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Lo que vuelve sin haberse ido nunca

Por Noé Jitrik

Hace no muchos años hubo en Europa un brote pronazi muy extraño: negadores de la existencia de los campos de concentración y exterminio se obstinaban en exaltar las virtudes del nazismo, como si el nazismo no hubiera incluido, intrínsecamente, casi por definición, ese colmo de la represión que fue la exclusión radical de judíos, gitanos, homosexuales, enfermos, negros y otros de la vida pública. Probablemente esos abogados supieran que estaban enfrentándose con la historia misma, incluso que se mentían a sí mismos, pero nada de eso les importó: llegaron a disputar en tribunales por su revisionismo seguros, en mi opinión, de que perderían porque ahí estaban todas las inequívocas pruebas del horror nazi; eso obliga a pensar un poco en esa obcecación. Tal vez por esas cabezas pasó la alucinante idea de que la historia pesaba menos que el deseo -imposible– de que el nazismo hubiera podido ser otra cosa. Y algo más: de que un programa posible para el presente de democracias que juzgaban tan degradadas como la de Weimar era un nazismo sin represión, un nazismo de fondo, que no se inventara chivos emisarios para dar de comer a los resentidos, que no perdiera el tiempo poniendo estrellas amarillas en los pechos de la gente ni pusiera sus esperanzas de recuperación económica en el trabajo esclavo de intelectuales contestatarios sino que pudiera concretar su pensamiento, si es que el nazismo tiene pensamiento. Si es que pensamiento es esa otra cosa a la que desde los griegos estamos acostumbrados.
Pura ficción se dirá; sin embargo, sin proclamarlo de este modo, pero fascinada todavía por los excesos del nazismo, más los injertos que colocó en ese cuerpo el fundamentalismo francoargelino, y haciéndose cargo del moribundo discurso de la apaciguada guerra fría, la dictadura argentina intentó a medias la realización de la utopía nazi revisionista; a medias porque la masa de personas que exterminó no pertenecía a ningún grupo étnico ni social en particular sino a una tribu rara cuya religión ordenaba a sus miembros no hacer ayuno los sábados sino corregir los errores e injusticias de una democracia de bases endebles, emanación misma de la perversidad de una estructura en la cual unos pocos gozan de todo y otros muchos de casi nada. Digo que a medias porque cada vez está más claro que la dictadura tenía un plan de reordenamiento económico que, por ser dictadura, no podía aplicar con tranquilidad: estaba condenada a ser represiva, mucho más de lo que es normalmente lo que se conoce como el sistema capitalista. No tuvo suerte, tampoco el nazismo alemán la tuvo, pero es evidente que algo de lo que intentó poner en acción quedó en el aire, su frustración no gozó, todavía, de reivindicadores, como los grotescos negadores de los campos, pero parece más que evidente que lo central de su proyecto regresa, con otro lenguaje, también para rectificar el rumbo de una democracia vacilante y torpe, enredada en una crisis sin fin, detrás de cuyas debilidades y, en suma, crueldades, se escucha un rumor que de a ratos es clamor.
¿Es posible pensar un nazismo sin represión? no es fácil y no sólo porque la historia hace un solo bloque de ambos términos pero intentarlo podría dar lugar a un ejercicio intelectual quizás interesante; la hipótesis podría tener algún porvenir si se le quita el intragable calificativo y se reemplazan los términos. Si se piensa que el nazismo superó con un lenguaje seguro de sí mismo, afirmativo, fuertemente emocional, las grandes controversias que invitaban a la gente no a gritar sino a discutir, si se considera que partía de la existencia de un Estado fuerte del que debía apoderarse para canalizar un ideal de preeminencia nacionalista, si se recuerda que apelaba al resentimiento de grandes masas de desocupados a los que prometía un destino de satisfacciones infinitas, tal vez podía haberse evitado la tragedia mundial que provocó al buscarse un chivo emisario en cuya culpa centró la unidad ideológica de su programa. Esto quiere decir que el programa existió y que bien podría serese programa el que regresa, ya sin andar amenazando a nadie por ser quien es ni andar apaleando bolivianos o barbudos o jubilados.
Tal vez por un mecanismo semejante, o porque esa posibilidad está en el aire, es ya casi un lugar común argentino sostener que lo que la dictadura se propuso por la fuerza, la democracia lo está logrando por medio de votos, leyes, decretos, decretos leyes, libertad de prensa, acuerdos políticos. Lo que establece una continuidad con la dictadura no es el mecanismo de las desapariciones, ni siquiera que haya más o menos apaleos durante las manifestaciones o los cortes de rutas sino otra cosa, más brutal todavía pero más sutil porque pone en escena un razonamiento de emergencias que encubre la voluntad de imponer un proyecto económico, de consecuencias sociales y políticas, que nace con la dictadura.
¿Nazismo sin represión? Yo no me puedo negar a esa posibilidad que no necesita, para concretarse, de grandes lucubraciones ni de ideologías remanidas o sofisticadas; le basta el pragmatismo, incluso ese lenguaje íntimo que diluye dificultades y rechaza declaraciones, el revestimiento mágico de las soluciones –que son más sencillas de lo que se piensa–, la confluencia patriótica en torno a un no-programa, la instilación del miedo como generalizado terror al vacío, toda esa parafernalia discursiva que se ha escuchado en estos días en el país y que ha provocado grandes oleadas de un inexplicable estupor. No se dice mucho pero ese estupor, que tiene todo el aspecto de la depresión que nos toma después de un accidente o de una agresión, tiene que estar expresando algo así como la sospecha de que lo que ocurre es que estamos asistiendo a la presentación en sociedad de nuevas formas, no aparatosamente represivas, del nazismo, toda vez que no hay Estado fuerte de cuyos resortes fuera interesante apropiarse, eso que la dictadura trató de lograr y que se manifiesta de otro modo, con un lenguaje mezclado, salpicado de tecnicismos pero también de vulgares renuncias a una racionalidad que vaya un poco más allá del crudo realismo político que consiste, en estos días, en fingir que lo que se afirmó anteayer no se dijo, en eludir la responsabilidad de reforzar a un Hindemburg vacilante y en proclamar con la mano en el pecho que se apoya a un gobierno tambaleante para sostenerlo cuando lo que se está intentando ya y desde ahora es tumbarlo o ocuparlo, como suelen hacer las bacterias cuando el sistema inmunitario afloja.

 

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