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Una ópera inmoral en una versión
de gran nivel musical y dramático

Gabriel Garrido juega con los claroscuros del barroco en su interpretación de �La Coronación de Poppea�, última ópera de Claudio Monteverdi. Se destaca el contratenor Flavio Oliver.

Claudio Monteverdi estrenó “La Coronación de Poppea” en el carnaval veneciano de 1643.

Por Diego Fischerman

La historia no tiene gran importancia. Un emperador, su mujer y su amante. Alguna intriga. Un filósofo, Séneca, al que las cosas no le salen bien. Poco más. Lo interesante es lo que la República Veneciana leyó de esa historia en los comienzos del siglo XVII. Y, sobre todo, la manera en que uno de los músicos más geniales de la historia jugó con los ideales estéticos del momento para construir una especie de demostración práctica de la “teoría de los afectos”. Los sonidos (como los olores, las texturas y los sabores) movían los afectos humanos y los músicos se complacían en componer de manera que “el arte imitara a la naturaleza”. Cada palabra del texto, cada matiz poético, era subrayado por ritmos, fórmulas melódicas y hasta combinaciones tímbricas especiales. La ópera, considerada en ese entonces un género teatral y no musical, era el campo de experimentación ideal. Y Monteverdi no lo desaprovechó.
En La Coronación de Poppea, estrenada en el carnaval veneciano de 1643, no hay buenos ni malos. O, mejor, todos son ambas cosas casi al mismo tiempo. Ottavia, la mujer de Nerón, que cerca del final de la obra tiene a su cargo uno de los momentos más trágicos y conmovedores, cuando marcha al exilio, es la misma que estuvo a punto de convertirse en asesina y que no tuvo ningún reparo en manipular a Ottone. Séneca pasa de victimario a víctima con igual facilidad y los amantes, el colmo de la inmoralidad y el pecado, concluyen con un dúo de ternura ejemplar, sobre la base de un bajo que se repite invariable. Semejante espesor en los personajes no volvería a aparecer hasta la alianza de Mozart y Da Ponte y, luego, estaría ausente hasta el siglo XX. Un poco por eso y otro poco por las particularidades estilísticas del canto en el barroco temprano (voces con poco vibrato, utilización de adornos que luego cayeron en desuso), ésta es una ópera dificilísima de cantar. Los intérpretes deben ser, además de especialistas en la interpretación de música antigua, buenos actores y, sobre todo, capaces de dar con el tono de ambigüedad necesario para dar vida a los personajes.
La otra dificultad tiene que ver con la instrumentación. A diferencia de Orfeo, no se conservan manuscritos originales de La Coronación de Poppea y las indicaciones referidas a los instrumentos son inexistentes: apenas los acordes y el bajo. Y la idea de versión pocas veces resultaría más adecuada que para ésta que acaba de editar el sello K 617, conducida por el argentino Gabriel Garrido. Una verdadera reconstrucción del texto musical y de una orquestación fastuosa (al contrario que en la versión de Gardiner, donde el único acompañamiento es el del bajo continuo, ampliado a una sección de cuerdas), incluye violines, viola, flautas dulces, cornetos, sacabuche y un nutrido continuo conformado por dos claves, órgano, cuatro instrumentos de cuerda pulsada (arpa, guitarras, tiorbas y guitarra battente), violoncello, violone, lyrones y fagot. Los grandes protagonistas, junto a ese continuo que no teme sonar por momentos como un grupo de música popular italiana, son los cantantes. El papel de Nerón, generalmente cantado por una mujer, aquí es interpretado por un contratenor prodigioso, Flavio Oliver. Junto a él, Gloria Bandittelli como Ottavia, Guillemette Laurens en el papel de Poppea y Fabián Schofrin como Ottone, logran una versión que, en conjunto, logra opacar las referencias hasta el momento (las dirigidas por Jacobs y por Gardiner).

 

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