Julio
D. Barbaro.
No fue un infarto
No hubo sorpresa,
no produjo asombro, ni tampoco miedo.
Hacía ya tiempo que cada uno hacía su juego, que nada nuevo
intentaba cambiar el rumbo de las cosas. Los violentos no creían
en la democracia y apostaban al golpe. Los verticalistas, convencidos
de que Isabel alcanzaba para gobernar, ignoraban los riesgos. La oposición
en su mayoría jugaba a ser Pilatos.
El cansancio y la inconciencia de lo que venía hicieron el resto.
Era la Crónica de una muerte anunciada, ignorábamos
el cómo y el cuándo, pero todos conocíamos el final.
Con Ricardo Zinn nos habían infiltrado el pensamiento liberal,
con las Tres A de López Rega nos metieron el fascismo. Una revista
que aún existe acusaba a Lastiri de tener trescientas corbatas.
Nunca denunció los 30 mil desaparecidos.
Con Carlos Auyero y Nilda Garré conformábamos un bloque
de treinta diputados rebeldes, habíamos logrado el juicio político
a López Rega, pero no pudimos hacer lo mismo con Isabel.
Pensábamos que con Luder la democracia sería más
estable, pero los leales la trajeron de Ascochinga.
Algunos decían tener contactos militares, otros hablaban con los
guerrilleros, casi todos con ambos, y todo para no encontrar nada nuevo.
No fue un infarto sino una larga agonía sin esperanza. Los diputados
deambulábamos por los bares, buscábamos alguna salida, veíamos
venir el desenlace, pero ninguno de nosotros lo imaginaba en su verdadera
dimensión.
El clima era de agobiante tensión, discutíamos sobre si
debíamos ocultarnos o simplemente el golpe nos iba a ignorar. La
violencia sofocaba a la democracia.
Cansancio e ignorancia del peligro. Sacábamos nuestras cosas de
los despachos con la lentitud del que no conoce los tiempos, pero con
la convicción de un final de ciclo.
La gente, que con Perón en vida llenaba las calles, se negaba a
salir de sus casas.
El golpe no fue una sorpresa, pero sus consecuencias superaron nuestra
imaginación.
Atilio
A. Borón
Memoriosos inclaudicantes
Por fin una nota cargada
de promesas y de futuro dentro del negro panorama que nos agobia. Ante
el repugnante espectáculo producido por la dirigencia política
compitiendo de rodillas para ver quién lame la bota de los mercados
con más entusiasmo fue reconfortante comprobar que no todos sufren
de amnesia y no todos claudican. Que como sociedad algo hemos aprendido.
Una verdadera multitud se dio cita para acudir en Buenos Aires a la marcha
convocada para no olvidar, por la verdad y la justicia. La preservación
de la memoria es un imperativo fundamental para toda comunidad que quiera
resguardar su identidad y evitar que la conviertan en un insípido
mercado. También, para no reiterar errores, no caer en las mismas
trampas y no volver a escuchar los cantos de sirena de los falsos mesías
que la condenan a la autodestrucción.
Algunas lecturas de la marcha. En primer lugar, ratificó la densidad
y vitalidad de la izquierda social en Buenos Aires. Una izquierda
que por hallarse fragmentada y atomizada carece de expresión política
unitaria y que, si llegara a tenerla, la convertiría en un instrumento
político capaz de poner freno al acoso insaciable de los
señores del dinero, como dice Marcos. Sería interesante
que sus dirigentes trataran de aprender algo de la experiencia del PT
brasileño, un partido en el que conviven sectores muy heterogéneos,
pero en el cual su vocación política -.es decir, su afán
por transformar la realidad-. ha claramente prevalecido por encima de
tentaciones testimoniales, mezquindades de capilla, solitarios caudillismos
o el narcisismo de las pequeñas diferencias. Segundo: impresionante
presencia de jóvenes, dato extremadamente alentador y que avienta
el peligro de que el repudio al terrorismo de Estado se convierta en un
asunto generacional. Es justo rendir tributo a la labor incansable
de los organismos defensores de los derechos humanos y a las organizaciones
de izquierda que hicieron posible el traspaso de experiencias y la preservación
de la memoria a jóvenes nacidos después del golpe de 1976.
No hay muchas razones para sentirse orgullosos de nuestra vida política,
pero ésta es, sin dudas, una de ellas. Tercero y último:
la multitud convocada no se equivocó al establecer un preciso paralelismo
entre el golpe de ayer y el de hoy, entre el de 1976 y el de estos días.
El primero instauró a sangre y fuego la primacía del capital
financiero y el neoliberalismo; el segundo ratificó ese rumbo y
consolidó la dictadura de los mercados con métodos más
sutiles, pero no menos crueles y letales. En el 76 hubo partidos
y dirigentes que fueron los cómplices civiles del horror. En 2001
ya no son más cómplices sino, gracias a sus olvidos y claudicaciones,
los protagonistas principales de esta nueva fase de la dictadura; los
que, como antes decían los militares, tienen a su cargo asegurar
que las urnas están bien guardadas. Ahora el método
no es el de antes; se las instala, se convoca al pueblo para que decida
y luego, perversamente, se repudia el veredicto de las urnas y se defrauda
el mandato popular. Por eso el repudio que estos personajes .-los Videla
y Cía. de hoy-. concitaron en la plaza fue tan generalizado como
merecido. Trabajaron arduamente para ganárselo.
Nicolás
Cassullo.
Fantasmas en el dintel
Para algunos de los
que ya estábamos afuera, en este caso en México, el golpe
militar del 76 tuvo diversas resonancias que en esos días no terminaban
de cuajar, aunque se oyesen entrando por el cuerpo, serpenteando en la
cabeza, agitando con una inquietante desmesura el corazón exiliado.
Recuerdo: resonancias indiscernibles en un principio. Palabras que salían
de la boca con una mezcla de frialdad de cuadro político
y espanto de una extranjería extraviada en una ciudad implacable,
eterna en su extensión, aquel México Distrito Federal. Resonancias
que de igual manera mostraban los rostros del destino irreversible.
Por un lado, las noticias esperadas que fueron cayendo de a poco, certificaban
que el país se reintroducía en una clásica normalidad
que había educado y formado a nuestra generación sin sortear
una sola materia ni examen final. Era otro tiempo de los militares. Desde
Reforma e Insurgente, donde almorzaba a dos cuadras del diario, podía
imaginar sin que le errase a ningún detalle desde tal lejanía,
las voces de los locutores, las marchas predilectas, los comunicados de
entonaciones severas, los titulares de los diarios al día siguiente.
El exilio recién comenzaba ese día, desperezaba su penumbroso
cuerpo, se abría a la noche y los aullidos. El exilio era ahora
de pronto una extensión conversada con Jorge Bernetti, con
Ana al regresar a casa, con otros que aparecía aterradora.
Serían años afuera. Y uno decía años en la
exacta lucidez de ese infinito, y no meses como nos fuimos engañando:
hasta las elecciones y la retirada de Isabel. Serían años
los que nos esperaban, y en ese dato las calles, los frentes de las casas,
el tono del cielo, el rostro de la gente, el prender la luz o lavarse
los dientes adquirían una dimensión nueva, indecible, con
una carga de violencia tal que fue lo único no muy hablado, como
suele suceder con las cosas que en el fondo atenazan el alma de verdad.
Y esos años por delante, si bien la noche del golpe
resultaban inmedibles, alcanzaban en casi todas las especulaciones la
cantidad de al menos una década.
El segundo rostro fantasmal que como baba del diablo se colgó detrás
de la puerta, fue el de las muertes venideras. Varios de nosotros, distanciados
ya de las organizaciones armadas, sabíamos, calculábamos,
sospechábamos, imaginábamos lo que antes, allá a
fines del 74, discutíamos orgánicamente y planteábamos:
que sería un baño de sangre, una carnicería política
y militar. Ese día de marzo conversábamos desde la conciencia
absoluta de que no significaba una dictadura más, sino el campo
de prueba de una inmensa violencia entre aparatos disímiles. Sin
embargo nada de lo pensado ese día estuvo a la altura de lo que
sobrevino. Y cuando años después leía al periodista
vienés Karl Kraus diciendo en 1916 cuando los hechos de horror
toman la palabra, cuando barren con todas las palabras, recordé
aquel día de marzo mientras leía los cables de las agencias
informando sobre la flamante junta militar. Trabajaba en la sección
internacional del diario El Universal y Jorge lo hacía en la sección
Editoriales. Ese día, creo, escribimos sendos y largos artículos
sobre la Argentina, y acordamos con el director enviar un corresponsal
a Buenos Aires, al que le detallamos zonas y lugares propicios de la ciudad
porteña.
El tercer espectro que me rondó durante esas jornadas, y que compartí
con menos oídos todavía, o redacté en selectas cartas
a compañeros lejanos, tenía que ver con otro tipo de cráter
en el pecho. Recién en esos días mi máquina de escribir
recobró una fatídica intensidad perdida en el destierro,
para dibujar malamente la silueta de ese tercer espectro impreciso, también
con aroma a muerte. Se trató del reconocimiento de que un largo
tiempo histórico empezaba a extinguirse para siempre en la Argentina.
Como si una napa reseca, sedienta y cadavérica se lo chupasesalvajemente
de la superficie de las escenas, de las lógicas, de las palabras,
de las terminologías, de las representaciones del mundo y de las
referencias todas.
Una vieja Argentina que habíamos aprendido a deletrear quizás
demoníacamente (pero en las antípodas de la teoría
de los dos demonios que luego se impuso como encarcelamiento político
e historiográfico) una antigua Argentina, digo, sentí
que empezaba a agonizar de manera brutal ese día, con sus peronismos
revolucionarios, nacionalismos izquierdizados, marxismos nacionalizados,
cristianismos terceristas, humanismos sociales, guevarismos, basismos,
resistencias, sindicalismos duros, clasismos, gremialismo periodístico,
frentes de la cultura, cátedras programáticas, clase
obrera en ascenso, universidades del compromiso. De igual manera
esa intuición de lo agonístico, conservaba aún en
esos días una suerte de calidez de las despedidas, como también
la plena conciencia de las fatídicas desmesuras cumplidas. Quiero
decir: todo aquello no era todavía libro best seller ni investigación
puntillosa de un pasado.
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