Oportunidades
Hoy, 24 de marzo, toda persona decente debería recordar
que hace un cuarto de siglo se instaló en el país
el terrorismo de Estado, uno de los mayores fracasos de la democracia
en el siglo XX, que cometió genocidio sin que le temblara
el pulso y descalabró la organización nacional con
tanta saña y poco castigo que hasta la actualidad se prolongan
algunas de las penurias iniciadas en aquel fatídico día.
Los que hoy, en el mundo, se preguntan por el caso argentino,
intrigados por la contradicción entre el potencial del país
y la decadencia real que lo humilla sin compasión, si quieren
despejar el enigma y desandar el laberinto deberían partir
de las razones que hicieron posible aquella tragedia. Este vigésimo
quinto aniversario viene cargado, además, por las circunstancias
de la actualidad, que le dan una dimensión adicional al ritual
de la memoria. Termina una semana que conmovió al país
y que, por sus alcances, pondrá a prueba la capacidad popular
para influir en el rumbo de los acontecimientos nacionales. Es uno
de esos escasos cruces de camino en los que la actualidad de los
recuerdos son atravesados por las urgencias de futuro.
La crisis político-institucional que se desencadenó
a partir del mensaje de López M., hace una semana, en lugar
de disolverse con los relevos en el Gabinete mantiene abiertas distintas,
incluso antagónicas, oportunidades de posteriores desenlaces.
El golpe de mercado que anunció López M. por cadena
nacional fue neutralizado por una reacción de disgusto público
que atravesó a la sociedad en varias direcciones con un impulso
que llegó hasta la huelga del miércoles, aun después
de que el economista de rostro ceñudo y sus fieles habían
levantado campamento. Esta reacción popular, sobre todo el
paro, fue calificado por el editorial de La Nación del jueves
como un acto de barbarie, con un lenguaje y un pensamiento
arcaicos pero que es cercano a la opinión de los mercados
que vendrían a ser, en esa lógica, el exclusivo reducto
de la civilización. Esto es retroceder a los tiempos de Domingo
F. Sarmiento.
El esfuerzo popular que les detuvo la mano a los autores de un nuevo
sobreajuste, lo mismo que la crisis política, tampoco es
estable. De inmediato, los mismos que habían aplaudido a
López M. el sábado por la mañana, el lunes
ya estaban celebrando el ingreso al gobierno de Domingo Cavallo,
en calidad de copresidente de facto. Con una diferencia esencial:
el ministro saliente era el mercado en estado puro,
mientras que su sucesor llegó con expectativas abiertas en
el interior mismo de la Alianza de gobierno, aunque su consecuencia
más directa es que Fernando de la Rúa aprovechó
esa misma expectativa para diluir los compromisos societarios con
Raúl Alfonsín y Chacho Alvarez, cuyos personeros fueron
excluidos de las posiciones centrales en la administración
del Estado nacional. El golpe de mercado retrocedió por la
puerta, pero regresó por la ventana, siempre dispuesto a
vaciar por completo de legitimidad y autonomía de decisión
al sistema institucional de representación. La demanda de
poderes extraordinarios para el nuevo ministro de Economía,
que le otorgaría la capacidad de legislar y ejecutar por
cuenta propia, aparta a los partidos políticos y al Congreso
del centro de la escena, para sustituirlo por una autocracia.
Sobre el piso de desconfianzas, de broncas, y de incertidumbres
generalizadas, emergen opiniones divididas acerca de si Domingo
Cavallo es el comienzo o el final de algo. En ambos lados se preguntan,
además, por cuánto tiempo un ministro puede hacer
de Presidente, salvo que el titular del Poder Ejecutivo esté
estupefacto o ausente, sin provocar trifulcas, envidias, o lo que
diablos sea eso que los políticos llaman internas caníbales.
Los que creen que la confianza de los mercados, las ambiciones presidenciales
y la hiperactividad forman un combinado que puede darle más
chances al economista de la Fundación Mediterránea
que asus antecesores, consideran que su ingreso al Gabinete, como
la sudestada, es el prólogo de tiempos diferentes. Los que
repasan la obra cumplida en la primera mitad de los años
90, con esas mismas características personales, no
pueden evitar el recuerdo de la desnacionalización de la
economía, del desempleo masivo y de los contratos basura,
y concluyen que es la última oportunidad de un esquema cerrado
que, salvo episódicas intermitencias, trata de estabilizarse
en el país desde hace veinticinco años. En esta segunda
versión, para decirlo con el lenguaje cotidiano, sería
lo mismo que López M. pero con vaselina.
La reforma constitucional de 1994, que Cavallo invoca para pedir
supremos poderes como condición para seguir en el Gobierno,
también les dio a los ciudadanos el derecho de iniciativa
para presentar proyectos de ley en la Cámara de Diputados,
siempre que lo respalden más del tres por ciento del padrón
electoral y que no se refieran a reforma constitucional, tratados
internacionales, tributos, presupuesto y materia penal. El
mismo capítulo (Nuevos derechos y garantías)
faculta al Congreso a someter a consulta popular un proyecto
de ley y si logra el voto afirmativo su promulgación
es automática. El Presidente o el mismo Congreso pueden apelar
también a la consulta sin obligaciones vinculantes. Ni uno
ni otro nunca usaron esos derechos y ni siquiera los reglamentaron.
En cambio, uno y otro están dispuestos a otorgarle las atribuciones
a Cavallo, sin ninguna restricción de importancia. Según
la Constitución los partidos políticos son instituciones
fundamentales del sistema democrático, pero si los
partidos se mutilan por mano propia, ¿en qué condición
queda el sistema democrático?
Los congresistas del Gobierno y de la oposición dispuestos
a la automutilación dirán que es un sacrificio por
la grave emergencia nacional y, en esa misma medida, en defensa
del sistema democrático. El argumento es demasiado parecido
al famoso discurso de Alfonsín que proclamó la casa
en orden, preludio de su eclipse político. Por convicción,
por miedo o por avaricia, los partidos mayoritarios están
dispuestos a rendirse sin condiciones a las exigencias de los
mercados antes que a la opinión popular. Esa conducta
no hace sino confirmar la pobre opinión que tienen de ellos
la mayoría de los ciudadanos, con lo cual no sólo
se debilitan a sí mismos, sino que colocan en graves aprietos
a los que pretenden defender y ampliar la democracia, porque inducen
a sus votantes, desatendidos, desconfiados y desamparados, a tomar
un clavo ardiente con las manos, a la espera de un milagro, en lugar
de confiar en sus propias capacidades para manejar el destino colectivo.
Parecen esos programadores de la televisión basura
que se justifican en lo que las audiencias quieren,
cuando en realidad no están dispuestos a ampliar las opciones
para que, de verdad, cada cual tenga el efectivo derecho de elegir
con libertad. Así, el círculo cierra: no hay nada
más ni diferente para disfrutar y como los espectadores se
resignan, ahí no más le encajan más de lo mismo,
fingiendo que se renuevan.
Hay distintas responsabilidades, por supuesto, entre los que tienen
el poder y los que no lo tienen, entre los dueños de los
mercados y los consumidores sin más derecho que a consumir
lo que le dejan, entre esa tradicional complacencia de los partidos
corroídos por el orín de los tiempos y los que desearían
cambios pero tienen que amarrarse a lo que hay por miedo a que los
trague el abismo, entre la derecha conservadora que ha gobernado
la mayor parte del tiempo y los fracasos de la izquierda o el progresismo
inerme. Estas son las proporciones que hay que cambiar con urgencia,
tanta como la que hay de modificar la distribución de los
premios y castigos con sentido de justicia, porque de lo contrario
el caso argentino seguirá extraviado en el laberinto.
Esta semana, entre las muchas confusiones circulantes, rodó
la versión, con la fuerza que le otorga a los rumores la
disposición a creer de los que escuchan, sobre la posibilidad
de que al fracaso de Cavallo lo suceda la caída del Gobierno.
Esa hipótesis de sustitución, tal como están
las relaciones de fuerza en estos momentos, sería un simple
intercambio de roles entre los que ahora mismo coinciden en el Gobierno
y en la oposición en darle los privilegios que demanda el
ministro de Economía. ¿Quién podría
abrir una esperanza similar a la que en su momento disfrutó
primero el Frepaso y después la Alianza? Con ellos, por supuesto,
no termina la historia, que enseña, por el contrario, que
es posible construir alternativas y abrir camino al andar. Nada
es gratis ni viene de arriba. Quizá, la ocasión de
la convocatoria al 25º aniversario exceda los motivos habituales
y, esta vez, sea el escenario propicio para que muchos argentinos
que, a lo mejor, no frecuentan ese tipo de actividades, se sumen
con el propósito de hacer visible la voluntad de realizar
un destino diferente. Mientras mayor sea el número, más
posibilidades habrá que entre los manifestantes surjan los
que están dispuestos a rebelarse contra la supuesta fatalidad
de los poderes establecidos. Es un acto de optimismo, es cierto,
pero será siempre mejor que encerrarse entre cuatro paredes
a enroscarse en la interminable depresión.
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