humana, puede compararse a este acto de barbarie. Antes de Hitler, la relación entre la crueldad y la historia era distinta; era menor la distancia entre el progreso científico y la barbarie política. El nazismo abolió para siempre las pasadas justificaciones de la barbarie; el holocausto no fue un acto de guerra, violento por necesidad, sino un programa concebido fría e intelectualmente. Hitler proclamó, desde Mein Kamp, el Mal como su propósito; no lo escondió, como Stalin, detrás de una filosofía humanista. El holocausto tampoco fue un acto explicable por el espíritu del tiempo; ocurrió en el siglo de mayor adelanto científico y lo marcó para siempre, como el siglo de mayor distancia entre la moral política y el progreso técnico.
Hace veinte años, William Styron evocó una frase de André Malraux para darle cuerpo a su gran novela, Sophie’s Choice. En este cruel abril de la memoria, Jorge Semprún, internado en Buchenwald desde abril de 1943 hasta la liberación en abril de 1945, se sirve del mismo epígrafe para iniciar su insustituible libro La escritura o la vida; “... busco la región crucial del alma donde el Mal absoluto se opone a la Fraternidad”.
Lo terrible, lo actual de esta frase de Malraux, es que se ha universalizado. Styron nos recordó que en el universo concentracionario del Tercer Reich había no sólo judíos, sino católicos, comunistas, socialdemócratas, homosexuales, gitanos... Auschwitz, Treblinka, BergenBelsen fueron el preludio de una conciencia; en nuestro siglo, nada ni nadie, ningún país y prácticamente ningún gobierno, queda exento del sello infamante de la violencia.
En Argentina, los mea culpa sucesivos de los jefes militares confirman lo que todos sabíamos: entre 1976 y 1983, la dictadura castrense violó sistemáticamente la ley, los derechos humanos y la más elemental decencia. ¿Qué diferencia esencial puede haber entre la heroína de Styron, obligada a escoger entre la muerte de uno de sus dos hijos y una argentina embarazada de ocho meses y arrojada desde un avión en vuelo a las aguas del Atlántico?
Las culpas insurreccionales de los Montoneros son muchas. No justifican que se combata a la violencia revolucionaria con la ilegalidad oficial. Todo lo contrario; la única manera de contrarrestar el descontento político es que el Estado se sujete a la ley, demostrando así la razón que podría asistirle. La dictadura argentina no sólo violó la ley; extendió su sebacia a los inocentes, torturó y asesinó por simple sospecha o asociación, y destruyó la vida moral, intelectual, universitaria y artística de la Argentina. Errores y horrores.
Mientras se debate la derogación o vigencia de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida, debe construirse en Buenos Aires un Muro de la Memoria en el que se inscriban los nombres de los treinta mil desaparecidos, víctimas de un sadismo y brutalidad en nada diferentes de los que practicaron Hitler, Himmler y Heydrich. Las leyes políticas pueden amparar a los criminales de la historia oficial argentina. No los puede amparar contra los derechos de la memoria.
De niño, en las escuelas norteamericanas, nos decían que la violencia era propia de pueblos retrasados y de piel oscura. Se olvidaba, convenientemente, la historia de la barbarie colonial británica y la propia violencia, constante, de la historia de Estados Unidos. Durante el cruel mes de abril, Robert MacNamara, secretario de la Defensa bajo los presidentes John F. Kennedy y Lyndon Johnson, admitió que la guerra de Estados Unidos contra el pueblo de Vietnam fue un error –y que la CasaBlanca sabía que era un error–. El error le costó cincuenta y cuatro mil muertos a Estados Unidos y, a la antigua Indochina, un total de un cuarto de millón de seres perdidos en las luchas coloniales de este siglo.
Durante la conferencia de paz de Versalles, en 1919, un joven indochino se presentaba todos los días en la antesala del presidente Wilson para pedir que este apóstol de la autodeterminación le concediera la independencia a las colonias francesas del Sureste Asiático, jamás fue recibido. Wilson pensaba que la independencia nacional era privilegio de los pueblos desarrollados y la violencia –la Revolución Mexicana pesaba sobre el ánimo del presidente–, de los pueblos subdesarrollados. El nombre del joven vietnamita era Ho Chi Minh.
Siempre me he preguntado por la razón de la ignorancia –fingida o cierta– de los gobiernos norteamericanos respecto al mundo. No hay corredor de información más concentrado que el que va de Washington a Boston. En 1977, Richard Nixon explicó que la razón de la intervención norteamericana en Vietnam era detener el expansionismo chino. Olvidaba o ignoraba que durante mil años Indochina ha sabido resistir, por sí sola, a todo intento de expansión china; no le hacía falta la “ayuda” norteamericana. En My Lai, en cambio, las fuerzas armadas de Estados Unidos demostraron que eran capaces de una barbarie comparable a la de los británicos en China, los holandeses en Indonesia, los franceses en Argelia o los alemanes en Polonia.
Sin embargo, existe una constante de la política exterior de Estados Unidos, la de buscar el enemigo afuera de Estados Unidos. El villano confiable, como lo ha llamado el politólogo James Chace, le es indispensable al norteamericano para justificar su propia moralidad maniquea. Ingleses, mexicanos, españoles, alemanes, rusos, coreanos, chinos, cubanos, árabes han asumido cumplidamente el papel hollywoodesco de la nación detestable.
Pero en el mes más cruel, a la terrible admisión de MacNamara se ha unido otro hecho aún más terrible, el salvaje atentado de Oklahoma dirigido contra el gobierno federal por grupos neonazis norteamericanos que en sus remeras proclaman su credo: “Amo a mi país, pero detesto a mi gobierno”. No mataron al gobierno. Mataron a trabajadores y niños inocentes. Y le revelaron a la ciudadanía que esta vez el enemigo está adentro. Ya no hay villano externo.
Ojalá que la tragedia de Oklahoma haga ver a la ciudadanía norteamericana que no son las píldoras de azúcar de la mayoría derechista en el Congreso lo que renovará la grandeza de su patria, sino la solución de los problemas de fondo: salud, educación, política industrial, entrenamiento de trabajadores, renovación de infraestructuras. La crisis universal a la que asistimos, provocada por un capitalismo especulativo que maneja un trillón de dólares diarios sin propósitos productivos, nos coloca a todos ante la obligación de revalorar lo más precioso con que contamos: nuestro capital humano.
Cuando Nietzsche habla del eterno retorno, se refiere también a la repetición infernal de eso que Freud concebía como una heredad inconsciente, generación tras generación, de los males de la humanidad. Recordar el mal es la mejor manera de evitar su repetición. La memoria le da su verdadero sentido a la historia, la salva de la pretendida objetividad de los hechos de archivo, la conecta a la vez con la colectividad y con las vidas personales.
Esta es la lección de la memoria del Holocausto, la guerra sucia y Vietnam. La crueldad de abril anuncia, después de todo, la alegría de mayo, la celebración de los cincuenta años de la victoria contra el fascismo en una guerra que debió librarse y que debió ganarse. Hoy, la muerte del fascismo estalinista no justifica la resurrección del fascismo capitalista.

(Publicado originalmente en abril de 1995, con motivo del 50 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial.)

 

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