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HACE HOY CIEN AÑOS NACIA EL LETRISTA, ACTOR, PERIODISTA Y PENSADOR ENRIQUE SANTOS DISCEPOLO
El indiscutible y único narigón del siglo

Escribió buena parte de los clásicos�clásicos de la historia del tango. Fue conciencia social (�Cambalache�), existencialismo criollo (�Uno�), filosofía urbana (�Cafetín de Buenos Aires�), autorreferencia descarnada (�Fangal�) y humor (�Chorra�). Murió en 1951, con más años que kilos.

Por Fernando D’Addario

Las esquirlas de sus dardos existencialistas podrían marcar la vigencia de una personalidad sin tiempo ni lugar, pero Enrique Santos Discépolo es, más allá de la rigurosidad de las efemérides, una figura cuyo nacimiento, apogeo, decadencia y proyección post-mortem se encadenan con precisión de relojería a los procesos históricos que lo cobijaron. Hoy hubiese cumplido 100 años, y ese recorrido secular, que excede largamente a su muerte (ocurrida en 1951), permite desentrañar la dinámica pendular del argentino medio, que atraviesa los años y las décadas con una mezcla de sorpresa y frustración, acosado por cambios que no comprende.
Discépolo nació con el siglo pasado, y acaso la desmesura de sus emociones haya sido producto de ese mundo en estado de ebullición, en el que todo parecía posible. Claro que su tragedia personal –a los 9 años ya era huérfano de padre y madre– se coló en las coordenadas geopolíticas y ayudó a modelar a Discepolín: un personaje hiperkinético, sensible hasta el desgarro, creyente y herético, vanguardista y conservador, pero por encima de esas definiciones, un hombre inerme, perdido en un mundo que se le escapaba de las manos. Cuando era chico, cubrió con un paño negro el globo terráqueo que había en su casa: “Me parecía que el mundo debía quedar así para siempre”, declaró años después. Desde esa soledad, y con un efecto casi autoflagelante, tiró su arsenal artístico, diseminado en un puñado de canciones gloriosas (a su muerte dejó sólo 36 tangos, muchos de ellos perfectos), obras de teatro y películas con suerte dispar.
El núcleo autoral de Discépolo coincide con la Década Infame, y algunos de sus tangos más famosos (el más emblemático, “Yira yira”, de 1929) se le adelantaron levemente. No es ilógico que se haya sentido perdido en la Argentina de Uriburu y Agustín P. Justo, en el país del Pacto RocaRunciman, en el de las prebendas, los negociados y el despilfarro de unos pocos. Su reacción humanística, que en “Cambalache”, por ejemplo, podría considerarse conservadora y moralista, tenía su correlato en una poética absolutamente rupturista dentro del tango. Discépolo quebró la inercia carrieguista de costumbrismo sentimental que caracterizaba al género, utilizando para ello una mirada que ligaba con naturalidad el sainete y el grotesco de su formación actoral (creció bajo el influjo artístico de su hermano, el gran dramaturgo Armando Discépolo), con el cambalache que lo rodeaba. En 1925, con “Qué vachaché”, rompió con el manierismo de los tiempos de Alvear. No era su momento, de todos modos. Lo estrenó Tita Merello y fue un fracaso. Poco después, ya estaría en sintonía con lo que se venía: “Esta noche me emborracho”, en la voz de Azucena Maizani, fue un éxito y lo posicionó como un letrista excepcional.
En los años ‘30, Carlos Gardel ejercía el irresistible rol del bon vivant internacional, y los fastos de los grandes hoteles donde se alojaba poco tenían que ver con la realidad de los hijos de inmigrantes que en Buenos Aires ya se habían desengañado del sueño paterno de “hacerse la América”. Discépolo le escribió a los mismos arquetipos de abandono y rencor patentados por el “tango-canción”, pero lo hizo desde otro lugar, asumiendo la derrota, enfrentando la realidad con ironía y patetismo. El se veía a sí mismo grotesco. Flaquísimo, enfermizo, narigón, culto y desprolijo, representaba la proyección porteñísima de un personaje de Dostoievski, a quien –no por casualidad– admiraba y leía con devoción. Como un Raskolnikov que se inmolaba en busca de una redención de la que descreía, Discépolo escribía pedazos de canciones en pequeñas tiras de papel que dejaba olvidadas en bolsillos de sacos y pantalones, a cualquier hora, en cualquier lugar. Así, los tangos se iban “llenando” con aforismos brillantes, y los concluía no sin dificultad, porque solía perder sus borradores. Se dice que para terminar los versos de “Uno” estuvo un año entero buscando una palabra que se le había escapado. Sufría escribiendo. Las palabras y las ideas llegaban y se iban. Quizás ésa haya sido la razón por la cual no triunfó como dramaturgo: no tenía una dirección conceptual para su arte sino que transcribía su visión episódica de la vida, llevandoa la música una suerte de teatro repentista, aparentemente efímero pero, tal vez por eso, destinado a sobrevivir a todas las tendencias. Como cineasta y actor se reservó, en general, papeles más tiernos, queribles, como si pretendiera exorcizar las heridas que abría en sus canciones. Aun hoy (o especialmente hoy) sigue siendo más tranquilizador identificarse con El hincha (película rodada en 1951) que con el personaje de su “Canción desesperada”.
Siguiendo la ruta de analogías históricas, Discépolo “entró” al sistema con el peronismo. Y entró a lo grande, exultante, porque ni él ni el peronismo eran partidarios de los términos medios. Como todo escéptico, el día que creyó, puso el alma en esa fe. Desde los micrófonos de Radio del Estado abonó su nuevo rol de apologista del gobierno, y su célebre personaje “Mordisquito” se convirtió en blanco unánime de los “contreras”. Así, como abanderado popular de un régimen que, empezando los ‘50, manifestaba los primeros síntomas de desgaste, Discépolo tuvo la desgracia de haber sido estigmatizado mucho antes de que cayera Perón. Sus antiguos amigos, la mayoría antiperonistas, como buena parte de los artistas e intelectuales de la época, lo abandonaron. Homero Manzi parecía presentirlo, y antes de morir le dedicó un tango en su homenaje, “Discepolín”, en el que le decía: “Conozco de tu largo aburrimiento/ y comprendo lo que cuesta ser feliz”. A Discépolo no le perdonaban que le hubiera pedido una tregua a la amargura, y que eligiera un lugar de semejante exhibición pública para expresarlo. Llegaron a adaptar sus propios versos para insultarlo. Su fervor militante se convirtió finalmente en un boomerang: se quedó más solo y más flaco que antes (sólo su compañera Tania lo acompañó) y murió un 23 de diciembre de 1951.
Habrá que añadir que su legado artístico adquirió distintos significados según pasaron los años. Como leyenda, fue más peligroso muerto que vivo. A las sucesivas dictaduras militares que gobernaron el país no les costó llegar a la conclusión de que la poesía torturada y derrotista de Discépolo, y los delirios mesiánicos de “argentinos a vencer”, o “Argentina potencia”, no resultaban compatibles. En 1976, “Cambalache” llegó a figurar en una lista de canciones prohibidas. En su estrechez de miras, los militares no advertían, acaso, que Discepolín no era “tan peligroso”. Nunca fue un utopista revolucionario. Sus letras partían de la derrota, dibujaban una mueca agridulce y morían en la derrota. Si pintaba una realidad en la que era “lo mismo ser derecho que traidor/ ignorante, sabio, chorro/ generoso, estafador”, estaba aludiendo a un orden moral irreversiblemente quebrado, sin posibilidades de “subversión”.
Esa naturaleza pesimista, sin salida aparente, le quitó también el favor del progresismo militante en los ‘70, que sí veía una salida al estado de las cosas. Discépolo seguía perdido, a izquierda y derecha. La historia argentina, lamentablemente, terminó fallando a favor del poeta. Su diagnóstico de la realidad estaba más allá de las antinomias y de las ideologías, y quizás por eso su poética fue captada, aunque con revisionismo pragmático, por el posmodernismo. No es casual que Nacha Guevara haya adoptado hace unos años el repertorio discepoliano para su nuevo reciclamiento artístico. ¿O no somos acaso la mueca de lo que soñamos ser? Una canción de Discépolo, un viaje para conocer al Dalai Lama, un lifting oportuno: el nuevo cambalache se parece cada vez más al de los años ‘30 (lo escribió en 1934), aunque cambien los protagonistas y los procedimientos. También, y esto lo reconfortaría, una parte del rock argentino, lejos de la reinvención cool de la tragedia, sintió que su poesía tenía la urgencia punk/stone/rocanrolesca que requieren estos tiempos. Los Piojos grabaron una furiosa y notable versión de “Yira yira” en su disco Chac tu Chac. Miles de pibes cantan hoy eso de que “Verás que todo es mentira/ verás que nada es amor”. Y lo cantan con bronca, sin veleidades posmodernas. Sienten y sufren cotidianamente la realidad de que el gran Discepolín, en el 2000 también, tenga razón.


UN ESBOZO DE BIOGRAFIA, DE SU PROPIA PLUMA
“El drama no es invento mío”

Por Enrique
Santos Discépolo

Tuve una infancia triste. No hallé atractivo en jugar a la bolita o a cualquiera de los demás juegos infantiles. Vivía aislado y taciturno. Por desgracia no era sin motivo. A los cinco años quedé huérfano de padre y antes de cumplir los nueve perdí también a mi madre. Entonces mi timidez se volvió miedo y mi tristeza, desventura. En la escuela secundaria empecé por hacerme la rabona. En vez de ir al normal, me iba a una librería que había enfrente del colegio. Yo llevaba el mate y bollos para convidar al librero y él me prestaba libros de teatro, de cuentos. Y así seguí unos meses hasta que le dije a mi hermano Armando –yo vivía en la casa de él– que no quería ser maestro de escuela sino actor. Desde entonces, lo que perdí en el colegio lo recuperé en la calle, en la vida. Tal vez allí, en ese tiempo tan lejano y tan hermoso, tal vez allí haya empezado a masticar las letras de mis canciones.
Una canción es un pedazo de vida, un traje que anda buscando un cuerpo que le ande bien. Cuantos más cuerpos existan para ese traje mayor será el éxito de la canción porque si la cantan todos es señal de que todos la viven, la sienten, les queda bien. Por eso un tango puede escribirse con un dedo, pero necesariamente se escribirá con el alma porque un tango es la intimidad que se esconde y es el grito que se levanta airado, desnudo.
El drama no es invento mío. Acepto que se me culpe del perfil sombrío de mis personajes, por aceptar algo nomás, pero la vida es la única responsable de ese dolor. Yo, honradamente, no he vivido las letras de todas mis canciones porque eso sería materialmente imposible, inhumano. Pero las de sentido todas, eso sí. Me he metido en la piel de otros y las he sentido en la sangre y en la carne. Brutalmente. Dolorosamente. Dicen por ahí que soy un hipersensible y aunque la palabrita no me gusta algo debe de haber porque vivo los problemas ajenos con una intensidad martirizante. El hombre se llena de obligaciones que lo empequeñecen para la lucha y lo entristecen para la ambición, y se va deshaciendo, enfriando. La vida del hombre moderno, hermosa y trágica, es un juego de ilusión y de agonía que desgasta la esperanza, lo sabido, lo deseado, lo querido.
A los 15 años hice versos de amor, muy malos. A los 20, henchido de fervor humanista, creí que todos los hombres eran mis hermanos... A los 30... ¡hum...!, a los 30 eran apenas primos. Ahora, estafado y querido, golpeado y acariciado, creo que los hombres se dividen en dos grandes grupos: los que muerden y los que se dejan morder. Hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha solo entre millones de seres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Todas las grandes ciudades deben ser iguales. Grises. Y no por crueldad preconcebida sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante los hombres de las grandes ciudades no tienen tiempo para mirar el cielo. El hombre de las grandes ciudades caza mariposas, de chico. De grande, no. Las pisa. No las ve. No lo conmueven. Por eso Buenos Aires es una hermosa ciudad... para salir en gira.

Algunos tópicos de su obra

En estos fragmentos de sus temas pueden advertirse alguno de sus tópicos: nihilismo, grotesco, melancolía, desesperación, despecho y un ácido sentido del humor:
“Yo siento que mi fe se tambalea/que la gente mala vive ¡Dios!, mejor que yo/Si la vida es el infierno/y el honrado vive entre lágrimas/¿Cuál es el bien/del que lucha en nombre tuyo, limpio, puro?... ¿para qué?” (“Tormenta”).
“Sobre tus mesas que nunca preguntan/lloré una tarde el primer desengaño/nací a las penas, bebí mis años, y me entregué sin luchar” (“Cafetín de Buenos Aires”).
“¿Pero no ves gilito embanderado/que la razón la tiene el de más guita?/Que la honradez la venden al contado/y a la moral la dan por moneditas/¿que no hay ninguna verdad que se resista frente a dos pesos moneda nacional?/Vos resultás haciendo el moralista/un disfrazao... sin carnaval...” (“Qué vachaché”).
“Verás que todo es mentira/verás que nada es amor/que al mundo nada le importa/yira... yira/Aunque te quiebre la vida/aunque te muerda un dolor/no esperes nunca una ayuda/ni una mano, ni un favor” (“Yira yira”).
“¡Soy una canción desesperada!/Hoja enloquecida en el turbión/por tu amor, mi fe desorientada/se hundió, destrozando mi corazón/Dentro de mí mismo me he perdido/ciego de llorar una ilusión/soy una pregunta empecinada/que grita su dolor y tu traición/(...) ¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?/¿Dónde estaba el sol que no te vio?/¿Cómo una mujer no entiende nunca/que un hombre da todo dando su amor” (“Canción desesperada”).
“Sola, fané, descangayada/la vi esta madrugada/salir de un cabaret/flaca, dos cuartas de cogote/y una percha en el escote/bajo la nuez/chueca, vestida de pebeta/teñida y coqueteando/su desnudez/(...)¡Mire, si no es pa’ suicidarse/que por ese cachivache/sea lo que soy!” (“Esta noche me emborracho”).

 

 

 

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