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Un policía acusó a sus colegas de matar al hijo

Fue en el juicio por la muerte de Cristian Robles. Su padre, un sargento en actividad, contó entre llantos cómo amigos y compañeros suyos de la Policía Federal acribillaron a su hijo.

Sorpresa: En su testimonio frente a los jueces, el padre de Cristian Robles imputó por el homicidio a un sargento que
no está acusado en la causa.

El sargento Carlos Robles y su esposa, padres de Cristian.
“¿Cómo puedo estar todavía
en esta institución?”, se preguntó.

Por Carlos Rodríguez

Desgarrado por el dolor, sollozando, con la cabeza apoyada sobre sus rodillas, el sargento Carlos Alberto Robles acusó a colegas de la Policía Federal como responsables del asesinato de su hijo Cristian Robles. “Nos arruinaron la vida esos asesinos, entre ellos un amigo, un compañero”, dijo Robles en su conmovedor relato en el juicio que se sigue por la muerte de su hijo. En su testimonio, el policía imputó a un sargento que no está acusado en la causa. “Yo sé que también fue (Hugo) Gorosito”, aseguró Robles, aludiendo a uno de los integrantes de la comitiva que intervino en el operativo donde fue baleado Cristian, a quien los policías confundieron con un ladrón. Según Robles, su propio hijo, durante la agonía, señaló a Gorosito como uno de los que le dispararon. Esa declaración habría sido hecha por el joven moribundo ante un médico del Hospital Churruca que podría ser llamado a prestar declaración.
En la causa, hasta ahora, el único imputado por el homicidio es el principal Augusto Nino Arena, pero es confuso el papel que jugaron otros seis policías, especialmente Gorosito y el principal Néstor Gago. Ayer, tres testigos incorporaron a una octava sospechosa que participó en el operativo y cuya presencia fue omitida inexplicablemente por los otros policías: es una suboficial de nombre Miriam, cuyo comparendo se procura. Según lo dicho por Robles, el propio Gorosito admitió que estuvo a punto de “rematar” en el piso al joven Cristian, quien estaba semicaído luego de recibir diez balazos que le destrozaron el bajo vientre.
“Le puse la pistola, martillada, en la cabeza y le grité: ‘Hijo de puta, la concha de tu madre, de dónde me conocés’”. Con esa frase, dijo Robles, su compañero de fuerza Gorosito le contó que había estado “a punto” de rematar a Cristian cuando el joven estaba herido, en el piso, luego del tiroteo. Gorosito había sido llamado por los otros policías porque el joven, que lo conocía por haber ido juntos al gimnasio del Círculo de Suboficiales de la Federal, lo estaba llamando por su apellido.
Robles dijo que Gorosito le hizo la confesión en la confitería del Churruca, cuando el joven agonizaba en la sala de terapia intensiva. El sargento Gorosito reconoció a Cristian como al hijo de su amigo cuando el joven levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Robles se tiró al piso, frente a los jueces, para representar la posición en la que vio a su hijo desfalleciente, semisentado e inclinado hacia adelante, sosteniéndose a duras penas con sus dos manos apoyadas en el piso. El auditorio siguió conmocionado el testimonio, al punto que un policía de custodia, nervioso, apagó sin querer la luz y la oscuridad enlutó la escena.
El relato del padre comenzó con él bañándose en su casa de Parque Patricios y escuchando “la explosión” de los disparos que mataban a su hijo. Salió de la vivienda, en short y con la pistola reglamentaria envuelta en una toalla, porque temió que algo le hubiera pasado a Cristian. Lo encontró en el piso, mientras le decía a los policías “llamen a mi papá”. Ante ese cuadro, Robles gritó parado en medio de Pepirí al 600: “Mi hijo es un santo, por qué lo mataron”. Los policías que copaban la calle “se disiparon de golpe”, graficó el testigo entre sollozos.
“No le pegaron un balazo, le pegaron diez, esos hijos de puta le vaciaron el cargador”, recalcó Robles para aventar todo posible error. Ocho policías habían estado “emboscando”, por oscuras razones, a tres ladrones en lugar de impedir que robaran una pizzería cercana y Cristian acertó a pasar por allí, cargando su bolso con ropa de gimnasia. “Tenía documentos, todo lo suyo era legal ¿por qué lo mataron?”. Robles llegó a preguntarse a sí mismo: “¿Cómo puedo estar todavía en esta institución?”. Recordó que la fuerza, cuyo titular en diciembre de 1997 era el comisario Baltasar García, “nunca vino, me mandaron condolencias en un sobre”.
Ayer, el ex jefe de la División Robos y Hurtos, comisario Carlos Pardal, reconoció que después del hecho “no se secuestraron todas las armas” que llevaban los policías que participaron en el operativo, irregularidad queimpide ahora saber a ciencia cierta quiénes tiraron esa noche. Robles también recordó a Pardal en su relato: “Cuando los matemos (a los supuestos ladrones que escaparon con vida del tiroteo), te vamos a llamar”, afirmó que le dijo el comisario a manera de reparación. “¿A mi hijo quién me lo devuelve?”, le contestó Robles.

 


 

EL TRIBUNAL EN CIPOLLETTI PIDIO DATOS A LA GENTE
Un juicio surcado por dudas

Lo más difícil del día fue escuchar nuevamente esa pericia, esa detallada descripción de las heridas y los moretones, y las circunstancias de las muertes de Paula y María Emilia González y de Verónica Villar. En la apertura del juicio oral por el triple crimen de Cipolletti, el fiscal leyó la acusación contra Claudio Kielmasz y Guillermo González Pino, los únicos dos acusados en la causa que quedaron imputados después de tres años de investigaciones truncas. Basado en las declaraciones de las concubinas de ambos, que aseguraron durante la primera instancia que los vieron llegar manchados de sangre a sus casas en la fecha del asesinato, el fiscal pidió que fueran condenados por privación ilegal de la libertad y homicidio. Aun así ayer el clima reinante en la sala fue el de un escepticismo amargo: nadie cree que en los dos acusados esté la resolución del crimen. El presidente del tribunal oral, César López Meyer, comenzó la audiencia pidiéndoles a los cipoleños que sí tienen datos que “arrojen luz” sobre el caso que se presenten a declarar.
La sesión comenzó cuando eran las nueve y cuarto de la mañana. Unos cien estudiantes de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad del Comahue –donde estudiaba María Emilia– acompañaban a otros tantos que pudieron acceder al salón del Sindicato de Luz y Fuerza. Adentro, en el escenario de lo que siempre funciona como auditorio, estaban los jueces. A su derecha, los defensores y los dos acusados. A la izquierda, el fiscal y los abogados de las familias Villar y González. En la tercera fila los padres. La secretaria largó la lectura con uno de los más difíciles tragos del juicio: las conclusiones de la autopsia.
En el caso de Verónica Villar, su muerte fue debido a asfixia mecánica, pero su cuerpo además tenía incontables hematomas, escoriaciones y heridas cortantes y punzantes en la zona de la cabeza, el cuello y el tórax. Paula y María Emilia murieron de un balazo en el cráneo. Paula también tenía “innumerables” golpes y puntazos, además de la mandíbula fracturada. Emilia estuvo atada de manos, y pudo zafar, en vano. Todas las agresiones fueron hechas en vida o en el proceso agónico hacia la muerte. Paula fue enterrada cuando aún no había muerto. Algunas de las circunstancias eran ignoradas hasta por los padres de las víctimas.
Lo siguiente fue el comienzo de la argumentación del fiscal para culpar a Kielmasz y González Pino. En el caso del último, desarmador de autos, buche de la policía y estafador, el testimonio que lo mantiene en el sillón en el que espera una dura condena es el de su ex mujer, Sandra González. No sólo declarará, como ya lo mantuvo en un careo con él, que en noviembre de 1997 llegó con manchas de sangre a su casa, sino que además le pidió una manguera a una vecina para lavar una camioneta también ensangrentada. Respecto a Kielmasz, el fiscal apuntó como prueba que el hombre que entregó la pistola con la que dispararon contra las chicas confesó a una persona que le teme a la policía. Muchos esperan que antes de finalizar el juicio Kielmasz pierda el pánico.

 

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