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Prejuicio, publicidad y política

Por Eugenio Raúl Zaffaroni *

En toda sociedad hay poder, que se reparte en forma vertical u horizontal, según domine el modelo corporativo o el comunitario, que no existen en formas puras, pues ambos conviven dialécticamente con coyunturales pulsiones verticales y horizontales.
La tendencia verticalista o corporativa avanza hasta el autoritarismo (y el totalitarismo) cuando la horizontalidad se debilita. Para ello los autoritarios tratan de reducir las relaciones horizontales o convertirlas en relaciones de conflicto (opción “amigo/enemigo”). Para lo primero les basta conseguir que unos ignoren la existencia de otros (nadie se puede relacionar con quien no existe), para lo segundo que lo reconozca como enemigo.
Ambos objetivos se logran reforzando prejuicios, es decir, rechazos que no se fundan en hechos y que se repiten por mera reacción emocional e irreflexiva. Por eso el autoritarismo eleva un “saber” pretendidamente “popular” a la categoría de único criterio de verdad, contra toda verificación empírica. El único juez de la verdad es el “pueblo”, pero entendido como portador de prejuicios, es decir, degradado a conjunto emocional e incapaz de crítica racional. No se apela al “pueblo” en el sentido democrático y liberal, sino en el romántico (en el peor sentido de la expresión).
Esta táctica de elevación del prejuicio a único criterio de verdad es la base de todo autoritarismo. Se la conoce con la palabra alemana völkisch, que no debe identificarse con el nazismo: si bien Hitler hizo un uso formidable de esta táctica, no la inventó (se la copió a un intendente antisemita de Viena) ni tampoco es exclusivamente alemana (la campaña contra Dreyfus era völkisch, especialmente el discurso de Charles Maurras).
Pero el prejuicio es usado también en otro ámbito originariamente lejano a la política: la publicidad. Es natural que quien quiere vender, antes de producir, averigüe cómo piensa la gente y luego produzca lo que la gente quiere comprar y más tarde refuerce lo que la gente piensa para vender más. En principio no habría nada muy objetable, ni siquiera desde el punto de vista ético, porque no es a los publicitarios a quienes incumbe el especial deber ético de combatir los prejuicios.
Este especial deber lo tiene la política, por lo menos en todo Estado de derecho. A la política le incumbe una función pedagógica frente a los prejuicios, como condición para reforzar las pulsiones contrarias a la verticalización jerarquizante de la sociedad que de no compensarse aniquila al propio Estado de derecho (lo reemplaza por el Estado de policía). El político democrático no puede ser völkisch, porque degrada el concepto mismo de “pueblo”, presuponiendo su incapacidad de crítica racional. Para el político democrático el pueblo es un conjunto capaz de pensamiento y reflexión; para el völkisch está integrado por millones de “doñas Rosas” con pocas neuronas. Para el democrático es un interlocutor adulto; para el völkisch es un niño (y el prejuicio les hace creer que todos los niños son tontos). Al político democrático no le está permitido mentir a su igual, y no puede racionalizar que la mentira es piadosa porque la dirige a un niño tonto. Y tampoco puede ser völkisch porque fortaleciendo el prejuicio reduce a la comunidad y eso debilita la democracia, porque altera la relación dialéctica entre las pulsiones de horizontalidad y verticalidad de la sociedad.
Ni siquiera puede el político democrático ser völkisch amparándose en que es “populista”. El populismo es una opción preferencial estratégica por los intereses de las mayorías sin revoluciones radicales de las estructuras; lo völkisch es una mera táctica de uso, abuso y refuerzo de los peores prejuicios con cualquier objetivo estratégico. Sea cual fuese el juicio que cada quien tenga, es innegable que la historia enseña que Yrigoyen, Perón, Haya de la Torre, Lázaro Cárdenas, Velasco Ibarra, Gaitán y muchos populistas más no fueron völkisch, aunque eventualmente pudieron caer en algún uso coyuntural de esa táctica.
El problema contemporáneo es que la política se lleva a cabo con tácticas publicitarias y lo inocuo en la publicidad se vuelve nocivo en lo político. Las campañas políticas son campañas publicitarias, y el entrenamiento para ellas no se interrumpe, porque a una elección sigue otra y los políticos continúan haciendo publicidad. La inofensiva publicidad comercial trasladada a la política se convierte en táctica völkisch, la continuidad de las campañas la vuelve permanente y los políticos democráticos dejan de serlo en la medida en que se convierten en políticos völkisch, construidos a la medida de los prejuicios cuyo refuerzo les garantiza clientela.
Sin duda que esta contradicción parece ser el más importante obstáculo contemporáneo opuesto a la lucha contra todas las formas de discriminación. En el día que el mundo dedica a la lucha contra la discriminación y que –azarosa pero no indebidamente– coincide con el día de la poesía, bueno sería que todos reflexionásemos sobre este creciente obstáculo, pero en especial sería formidable que lo hiciesen los políticos.

* Titular del INADI; director del Departamento de Derecho Penal y Criminología UBA; vicepresidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal.

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