Gracias Lucas
Con el mordaz testimonio
de Guillermo Marcelo Fernández, la Fiscalía cerró
la presentación de pruebas sobre la Mansión Seré,
un centro de detención ilegal que dependía de la Fuerza
Aérea. Si el Tribunal acepta finalmente el peso jurídico
de los testimonios y la documentación que viene escuchando
y analizando desde el 4 de junio último, podría quedar
incriminado el brigadier general retirado Orlando Ramón Agosti,
primer comandante de la Fuerza Aérea durante el Proceso.
Blas Parera 49, Castelar, provincia de Buenos Aires. Tal era la
dirección de la Mansión Seré, una casona que
primero perteneció al municipio porteño y que luego
la generosidad de un intendente, Osvaldo Cacciatore, convirtió
en dependencia de la Fuerza Aérea. (Para el doctor Miguel
Marcópulos, defensor de Basilio Lami Dozo, se trata de un
instituto de detención, según dijo al
formular una pregunta a Fernández.
Guillermo Marcelo Fernández fue secuestrado el 20 de octubre
de 1977. Un grupo lo llevó de su casa y lo trasladó
a la Mansión, de donde se fugó el 24 de marzo de 1978,
segundo aniversario del Proceso de Reorganización Nacional,
junto con Claudio Tamburrini, Daniel Rossomano y Carlos García.
Tamburrini y Rossomano ya declararon el juicio, y el testimonio
de Fernández coincidió con el de ellos en la descripción
del lugar (una gran casa de dos plantas, inhabitable como vivienda),
las torturas (golpes y picana eléctrica) y el nombre de custodios
y torturadores: Raviol, Tano, Huguito, Lucas, Chiche, El Tucumano,
El Gordo.
El 7 de junio, Tamburrini, licenciado en Filosofía actualmente
residente en Estocolmo, Suecia, eligió la precisión
como clave de su testimonio. Fernández, en cambio, prefirió
el histrionismo. Artista en París desde que vive allí
como exiliado, o sea desde 1978, año de la fuga, quiso representar
su propia historia como si fuera la de otro. Su personaje fue el
de un testigo que se sienta de espaldas al público y responde
con tono irónico y voz displicente.
Quedará para psicoanalistas analizar esa posibilidad de distanciarse
de sí mismo que exhibió Fernández. Entretanto,
los juristas sacan punta a un relato que no obvió detalle.
La versión de la fuga coincidió con la de Tamburrini.
Observaron un tornillo flojo en la cama, verificaron que una ventana
en lugar de manija estaba atada con un cable de plancha, decidieron
entonces abrir la ventana con el tornillo flojo. Y hasta se permitieron
(Fernández) la humorada de dedicar treinta segundos a escribir
con el tornillo en una pared: Gracias Lucas. Al bajar
del primer piso corrieron (quizás en redondo,
admitió Fernández). Mientras sus tres compañeros
esperaban en un garaje en construcción. Fernández,
desnudo y pelado, tocó timbre en esa madrugada a una señora.
Señora dijo, me robaron mientras iba a
buscar a mi novia, me sacaron el reloj y la ropa y me cortaron el
pelo. ¿Puede llamar a mis padres? Los padres no estaban.
Era el primer fin de semana que salían desde mi secuestro.
Fernández repitió la historia a un taxista. Pidió
que lo llevara a casa de un tío. Tampoco estaba. No
había coche. Fernández aprovechó para
afeitarse y vestirse. Llamó a familiares de sus compañeros,
indicó la dirección del garaje y decidió perderse
en Buenos Aires. Un policía y torturador, el Pampa, le fabricó
unos documentos a nombre de Roberto Calvo. Me pidió
disculpas por la gente que había torturado y matado, y además
de conseguirme documentos me llevó en coche al Uruguay, donde
obtuvo para mí un trabajito como encargado en una estancia
en Nueva Helvecia.
Antes de dejarlo y después de escuchar su relato, el Pampa
preguntó a Fernández:
¿Cinco meses estuviste ahí? ¿Y por qué
no te escapaste antes?
Pero lo más curioso es que aquella vez el Pampa, fue José
Ignacio Garona, defensor de Agosti. Garona quiso saber si Fernández
llevaba algo más que un cable cuando se fugó. El testigo
había dicho antes que también portaba una cadena,
pero accedió a responder: No, ningún otro elemento.
Por lo general no nos daban ni martillos ni esas cosas.
Siguió inquiriendo Garona, esta vez por la descripción
física de los carceleros y torturadores. Fernández
contó que Raviol era culto, grandote, bastante maleducado,
con bigotitos bastante feos (no le crecían bien los
bigotes). A Lucas lo conocía bien. Aproximadamente
mi altura, pelo negro ondeado, bigotes negros, ojos expresivos,
sagaz, más o menos treinta y cinco años, con poder
para humillar a los otros guardias. Tino, era muy mentiroso.
Me decía que a la noche pensaba en nosotros mientras su mujer
le preparaba platos ricos en la casa, porque nosotros estábamos
comiendo porquerías.
¿Y el Tano? Qué personaje grosero el Tano, ¿eh?
Pegaba fuerte el Tano. Un día, al grito de hijos del
diablo, hijos del diablo, agarró un látigo y
empezó a pegarnos. Son todos judíos, decía,
hay que matarlos. Nos obligó a rezar el Padrenuestro.
A Claudio Tamburrini se le había hecho un blanco. Me lo dijo
y se lo recité. Y así fue esa especie de orgía
religiosa que había organizado el Tano.
El Gordo era gordo, informó Fernández
con precisión. Andaba de pantaloncitos cortos y tomaba
sol en la ventana. La cara del Chiche tenía marcas de haber
sufrido acné. Muchos pozos, una piel bastante maltratada.
Un día, para calmar los ánimos, tiró ráfagas
de ametralladora a las ventanas. (En jornadas anteriores del
juicio, los vecinos comentaron que al pasar por la Mansión
Seré solían escucharse tiros.) Sobre el final de su
turno para interrogar, Garona preguntó sobre las características
de la cocina.
Era una cocina muy particular ironizó Fernández
entre las risas del público. Tenía cocina, hornallas,
horno, mesa, cuchillos y tenedores, cucharas y cucharitas, dos ollas,
una pava, un mate, una bombilla y una plancha donde se cocinaban
los bifes.
Héctor Alvarado (Agosti) se interesó por las torturas.
Eran cosas cotidianas. Tan cotidianas que se banalizaban explicó
Fernández.
Los defensores no preguntaron más.
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El asombro de Borges
El testimonio más
largo del juicio duró 5 horas 40 minutos. Fue el 22 de julio
y estuvo a cargo de Víctor Melchor Basterra. Pasó
cuatro años secuestrado en la ESMA, entre 1979 y el final
del régimen militar, aunque siguió siendo vigilado
y controlado hasta agosto de 1984, ya en pleno período democrático.
Había sido obrero gráfico y militante del Peronismo
de Base. Tras su secuestro fue torturado, dijo, durante unas 20
horas. Sufrió dos paros cardíacos. Luego, aceptó
ir con sus captores a citas para señalar a otros cuatro militantes
que también fueron secuestrados. Dos de ellos siguen desaparecidos.
Las defensas intentaron demostrar en todo momento que Basterra se
había convertido en un agente voluntario de la ESMA.
Basterra, en la ESMA, era uno de los encargados de falsificar documentación
(pasaportes, cédulas, permisos de armas) para oficiales y
gente allegada a la Armada. Poco a poco fue robando material (incluyendo
fotografías tomadas en la ESMA) que presentó como
pruebas ante el tribunal.
Ese día en la sala estuvo el escritor Jorge Luis Borges.
Llegó silenciosamente, con su bastón, un acompañante,
y su eterno gesto de asombro. Escuchó. Luego decidió
escribir una crónica para la agencia española EFE.
Se llamó Lunes, 22 de julio de 1985. Este es
el texto completo:
He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral.
Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro
años de prisión, de azotes, de vejámenes y
de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y
la indignación de la carne humana interminablemente sometida
a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió
algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había
entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad,
casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión,
de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas
y de los grillos. También de la capucha. No había
odio en su voz. Bajo el suplicio, había delatado a sus camaradas;
éstos lo acompañarían después y le dirían
que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas sesiones
cualquier hombre declara cualquier cosa. Ante el fiscal y ante nosotros,
enumeraba con valentía y con precisión los castigos
corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas
personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel.
Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron
en ella no pueden salir nunca. De éste o del otro lado de
los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero
acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el
pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible
insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con
sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira.
La cárcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar,
referiré la que más me marcó, para librarme
de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los
presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún
asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de
porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron
los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena
de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que
los torturarían al día siguiente. Apareció
el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad.
No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no
era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia
del mal.
¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo
del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo
del infierno y del cielo. Almafuerte escribió:
Somos los anunciados, los previstos
si hay un Dios, si hay un punto Omnisapiente;
¡y antes de ser, ya son, en esa Mente,
los Judas, los Pilatos y los Cristos! Sin embargo, no juzgar y no
condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse,
de algún modo, en su cómplice.
Es de curiosa observación que los militares, que abolieron
el Código Civil y prefirieron el secuestro, la tortura y
la ejecución clandestina al ejercicio público de la
ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y
busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados
que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo
peligro a sus negadores de ayer.
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El preso que fue juez
¿A qué se
pareció más la Argentina del Proceso? ¿A la
sociedad medieval o a la Mafia? Quizás un poco a las dos.
En la sociedad medieval, cada corporación los distintos
gremios de artesanos, los militares, los sacerdotes, los profesionales
incipientes se regía por sus propias normas jurídicas.
Sus integrantes debían respetar esas normas particulares
y eran castigados por la corporación si violaban su legalidad.
Las reglas jurídicas corporativas estaban por encima de toda
norma social común.
La Mafia, a su vez, también se rige por leyes propias. El
asesinato de un jefe mafioso rival es legítimo según
las normas internas, y no importa a la familia que encargó
el asesinato que la sociedad castigue legalmente el homicidio.
La diferencia entre la sociedad medieval y la Mafia es que en el
primer caso la ley de la corporación ubicada por encima de
la ley social era un producto natural de la historia, simplemente
porque el concepto de ciudadanía aún no había
nacido. La Mafia, en cambio, se rige por leyes propias en tiempos
en que las sociedades han universalizado las normas de Derecho.
En un caso se trata de un dato histórico. En otro, de una
forma evitable y punible.
¿Conocerán esta historia elemental los ex comandantes
que juzga la Cámara Federal?
El abogado Osvaldo Acosta, cautivo sucesivamente en cuatro campos
de concentración, relató en el juicio que después
de un enfrentamiento con un grupo montonero, un irregular agonizante
confesó que en la casa donde habían resistido quedaban
guardados 150 mil dólares. Como los oficiales sólo
habían obtenido 20 mil, los secuestradores decidieron esclarecer
el hecho. Un prefecto de apellido Cortés convocó entonces
a Acosta detenido en El Olimpo para que lo sacase de
un apuro, ya que el Ejército iniciaría una auditoría.
Cortés pidió a Acosta que se convirtiese en juez de
instrucción. El abogado obedeció. Tomó declaración
a las partes (es decir, a grupos distintos de sus secuestradores)
y llegó a la conclusión de que el montonero secuestrado
había mentido. Luego cerró la causa con su firma y
el número de matrícula. Satisfecho, Cortés
la leyó y elevó el expediente a sus superiores.
Por lo menos desde la Revolución Francesa de 1789 la única
legalidad que cuenta en las sociedades modernas es la que se aplica
a todos en tanto ciudadanos. Pero la Argentina del Proceso ignoró
a la Revolución Francesa. Acosta estaba secuestrado, o sea
que sus captores habían cometido privación ilegítima
de la libertad, un delito castigado por las leyes argentinas. Para
sus captores, sin embargo, esa legalidad general era menos importante
que su propia legalidad de corporación (la corporación
de los represores y torturadores), y ello por dos motivos que están
a la vista:
u Los secuestradores violaron la ley al raptar una persona.
u Los secuestradores, ya en la ilegalidad, inventaron una ley propia
al apelar a los conocimientos de Acosta para sustanciar un juicio
socialmente inexistente.
Al violar normas de aplicación social, los secuestradores
se asemejaron a una mafia. Pero el gobierno militar fue más
lejos: una hipótesis mínima plantearía que
amparó a esa mafia y una máxima que la creó
y promovió hasta tornarla estatal. En ambos casos hizo retroceder
a la Argentina a los niveles históricos de la Edad Media.
Con un agravante: que su tarea de descenso al pasado fue consumada
en medio de una civilización que ya no se basa en las corporaciones.
En rigor, el caso que plantea la utilización del abogado
Acosta como juez es sólo una reproducción a escala
menor de lo que fue la Argentina entre 1976 y 1983. ¿Acaso
el centro clandestino era menos ilegal que un régimen político
implantado gracias al derrocamiento violento de un gobierno constitucional?
Y a su vez, la ficticia e ilegítima legalidad deljuicio por
el reparto del botín, ¿fue menos ilegítima
que el invento de enfrentamientos para encubrir asesinatos masivos
de prisioneros?
Dicen los juristas que si se avanza en el desmantelamiento de ese
gigantesco aparato de legalidades socialmente ilegales, con eso
sólo el juicio a los ex comandantes habrá cumplido
una función histórica. Por lo menos reflexionaban
habrán terminado la feudalidad de las corporaciones y el
Derecho clandestino de la Mafia.
(M.G. 1/8/85)
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Señores de la vida
y la muerte
Emilio Fermín Mignone
declaró el 15 de julio. Contó que el 14 de mayo de
1976 un comando militar llegó a su departamento (en Santa
Fe al 2900) haciéndose pasar por personal del Regimiento
I de Infantería del Ejército. Luego se descubriría
que en realidad se trató de un grupo de tareas de la ESMA.
Eran las 5 de la mañana. Se llevaron a Mónica, la
hija de Mignone. Mónica era psicopedagoga y realizaba tareas
de promoción social en una villa del Bajo Flores. Simultáneamente
hubo operativos en los que se secuestró a otras seis personas
que trabajaban en la misma villa, incluyendo a Mónica Quinteiro,
hija de un capitán de la Armada.
Mignone, católico y con fuertes relaciones dentro de la Iglesia,
había sido funcionario bonaerense durante el primer gobierno
peronista, subsecretario de Educación durante el régimen
del general Juan Carlos Onganía, y luego fue rector de la
Universidad de Luján entre 1973 y 1976. Pensé
que me venían a buscar a mí, pero lamentablemente
no fue así, contó en el juicio.
Sus contactos con militares y eclesiásticos le permitieron
mantener reuniones con los generales Olivera Rovere y Vaquero. Le
dijeron que no sabían nada sobre su hija, pero Vaquero planteó
otro tema: Tenemos un problema con los hijos de subversivos,
y tenemos que buscar la manera de que no se eduquen con odio hacia
las instituciones militares. La solución
a este problema fue entregar ilegalmente a muchos de
esos bebés a familias afines a los militares.
Mignone también se reunió en 1976 con el almirante
Montes, jefe de Operaciones Navales. Montes negaba que la Armada
tuviera algo que ver en la desaparición de Mónica
Mignone y de Marta Vázquez, cuyo padre (diplomático
con rango de ministro durante el propio régimen militar)
acompañó a Mignone a la reunión. Mignone le
contestó diciendo que las dos muchachas trabajaban en la
villa de Flores junto a dos sacerdotes, Francisco Jalics y Orlando
Yorio, que también habían sido secuestrados por personal
que, se suponía, era de la Armada. Montes contestó:
Sí, a esos capellanes del Tercer Mundo sí los
detuvo la Infantería de Marina, sobre todo a uno de ellos
porque es muy peligroso.
Mignone retrucó:
Mire, almirante, resulta muy interesante su declaración
porque el almirante Massera y la Armada niegan que los tenga detenidos.
Pero si usted lo afirma, me parece que estamos avanzando bastante
en esta cuestión.
La entrevista concluyó abruptamente. Otra reunión
que relató Mignone fue con el coronel Roberto Roualdés,
jefe de operaciones del Cuerpo I del Ejército. Mignone le
mostró un memorando donde relataba su conversación
con Montes:
Yo veo que cuando Roualdés iba leyendo el memorando,
empezó a ponerse rojo y empezó a subrayar los párrafos
donde yo contaba lo que Montes me había dicho. Entonces me
dice: ¿Usted tiene inconveniente en que yo tenga un
incidente con este chango Massera? Dije que no. ¿Y
con este chango Montes?. No, es cosa suya, tenga todos
los incidentes que quiera.
Roualdés le dijo: Mientras nosotros estamos exponiendo
nuestra vida en el combate, éstos alegremente cuentan y dicen
lo que no tienen que contar y lo que no tienen que decir.
Mignone relató que luego Roualdés le dijo:
Yo a usted lo recibo porque yo sé que usted no está
empiojado, pero usted tiene que saber que yo puedo hacer con usted
lo que yo quiera, porque yo aquí soy el señor de la
vida y de la muerte. Aquí abajo, en estas mazmorras, tengo
33 hijos de militares. Y se van a podrir allí.
También habló de un cóctel en la casa del consejero
político de la embajada norteamericana. Se despedía
el encargado de derechos humanos de esa embajada, Tex Harris. Al
cóctel habían sido invitados tanto militares como
algunos familiares de desaparecidos. En un momento, Harris reunió
a Mignone con el almirante Fracassi. Se produjo este diálogo:
Almirante, lo que a mí me llama la atención
es que las Fuerzas Armadas Argentinas hayan optado por usar un procedimiento
represivo clandestino, fundado en la tortura, la desaparición
y el asesinato de personas.
Eso porque usted no entiende, porque usted es civil, y no
entiende que estamos en la tercera guerra mundial. Además,
si fusiláramos gente públicamente, hasta el Papa nos
pediría que no fusiláramos.
Pero ustedes fusilan gente y hacen desaparecer a personas
que no tienen armas en la mano, que nunca han tenido un arma en
la mano.
Porque son ideólogos. Usted sabe que los ideólogos
son los más peligrosos y son los primeros a quienes hay que
hacer desaparecer.
Mire, almirante Fracassi, no hay ninguna duda de que usted
entonces es un asesino.
Desde su punto de vista, lo soy.
No, desde mi punto de vista no. Objetivamente usted lo es.
El capitán de navío Oscar Quinteiro contó en
el juicio que tuvo seis reuniones con el almirante Massera. Su hija
Mónica estaba secuestrada por la institución a la
que él había pertenecido toda su vida. Massera le
decía que no sabía nada. De esas seis reuniones
saqué en conclusión que el almirante Massera estaba
muy disgustado porque él quería dar a conocer, me
dijo a mí, las listas de los desaparecidos, pero Videla y
Agosti no se lo permitían. Eso me dijo.
Mónica Mignone y Mónica Quinteiro continúan
desaparecidas.
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