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PESE AL TEMOR POR LA LEPTOSPIROSIS, EN QUILMES SE PUEBLAN LOS BASURALES
Cómo se vive con los pies en la basura

En Quilmes crecen las protestas y el miedo por el brote de leptospirosis y las autoridades recomiendan alejarse de la basura y las ratas. Página/12 estuvo con quienes trabajan sobre basurales, a veces descalzos. Dicen que no se enferman porque están �inmunizados�.

Uno de los hombres que trabajan
junto a Flores, escarbando entre
la basura reunida.

Por Alejandra Dandan

Están ahí. Al fondo de un camino de barro casi hundido. Escarban basura subidos a una montaña de olores reconcentrados como el de flores muertas. La escena podría suceder en la periferia de San Pablo, donde hay quienes se desesperan explorando basura. Allá son llamados hombres rata. Los basurales fueron señalados en estos días por las autoridades del distrito de Quilmes como sospechosos de la invasión de ratas desatada en esa zona. Mientras en el conurbano la leptospirosis hace entrar en pánico a funcionarios que multiplican cercos sanitarios, Página/12 estuvo con aquellos habitantes de la basura. “Yo tengo un poquito de quema en mi vida: ¿sabés que pasa? La gente se inmuniza, puede dormir encima de la rata, la rata le pasa y le ceba mate. Y no le hace nada.” Es Luis Flores y está seguro de que el problema llega “cuando vienen los de afuera”, los que no pertenecen al basural. Se ha vuelto casi un apologista de ese oficio del que vive hace veinte años. Puede hablar de historia, de las fábricas cerradas y hasta del Proceso leyendo esa capa mugrienta que ha transformado estas tierras en uno de los más grandes basurales del conurbano.
“¡Pero qué hacen acá!”, protesta Flores mientras avanza enojadísimo entre dos cabras atascadas en una goma vieja. Flores parece un fantasma. Se ha parado de pronto, entre humos dispersos al fondo de su finca. Las visitas lo interrumpieron. No sólo preguntan por temas molestos, le han impedido además continuar un guiso de porotos y patas de vaca que prepara para otros cuatro compañeros que rascan basura montaña arriba.
El viejo conoce las noticias sobre las ratas. Y también que cada tanto, por esos rumores van a clausurarle su campo: “Me enojo porque vienen y me cortan el trabajo. Son quince días y sigo, porque no se puede cortar nunca la basura, no se puede: porque la basura es un asunto mundial”.
En la quema hay un día de trabajo por delante. Hay toneladas de latas y metales que arrancarle a la mugre. Hay cuatro jefes de familia entre la basura y también está este otro, casi capitán, que levanta a los empujones cientos de cartones para mostrarle a las visitas y a la cámara de fotos que tiene enfrente, que en su finca ratas no hay.
Ahora ríe, tranquilo.
–Vengan, acérquense: estamos jugando.
Esta gente, dice señalando a sus cuatro compañeros armados con botas y guantes gruesos, vienen del Iapi, “un barrio de allá, como a veinte cuadras”. Son casi tan flacos como esos caños finitos de antenas viejas que van separando en uno de los lados. Cada uno forma parte de una de las quemas, multiplicadas aquí en cientos de mundos de basura crecidos sobre los costados del arroyo Las Piedras.
Hace veinte años Flores conoció este lugar. Llegaba de Uruguay, también de una quema porque allá, irá contando, había más hambre que acá. Fue en la época de los “milicos, me subieron al 33 y me bajaron acá”. Ahí mismo, en una de la esquinas de las cuatro hectáreas ahora plagadas de humo, levantó la casa donde de a poco aparecieron los hijos y esos dieciséis nietos que andan dando vueltas. Todos viven ahí. Y en la basura.
Pero ellos están “inmunes”. Al menos así lo cree el viejo. Han aprendido a estarlo a fuerza de meter los pies descalzos, como los suyos, en medio de las latas, moscas y un criadero grande de chanchos. “Esto no es basura –vuelve a repetir el viejo buscando una palabra nueva que tape la evidencia pestilente que rodea hasta el tobillo sus mismos pies–: Acá te inmunizás y chau.” Por eso dice: “Más basura es la que vos comés cuando comprás un chacinado, no sabés lo que comés”.
El tampoco. Ni siquiera ese guiso cociéndose con porotos y un poco de carne donada por alguno de los carniceros del barrio más cercano, está protegido de los vapores que no dejan de fluir por aquí. Quizá su cuerpo,sí esté protegido. Quizá los años acá, entre los bañados miles de veces atravesados por ratas, lo obligan ahora a hablar de la basura como de un juego. Por eso habla de las ratas cotidianas, con las que se puede “dormir encima: la rata le pasa y le ceba mate. Y no le hace nada a uno”.
–Veinte años llevo acá peleando: y primero era el cólera, ahora son las ratas. Antes había un pibe que le comieron el dedo.
Desde su campo, sus cinco perros salen en franca avanzada. Son casi un ejército. Así los menciona él, dice que está seguro de que se encargan de la desratización del campo. “No vienen –insiste–: con los perros, no hay ratas.” No se sabe aún cómo las combaten, acaso sea porque también, como él dirá más tarde, los perros están inmunizados.
Ese cordón sanitario imaginado por Flores es su propio mundo basura. El que le permite vivir desde hace veinte años, anclado acá mismo, en el extremo sur del conurbano a poco más de treinta kilómetros de la Casa Rosada y a casi dos horas de viaje en su carro guiado, aún hoy, por los viejos caballos detenidos en el barro.
El viejo no lo sabe, pero sobre el camino acaba de desviarse un camión. Iba hacia la finca, cargado de basura, pero no llegó. Los choferes vieron demasiado movimiento y visitas en la quema. El camión es de una de las empresas recolectoras de residuos y es desviado por la gente antes de que lleguen al Ceamse. Desde hace unos años, la gente de la quema tiene prohibida la entrada al gran depósito de basura del Gran Buenos Aires. Al lugar desde donde, sueñan, podrían sacarse millones. “Sabés cuánta gente podría comer si nos dejan laburar ahí –dice Flores–: podríamos hacer tres turnos, y yo qué sé... hasta tres mil personas podrían estar cómodos, si mirás acá cuántos vivimos con esto.”
Son, ahí mismo, seis familias. En épocas buenas, entre metales y hierros en casa de Flores entran doscientos pesos por semana.
–¿Se organizan en turnos?
–No. Vienen todos los días, cuando se cansan se van.
–¿Y ustedes trabajan descalzos?
–Ellos laburan en botas y yo como se me hinchan los pies, laburo descalzo.
No tiene formación ninguna, dice. Pero ha conocido; supo de la ciudad metiéndose entre sus trastos, sus olores. “Hasta el momento no estoy enfermo, sí la presión tengo, porque tomaba un montón y le prometí a Dios si me salvaba a Romario –su hijo– que anda por ahí y tiene hidrocefalia, que no tomaba más y no tomo más, ahora me vino el problema de la presión”. Fue en la quema del Ceamse donde el viejo aprendió a usar “los ojos como lo hace un gato para cirujear”. Lo dice así mientras sigue peleando con su cuerpo rastros de metales y aceros que en unos días dejarán este depósito transitorio en el basural. En San Pablo, el viejo conoció un día a otros rastreadores. “Pero ellos se matan por la basura –dice–: por una feijoada por día ¿sabés cómo los tienen?”

 


 

EL INTENDENTE ACORDO INTENSIFICAR LA DESRATIZACION
Quilmes, otra vez a la calle

Todavía faltaban unos minutos para las diez cuando Cristina Vergara fue a pedirle un gato a Fernando Geronés, el intendente de Quilmes. La idea partió de unos cincuenta vecinos del barrio La Cañada, a esa altura hartos de exigir medidas para combatir el brote de leptospirosis ocasionado por las ratas. La protesta arrancó ayer un acuerdo con Geronés para profundizar la desratización que, según la comuna, se lleva a cabo en ese territorio donde se cuentan ya en cuarenta y cuatro los infectados y en tres las muertes provocadas por el brote.
El virus transmisor de la leptospirosis causó pánico entre los pobladores de un barrio de Bernal. De acuerdo con María Luisa Vásquez, una de ellos, la estampida de ratas infectadas con el virus habría salido hace unas semanas de la demolición de la ex Platex, una fábrica a cargo ahora del hipermercado Auchan. “Acá dicen que hubo desratizaciones, pero nosotros vimos –dijo la mujer a Página/12– a miles y miles de ratas atravesando la calle ese día.”
Ni la empresa ni la municipalidad reconocieron como válida esa versión. Pero de todos modos, Geronés dispuso un control más amplio de salud en esas zonas donde fue detectado el foco principal de infectados. Las pruebas sobre la constatación de la enfermedad, que tiene entre quince y veinte días de incubación, fue hecha en el Instituto de Zoonosis de Azul. Aunque se sospechó de la existencia de 59 infectados, las últimas cifras volvieron a frenar el brote en 44. Existen ahora unas 200 personas divididas en cuadrillas, barriendo distintos barrios con cebos y medidas de desinfección para terminar con la temida multiplicación de ratas. Geronés también prometió un móvil sanitario permanente en el barrio La Cañada para prevenir la enfermedad. Pero en realidad, la verdadera prevención está en modificar las condiciones de vida en la zona, como admitió el propio ministro de Salud bonaerense, Juan José Mussi: “Es una enfermedad de la pobreza. Es una enfermedad de los lugares donde se dan estas condiciones de barro, de ratas, de suciedad, de desperdicios”.
En tanto, en Rosario se detectaron dos nuevos casos, según informaron en el hospital Centenario. Ayer se recordó que en la ciudad de Buenos Aires murió, en agosto pasado, una mujer de Lugano por leptospirosis. Marcos Buchbinder, secretario de Salud de la Ciudad, descartó que exista una epidemia, aunque admitió que “ha habido casos esporádicos ya controlados”.

 

El veneno para las ratas

Oscar Arroyo, titular de la división Plagas Urbanas de la Secretaría de Salud de Quilmes, describió a Página/12 las tareas que se están realizando en la zona afectada por la leptospirosis: “Lo primero que hacemos es desratizar. Para eso ponemos cebos en los basurales, zanjas y arroyos, además de entregar cebos en los barrios para que la gente los coloque en sus casas”. Los vecinos se quejan porque el veneno tarda entre 2 y 3 días en matar a las ratas, pero Arroyo tiene una explicación lógica para la demora: “Cuando la rata encuentra un alimento, manda a la más vieja o a la más enferma del grupo para que lo pruebe; si a ésa no le pasa nada, comen todas. Entonces, si uso un veneno que mata en el acto, elimino una sola rata; si uso uno que tarde más, mato a toda la familia”. Después de la desratización, se procede a la limpieza de basurales y zanjas (“es el orden lógico: si limpio antes de desratizar, las ratas se mudan”, señala Arroyo). Además, en las zanjas se desparrama sulfato de cobre, que mata la bacteria leptospira del agua y del barro.

 

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