Por Hugo
Soriani
Veinticinco años después Oscar y Nélida desentierran
los libros que escondieron en el jardín de su casa en Mar del Plata.
No fueron ellos sino sus hijos los que tomaron la pala y la iniciativa:
Las venas abiertas..., El diario del Che, uno de Elsa Bonerman que era
de ellos, de sus hijos, pero que hubo que enterrarlo por las dudas. Es
mejor enterrar los libros a que nos entierren a nosotros, pensó
Nélida hace 25 años.
Veinticinco años después el Equipo de Antropología
Forense sigue desenterrando. No libros. Desentierra cadáveres y
busca en los cuerpos destrozados las huellas de la identidad perdida.
Los huesos están también húmedos y destruidos, como
los libros.
En la Argentina no quedan desaparecidos con vida... Siempre
fue claro el general Camps.
Los desaparecidos no están ni muertos ni vivos. Están
desaparecidos, explicó, docente, el general Videla.
Veinticinco años después, Eduardo se cruza con Julio en
un aeropuerto del mundo. Se miran y dudan. ¿Podemos abrazarnos,
podemos hablarnos, podemos reconocernos..? Eduardo camina hacia Julio
para tocarle el hombro, pero su mano avanza dudosa y mira las cámaras
que controlan el aeropuerto.
Veinticinco años después Jorge, que tiene veintidós,
no sabe si ya es tiempo de contarle a Paola, que tiene diecinueve, que
él creció en Italia porque su madre sobrevivió a
la cárcel y pudo irse antes del setenta y seis.
Veinticinco años después Paula, que tiene veinticinco, no
sabe si debe contarles a sus amigas del trabajo que ella nació
en Devoto, rodeada de bayonetas y barrotes. Tampoco sabe Paula por qué
siempre en sueños se cae a un pozo obscuro del que sale, pero lastimada
y triste.
Veinticinco años después Hugo, que tiene cuarenta y siete,
y Laura, que tiene cuarenta y seis, no saben hasta dónde avanzar
con su historia sobre Mariel y Charlie, sus nuevos amigos, que son diez
años más jóvenes.
Veinticinco años después Pedro supo que es Roberto y que
su mamá no era la que caminaba con él jugando a la rayuela
cuando lo llevaba al colegio. Pedro, perdón, Roberto, odió
a esa mujer que le traía una historia que no quería escuchar.
Sólo siente una cicatriz que va desde el cuello al alma y una mano
que le aprieta la garganta mientras da vueltas a la Pirámide.
Veinticinco años después Carlos no puede gritar los goles
de la selección de Bielsa y cierra las ventanas cuando las calles
se inundan de bocinas y de banderas celestes y blancas. Es Videla con
su mundial o es Galtieri con las Malvinas, duda Carlos antes de hundir
su cabeza en la almohada.
Veinticinco años después Irene no toma taxis. No soporta
el discurso de la mano dura. Irene sube al colectivo siempre, aunque esté
apurada y sólo mira por la ventanilla para descubrir graffitis
que la sostengan. Llegará tarde al hospital donde trabaja y recordará
el dispensario en la Nicaragua de los ochenta, mientras sube las escaleras
hacia la sala de terapia.
Veinticinco años después los ex presos políticos
organizan cooperativas y reuniones juntando las monedas para que puedan
viajar los compañeros del interior. También juntan valor
para abrazarse y seguir riéndose de las anécdotas que recuerdan
o inventan y que los ayudaron a sobrevivir. El frío de Rawson,
la oscuridad de Caseros, la humedad de Devoto, la muerte de todas pisándoles
los talones.
Veinticinco años después, la mañana del veinticuatro
de marzo, Ricardo y Cristina se buscan las manos en la cama, se dan vueltas
y hacen el amor sin decirse una palabra.
Esa misma mañana Carlos rescata un viejo disco de vinilo, con el
dedo saca la basurita de la púa y vuelve a escuchar la Marcha
de la bronca. Carlos no piensa en Martínez de Hoz. Bronca,
un, dos, tres, Carlos piensa en Cavallo. Es sábado a la mañana
y Ernesto decide volver al barrio. Se para en la esquina de Yatay y Cangallo,
mira lo que fue la vieja carnicería de Don Juan y hace jueguito
frente al buzón con los fantasmas de Beto y de Roby que se la devuelven
a un toque.
Ernesto gira la cabeza para ver la casa donde nació y no encuentra
a ninguno de los vecinos que se negaron a firmar el acta de allanamiento
cuando los milicos reventaron su casa.
Veinticinco años después, la noche de Ferro se llena de
canciones y de gente que se distrae para mirar estrellas o los ojos del
que tiene enfrente: Será él, habrá venido ella....
En la platea del Opera dos adolescentes se abrazan y lloran cuando León
canta Semillas del corazón. Son HIJOS y esa canción
les pertenece.
Veinticinco años después casi todos irán a la plaza
para rodearse de pañuelos blancos y aliviar las sombras que los
persiguen. Para recordar, para encontrarse, para tratar de quererse y
de cuidarse a pesar de todo.
Para mirar las fotos y contarles a los más chiquitos que ésos
fueron sus amigos. Para caminar juntos, aunque la vista se nuble y sientan
piedritas que molestan en sus zapatos.
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