Por Luciano Monteagudo
Es francamente rara, hoy en
día, la existencia de una obra como Infidelidades, que Liv Ullmann
dirigió a partir de un guión de Ingmar Bergman. Ajeno tanto
a cualquier especulación de orden comercial como a tendencias en
uso, el film de Ullmann de un rigor y una severidad sin duda anacrónicas
forma parte de la mejor tradición bergmaniana. Sería toda
una injusticia, sin embargo, valorar Infidelidades sólo en función
del guión del maestro sueco, sin reparar en la enorme dimensión
del trabajo de puesta en escena y dirección de actores que llevó
a cabo quien fuera la protagonista de algunas de sus mejores películas.
Como en todo el cine de Bergman, se puede inferir en Infidelidades un
incidente autobiográfico como motor dramático. De hecho,
el primer personaje del film es un escritor llamado Bergman, interpretado
por su eterno alter ego, Erland Josephson, y recluido en su estudio, un
cuarto de una austeridad monacal, idéntico al que el cineasta sueco
tiene en su casa de la isla de Farö, según contó la
propia Ullmann en una entrevista reciente con Página/12. Allí,
en esa intensa soledad, ese hombre siente de pronto la necesidad de convocar
a un fantasma del pasado, una mujer que surgirá del fondo de su
conciencia y que se materializará, allí mismo en su estudio,
en la figura de Marianne (Lena Endre). Ella será no sólo
la protagonista de su propia historia sino también quien invoque
al resto de los personajes, los dos hombres que completan la figura de
un vulgar triángulo amoroso que terminará en tragedia.
Es notable la manera en que Infidelidades va construyendo su estructura,
como si se tratara de una sonata de espectros, para utilizar
una denominación propia de August Strindberg, el autor sueco que
está en la base de toda la dramaturgia bergmaniana. Como sugiere
ese proyector ubicado siempre a la espalda de Bergman una bella,
discreta metáfora, los personajes se van materializando frente
a él como espectros, como sombras en una pantalla: la actriz Marianne
parece amar a su marido, el director de orquesta Markus (Thomas Hanzon),
con quien tiene una pequeña hija, pero no puede dejar de sentirse
atraída por David (Krister Henriksson), el mejor amigo de Markus,
en una relación que convertirá el futuro de todos en un
infierno.
La vida en pareja como campo de batalla, la humillación como venganza
amorosa y la muerte como una amenaza omnipresente siempre han nutrido
la obra de Bergman en general y de su período con Ullmann en particular
(Venganza, La pasión de Ana, Escenas de la vida conyugal). Aquí
la directora toma posesión de ese corpus y a partir de allí
echa una luz nueva, igualmente descarnada, pero más comprensiva,
menos enferma de culpa y rencor. A su vez, de los films más oníricos
que hizo con su mentor -Persona, La hora del lobo, Cara a cara Ullmann
pareciera aprovechar esa extraña fusión de lo real y lo
imaginario, ese estado de ensueño que le permite a Bergman (el
personaje) y a ella misma ir dando forma a sus criaturas. Esa interacción
entre ficción y realidad le permite a su vez al film trabajar simultáneamente
en dos niveles, el de la acción dramáticapropiamente dicha
y el de la reflexión, con Marianne enjuiciando cada uno de sus
actos y los de sus compañeros, meditando frente a su medium -perplejo,
mudo ante su propia creación acerca de las consecuencias
de cada una de sus decisiones y errores.
Un film de la exigencia de Infidelidades no hubiera sido posible sin una
actriz extraordinaria como Lena Endre, a quien ya se había podido
admirar en la última película de Bergman, En presencia de
un payaso. Aquí Endre hace de su rostro al que el film no
puede dejar de registrar en primer plano un paisaje infinito, luminoso,
capaz de expresar con la mayor verdad todos los matices de lo humano.
PUNTOS
CICATRICES,
DE PATRICIO COLL, SOBRE JUAN JOSE SAER
Una radicalidad periférica
Por
Horacio Bernades
Surgida de un concurso
para films del interior convocado por el Incaa, gestada casi en secreto
y estrenada al margen de los circuitos centrales de exhibición,
Cicatrices parece llamada a ocupar, dentro del cine argentino, el lugar
más solitario. Reacia a todo realismo ramplón, ajena a cualquier
forma de demagogia, rigurosa casi hasta la exasperación, la primera
película del santafesino Patricio Coll pide un espectador libre
de prejuicios. Quien esté dispuesto a hacerlo se verá recompensado
por un film radicalmente distinto.
Ya desde las primeras imágenes, en un patio iluminado por una mórbida
luna, queda claro que Cicatrices basada en la novela homónima
de Juan José Saer no es una película cualquiera. Lo
primero que impresiona es el extremo silencio, el modo deliberadamente
moroso en que el tiempo parece transcurrir allí. En medio de las
sombras, un muchacho se sirve un trago, con perezosa languidez. Luego
se acomoda sobre una reposera y queda desnudo. La sorpresiva o anhelada
llegada de una mujer confirma que se trata de un ritual profano. Edípico,
para más datos. Tercera traslación cinematográfica
de un relato de Juan José Saer, luego de Palo y hueso (1968) y
Nadie nada nunca (1987), Cicatrices traspone con exacto rigor la novela
original. En ésta, publicada en 1969, un conjunto de personajes,
moradores de la ribera norte del río Colastiné, se mantienen
aferrados a ciertos secretos rituales y obsesiones, ayudados por una lluvia
densa, que parece no querer terminar nunca. Mantiénese sin
variantes el clima en ésta, informa, anticuado e involuntariamente
alusivo, el diario de la zona.
Realizador y guionista, Patricio Coll adapta la novela del único
modo posible: sin el menor apresuramiento, transmitiendo la perversa pereza
del lugar y la época (mediados de los 60), dejando que los
personajes se consuman en fuego lento. Los observa como a través
de las paredes de una pecera, con distante curiosidad de entomólogo.
Hay un abogado cejijunto, decidido a dilapidar vida y vocación
en las mesas de punto y banca. Yo no juego para ganar; juego para
jugar, aclara, con el rostro resignado y feliz de quien ya eligió
cuál será su vicio. Cuenta con una impensada fuente de financiación:
su doméstica, que no duda en aportar el salario íntegro
para que el patrón siga jugando. Hay también un par de pomposos
simulacros de novelistas, y una o dos mujeres entre ambos. Hay un hijo
y una madre entre quienes la tensión sexual crece hasta lo insoportable.
Los dientes apretados, el vaso de ginebra siempre a mano, el rostro desafiante
a centímetros del hijo, Mónica Galán luce terrible,
en todos los sentidos de la palabra.
Hay también un sindicalista dedicado a la caza de patos (Vando
Villamil), que amenaza con descargar su escopeta sobre hija y esposa (otra
que juega con fuego, María Leal). Y un juez veterano, menos interesado
por la Justicia que por opíparas cenas con muchachitos. De la extrema
artificiosidad de los diálogos y ciertas descabelladas alusiones
al paso se desprende una ironía sofocada y sumamente disfrutable.
Todos los rubros técnicos hablan, a su turno, de la esmerada artesanía
puesta en el asunto, ya se trate de la fina iluminación de Esteban
Courtalon como de la reconstrucción de época, tan precisa
como poco evidente (aunque deslucida,es verdad, por una desajustada referencia
a Abbey Road). En cuanto a la música, a lo largo de casi dos horas
de película no se oye un solo compás. Esto colabora enormemente
con el clima seco y enervante que Cicatrices va haciendo crecer, con larvada
minucia. Hasta que, fatalmente, estalla.
PUNTOS
Dos
creadores capaces de poner todo patas arriba
Por
Martín Pérez
Según el diccionario, topsy-turvy es algo que está
patas para arriba. Y, apenas iniciado el film de Mike Leigh,
William Gilbert es llamado, con cierto desdén, el indiscutible
rey del topsyturvismo. Semejante acusación forma parte de
la influyente crítica del London Times editada al día siguiente
del estreno de La Princesa Ida, la opereta que marcó un quiebre
en la carrera del dúo creativo integrado por el libretista Gilbert
y el compositor Arthur Sullivan, cuyo dúo creativo es tan fundamental
e indivisible dentro de la cultura popular inglesa como el que integraron,
un siglo más tarde, John Lennon y Paul McCartney. Un dúo
que justo es decirlo puso patas para arriba a la cultura inglesa
de su época. Mientras que, valiéndose de una rigurosa investigación
y una aún más rigurosa puesta en escena, lo que Leigh pone
patas para arriba en una maravilla como es su film Topsy Turvy es la tradicional
manera de rodar un film de época. Y lo hace sin traicionar ni un
ápice tanto la época a retratar como esa búsqueda
del entretenimiento que todo film orgullosamente dentro del mundo del
espectáculo y Topsy-Turvy lo está de comienzo al fin
debe respetar.
Al elegir dónde posar su mirada a lo largo del exitoso cuarto de
siglo que duró la cooperación entre Gilbert y Sullivan,
Mike Leigh eligió acertadamente centrarse en el momento del agotamiento
y la posterior reinvención creativa del dúo, que sucedió
entre el estreno de la criticada La Princesa Ida en enero de 1884 y el
éxito de El Mikado, para muchos su mejor obra, en marzo de 1885.
Una elección que, no casualmente, remite a la obra de Leigh. Porque,
de la misma manera en que Gilbert-Sullivan se reinventaron a sí
mismos con The Mikado, un paso similar parece dar el director inglés
con Topsy-Turvy. Autor con una particular mirada humana y social, conocido
por obras de la talla de Life is Sweet (1990) o Secretos y mentiras (1996)
en las que disecciona con humor y sensibilidad la vida actual en las ciudades
inglesas (y no sólo inglesas), Leigh pareció alejarse completamente
del tema central de su obra durante la década pasada al encarar
este film de época, y del mundo del espectáculo.
Sin embargo, al apuntar su particular método de trabajo que
exige seis meses de dedicación exclusiva a sus actores, así
como un exhaustivo trabajo de investigación y un guión armado
a partir de los ensayos precisamente hacia un film de este tipo,
Leigh consigue en Topsy-Turvy una obra que es una experiencia única,
didáctica y fascinante. Que, es cierto, exige tanto del espectador
como lo que sus autores entre los que figuran los actores, como
muy pocas películas pueden hacerlo hoy en día entregaron
en el proceso de creación de la misma. Pero cuyos resultados son
tan entretenidos, emocionantes y satisfactorios como cualquier proceso
creativo que alcanza sus objetivos.
Prestando más atención a la puesta en escena y a los personajes
antes que al desarrollo lineal de su trama, Topsy-Turvy es un film múltiple.
Se lo puede ver tanto como una obra que reconstruye una época a
partir del proceso creativo de sus artistas más populares, así
como una reflexión sobre la pretensión y la humildad a la
hora de la creación artística. Con la puja entre el ambicioso
Sullivan y el obsesivo Gilbert en el centro de la trama, la obra de Leigh
disecciona primero época y personajesprincipales, para luego poner
en acción todas esas partes a la hora de recorrer la construcción
de la próxima ficción.
Film coral, pero que presenta a sus personajes (y a su época) por
escenas y no por historias, Topsy-Turvy abre la puerta a un mundo fascinante,
tan diferente al actual que parece patas para arriba, pero
que gracias al método de Leigh es posible visitar respetando su
ajenidad pero reconociendo los lazos con el mundo actual. Un momumental
logro que es sólo uno de los tantos frutos de un film fascinante,
que parece concebido para reverenciar el día a día de la
creación artística (la escena y el actor, dentro del universo
Leigh) antes que la chispa del genio. No es ninguna casualidad, por lo
tanto, que hacia el final del film se escuche la siguiente pregunta: ¿No
sería genial que la gente común recibiera un aplauso al
final del día?. Eso es lo que aplaude Leigh con su film,
convocando el aplauso de todos.
PUNTOS
CADENA
DE FAVORES, CON HELEN HUNT Y KEVIN SPACEY
Los actores vs. la película
Por
H. B.
¿Es posible
una gran actuación en una mala película? Cadena de favores
demuestra que sí. Durante casi una hora, bien ladeada por Kevin
Spacey y el pibe Haley Joel Osment (el de Sexto sentido), Helen Hunt logra
cargarse al hombro un guión imposible y una dirección errática,
y sostener casi por sí sola una película que, desde la propia
premisa, está condenada a muerte. Tomando demasiado al pie de la
letra la propuesta de trabajo de uno de sus profesores (Spacey), un pibe
sensible y lleno de buenas intenciones (Osment) decide poner en marcha
una reacción en cadena. El objetivo: mejorar el mundo, lisa y llanamente.
El sistema consiste en hacer tres favores a tres desconocidos, e incitar
a que éstos hagan lo mismo, intentando generar así un efecto
multiplicador que, a la larga, terminaría por cambiar el sentido
de las cosas.
Desde Titanic, Hollywood ha resuelto añadirles a sus héroes
la condición de mártires y Cadena de favores no es la excepción.
Aunque para ello deba apelar, al final, a un golpe bajo precipitado e
inexcusable. En el medio, otra maldita costumbre del Hollywood actual:
armar una película con pedazos que no pegan, con tal de que haya
un poco para cada público, e ir así sumando entradas. A
la línea central de Cadena de favores se le añade la historia
de amor entre el profesor y la mamá del chico (Hunt), uno o varios
dramas familiares, violencia infantil y algunos homeless que andan por
ahí. Entre ellos, una irreconocible Angie Dickinson.
Resulta digno de admiración lo de Helen Hunt, que logra dotar a
su madre soltera de una genuina emotividad. Hunt conmueve más por
su generosidad para con el personaje que por el personaje en sí,
que desde el guión viene viciado de uno de esos excesos de bondad
que sólo en Hollywood se ven. Un caso patente de victoria del actor
por sobre el film, por parte de una actriz no suficientemente valorada.
PUNTOS
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