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El lugar elegido

El fanatismo de los hinchas muchas veces se prolonga más allá de la muerte. Y el solar destinado al descanso eterno se confunde con el predio de la pasión. Como en esta historia:

Por Juan Pablo Bermudez

Lo trajeron en coma desde Miramar. Los médicos no le auguraron un futuro pródigo en salud y años por vivir sino, más bien, se podría decir que todo lo contrario. A pesar de que había llevado sus 81 años con entereza, la luz se apagaba y no había prácticamente nada que hacer. Lo metieron en terapia intensiva y lo llenaron de cables y tubitos, de esos que, salvo los médicos, nadie sabe muy bien para qué sirven. Y que además impresionan. Los ojos cerrados, el cuerpo inmóvil. Los médicos, por cambiar el clima, por tratar, en un gesto brutalmente humano y solidario, de que no fuera peor de lo que era, hablaban entre ellos de fútbol, y uno, señalando con la cabeza al paciente, le comenta: “Es de Chacarita”. Y el otro, joven y con ganas de reírse de la guadaña, le grita “¡Decile que se haga de Boca!”. El paciente, con los ojos cerrados, con la cara y el cuerpo lleno de cables, mueve la cabeza de un lado hacia el otro para explicar que no, que de Boca jamás. Que era de Chacarita precisamente hasta la muerte.
No se supo muy bien si fue eso o qué, pero Antonio, el tío Antonio, salió del coma. A los dos días, ni resto de los tubitos. Lo primero que preguntó fue “¿Cómo va Chacarita?”. Chacarita jugaba con Racing, y él, a pesar de la somnolencia del coma en la que había estado, lo sabía. “Papá, por lo menos preguntame cómo estás”, lo retó el hijo, pero a él no le importó. Recién se quedó tranquilo cuando le dijeron “dos a dos”. Y cuando intentaron explicarle que, de volver a su casa iba a tener prohibida la radio del domingo, se limitó a mirarlos y preguntarles, muy tranquilo, “¿y quién me lo va a prohibir?”.
Toda su vida había sido así, ¿por qué iba a cambiar ahora? Después de todo, la muerte iba a llegarle de cualquier manera y qué mejor que esperarla con la oreja pegada a la transmisión de su querido Chaca, justo cuando disfrutaba, después de mucho, de estar en Primera y con campañas más o menos dignas. Toda su vida fue así. En el cumpleaños del hijo, el año pasado, sus nietas consiguieron que fuera un jugador del plantel profesional y el tío casi se larga a llorar de emoción. Obviamente, esa pasión (real, bien entendida) fue transmitida a ese hijo que lo acompañó siempre a los tablones de la cancha de San Martín.
También tuvo que soportar intromisiones en la familia. Su cuñada, la abuela Fita, tuvo el mal gusto de casarse con un hincha de Atlanta, el abuelo Francisco, allá por esos años en los que Villa Crespo estaba dividido entre Bohemios y Funebreros. Y la familia se partió al medio. Para colmo, el abuelo Francisco no sólo era hincha, sino además hijo de un histórico canchero de Atlanta y él mismo llegó a jugar varios partidos en la reserva hasta que sufrió una lesión de meniscos, en una época en la que tal contingencia dejaba afuera de las canchas al más hábil de los futbolistas. Después vino toda la historia de los estadios, de la “usurpación” bohemia (Atlanta se quedó con la cancha de Chacarita en una historia que nunca terminó de ser clara) y del odio visceral entre unos y otros.
El hijo de Francisco, por supuesto, salió hincha de Atlanta, y a pesar de la amistad entre los primos del tío Antonio nunca pudo digerirlo. La venganza llegó años después, con el nacimiento del primer nieto de Francisco, cuando una operación casi de inteligencia convirtió al chiquito, al que todos veían como un futuro bohemio, en un consecuente –y fanático– hincha funebrero. “Te lo metimos en la casa”, bromeaba el hijo de Antonio al hijo de Francisco, que, dicho sea de paso, pese a su grandeza de espíritu y a su convicción democrática, tampoco nunca digirió del todo la traición e incluso una vez llegó a quemar un par de medias de Chacarita que el hijo de Antonio le había regalado a su hijo porque el obsequio coincidió con una vergonzosa derrota de Atlanta.
Eran otros tiempos, claro. Los dos equipos pasaban varias temporadas en Primera y las excursiones a la “B” eran apenas momentáneas. Durante algunos años, los Funebreros tuvieron que soportar que Atlanta ostentara con orgullo el título de Campeón, aunque lo había obtenido en un torneo considerado no oficial, jugado en ocasión del viaje de la Selección nacional al Mundial de Suecia, en 1958. Pero en 1969 llegó el turno de Chacarita con aquel inolvidable conjunto de Marcos, Recúpero y Orife, entre otros. El hijo de Francisco, infiltrado anónimo y amante del fútbol, se subió con el tío Antonio y con su primo al micro que salió de Humboldt y Dorrego lleno de hinchas de Chacarita, de los bravos. Y festejó –por qué no– junto a la familia el campeonato, obtenido con un memorable 4-1 frente a River, “los eternos subcampeones” por aquel entonces. El tío Antonio debe haber agradecido para sus adentros ser partícipe de algo tan insólito como increíble.
De todos modos, con los años también llegó la devolución de gentilezas. Cosas del amor filial al fin y al cabo, el nieto de Francisco (el Funebrero fanático) se escapó una tarde de la universidad para irse hasta Villa Crespo a ver la final de la B entre Atlanta y Nueva Chicago, cuando los Bohemios ganaron 1-0 y ascendieron por última vez a Primera. La foto de Sólo Fútbol inmortalizaba el grito de gol del Funebrero fanático en la tribuna de Atlanta, aunque por suerte para él merced a la distancia de la toma, lo reconocían sólo los familiares. El tío Antonio nunca se pronunció al respecto, no se sabe si por discreción (difícil creerlo) o sencillamente porque nunca supo del extraño acontecimiento.
El tío Antonio, finalmente, se murió. Miembro de una extraña familia (futbolísticamente hablando) en la que Atlanta y Chacarita eran los comentarios excluyentes, supo, a pesar de ese fanatismo a veces rayano en la irracionalidad, convivir con los de Atlanta, aunque para él el nombre del club de Villa Crespo era palabra prohibida. Incluso fue varias veces miembro de la Comisión Directiva de “su” club, aunque eso resultó lo de menos. Siempre de local, y muchas veces de visitante, las canchas donde jugaba Chacarita lo recibían con esa memoria alucinante que le permitía recitar de memoria nombres, goleadores y formaciones enteras de cualquier año. Por todo esto, al fin y al cabo, a nadie le extrañó el lugar elegido.
Cuando dentro de un tiempo, tal vez no mucho, los hinchas y los jugadores de Chaca se sorprendan al ver a unos hombres emocionados entrando a la cancha de San Martín con un jarrón para esparcir las cenizas por el césped, seguramente se dibujará en algún lado la sonrisa del tío Antonio por ver cumplido su deseo. Un vivo el tío. Sabe que estando en la cancha la familia lo va a visitar mucho más seguido que si estuviese en el cementerio. Aunque hubiera sido el de la Chacarita.

 

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