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ESTRENOS DE LA SEMANA

“INFIDELIDADES”, GRAN FILM DE LIV ULLMANN
El amor como campo de batalla

A partir de un guión de Ingmar Bergman, la protagonista de �Cara
a cara� dirigió un film de un rigor y una severidad a la altura de la obra del maestro sueco. En �Topsy-Turvy�, el realizador inglés
Mike Leigh celebra la obra de dos compositores tan revolucionarios como Lennon y McCartney.

Krister Henriksson y Lena Endre,
partes de un triángulo amoroso.
“Infidelidades” no hubiera sido posible
sin una actriz como Endre.

Por Luciano Monteagudo

Es francamente rara, hoy en día, la existencia de una obra como Infidelidades, que Liv Ullmann dirigió a partir de un guión de Ingmar Bergman. Ajeno tanto a cualquier especulación de orden comercial como a tendencias en uso, el film de Ullmann –de un rigor y una severidad sin duda anacrónicas– forma parte de la mejor tradición bergmaniana. Sería toda una injusticia, sin embargo, valorar Infidelidades sólo en función del guión del maestro sueco, sin reparar en la enorme dimensión del trabajo de puesta en escena y dirección de actores que llevó a cabo quien fuera la protagonista de algunas de sus mejores películas.
Como en todo el cine de Bergman, se puede inferir en Infidelidades un incidente autobiográfico como motor dramático. De hecho, el primer personaje del film es un escritor llamado Bergman, interpretado por su eterno alter ego, Erland Josephson, y recluido en su estudio, un cuarto de una austeridad monacal, idéntico al que el cineasta sueco tiene en su casa de la isla de Farö, según contó la propia Ullmann en una entrevista reciente con Página/12. Allí, en esa intensa soledad, ese hombre siente de pronto la necesidad de convocar a un fantasma del pasado, una mujer que surgirá del fondo de su conciencia y que se materializará, allí mismo en su estudio, en la figura de Marianne (Lena Endre). Ella será no sólo la protagonista de su propia historia sino también quien invoque al resto de los personajes, los dos hombres que completan la figura de un vulgar triángulo amoroso que terminará en tragedia.
Es notable la manera en que Infidelidades va construyendo su estructura, como si se tratara de una “sonata de espectros”, para utilizar una denominación propia de August Strindberg, el autor sueco que está en la base de toda la dramaturgia bergmaniana. Como sugiere ese proyector ubicado siempre a la espalda de Bergman –una bella, discreta metáfora–, los personajes se van materializando frente a él como espectros, como sombras en una pantalla: la actriz Marianne parece amar a su marido, el director de orquesta Markus (Thomas Hanzon), con quien tiene una pequeña hija, pero no puede dejar de sentirse atraída por David (Krister Henriksson), el mejor amigo de Markus, en una relación que convertirá el futuro de todos en un infierno.
La vida en pareja como campo de batalla, la humillación como venganza amorosa y la muerte como una amenaza omnipresente siempre han nutrido la obra de Bergman en general y de su período con Ullmann en particular (Venganza, La pasión de Ana, Escenas de la vida conyugal). Aquí la directora toma posesión de ese corpus y a partir de allí echa una luz nueva, igualmente descarnada, pero más comprensiva, menos enferma de culpa y rencor. A su vez, de los films más oníricos que hizo con su mentor -Persona, La hora del lobo, Cara a cara– Ullmann pareciera aprovechar esa extraña fusión de lo real y lo imaginario, ese estado de ensueño que le permite a Bergman (el personaje) y a ella misma ir dando forma a sus criaturas. Esa interacción entre ficción y realidad le permite a su vez al film trabajar simultáneamente en dos niveles, el de la acción dramáticapropiamente dicha y el de la reflexión, con Marianne enjuiciando cada uno de sus actos y los de sus compañeros, meditando frente a su medium -perplejo, mudo ante su propia creación– acerca de las consecuencias de cada una de sus decisiones y errores.
Un film de la exigencia de Infidelidades no hubiera sido posible sin una actriz extraordinaria como Lena Endre, a quien ya se había podido admirar en la última película de Bergman, En presencia de un payaso. Aquí Endre hace de su rostro –al que el film no puede dejar de registrar en primer plano– un paisaje infinito, luminoso, capaz de expresar con la mayor verdad todos los matices de lo humano.

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“CICATRICES”, DE PATRICIO COLL, SOBRE JUAN JOSE SAER
Una radicalidad periférica

Por Horacio Bernades

Surgida de un concurso para films del interior convocado por el Incaa, gestada casi en secreto y estrenada al margen de los circuitos centrales de exhibición, Cicatrices parece llamada a ocupar, dentro del cine argentino, el lugar más solitario. Reacia a todo realismo ramplón, ajena a cualquier forma de demagogia, rigurosa casi hasta la exasperación, la primera película del santafesino Patricio Coll pide un espectador libre de prejuicios. Quien esté dispuesto a hacerlo se verá recompensado por un film radicalmente distinto.
Ya desde las primeras imágenes, en un patio iluminado por una mórbida luna, queda claro que Cicatrices –basada en la novela homónima de Juan José Saer– no es una película cualquiera. Lo primero que impresiona es el extremo silencio, el modo deliberadamente moroso en que el tiempo parece transcurrir allí. En medio de las sombras, un muchacho se sirve un trago, con perezosa languidez. Luego se acomoda sobre una reposera y queda desnudo. La sorpresiva o anhelada llegada de una mujer confirma que se trata de un ritual profano. Edípico, para más datos. Tercera traslación cinematográfica de un relato de Juan José Saer, luego de Palo y hueso (1968) y Nadie nada nunca (1987), Cicatrices traspone con exacto rigor la novela original. En ésta, publicada en 1969, un conjunto de personajes, moradores de la ribera norte del río Colastiné, se mantienen aferrados a ciertos secretos rituales y obsesiones, ayudados por una lluvia densa, que parece no querer terminar nunca. “Mantiénese sin variantes el clima en ésta”, informa, anticuado e involuntariamente alusivo, el diario de la zona.
Realizador y guionista, Patricio Coll adapta la novela del único modo posible: sin el menor apresuramiento, transmitiendo la perversa pereza del lugar y la época (mediados de los ‘60), dejando que los personajes se consuman en fuego lento. Los observa como a través de las paredes de una pecera, con distante curiosidad de entomólogo. Hay un abogado cejijunto, decidido a dilapidar vida y vocación en las mesas de punto y banca. “Yo no juego para ganar; juego para jugar”, aclara, con el rostro resignado y feliz de quien ya eligió cuál será su vicio. Cuenta con una impensada fuente de financiación: su doméstica, que no duda en aportar el salario íntegro para que el patrón siga jugando. Hay también un par de pomposos simulacros de novelistas, y una o dos mujeres entre ambos. Hay un hijo y una madre entre quienes la tensión sexual crece hasta lo insoportable. Los dientes apretados, el vaso de ginebra siempre a mano, el rostro desafiante a centímetros del hijo, Mónica Galán luce terrible, en todos los sentidos de la palabra.
Hay también un sindicalista dedicado a la caza de patos (Vando Villamil), que amenaza con descargar su escopeta sobre hija y esposa (otra que juega con fuego, María Leal). Y un juez veterano, menos interesado por la Justicia que por opíparas cenas con muchachitos. De la extrema artificiosidad de los diálogos y ciertas descabelladas alusiones al paso se desprende una ironía sofocada y sumamente disfrutable. Todos los rubros técnicos hablan, a su turno, de la esmerada artesanía puesta en el asunto, ya se trate de la fina iluminación de Esteban Courtalon como de la reconstrucción de época, tan precisa como poco evidente (aunque deslucida,es verdad, por una desajustada referencia a Abbey Road). En cuanto a la música, a lo largo de casi dos horas de película no se oye un solo compás. Esto colabora enormemente con el clima seco y enervante que Cicatrices va haciendo crecer, con larvada minucia. Hasta que, fatalmente, estalla.

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Dos creadores capaces de poner todo patas arriba

Por Martín Pérez

William Gilbert y Albert Sullivan revolucionaron la cultura inglesa del siglo XIX. Según el diccionario, “topsy-turvy” es algo que está “patas para arriba”. Y, apenas iniciado el film de Mike Leigh, William Gilbert es llamado, con cierto desdén, “el indiscutible rey del topsyturvismo”. Semejante acusación forma parte de la influyente crítica del London Times editada al día siguiente del estreno de La Princesa Ida, la opereta que marcó un quiebre en la carrera del dúo creativo integrado por el libretista Gilbert y el compositor Arthur Sullivan, cuyo dúo creativo es tan fundamental e indivisible dentro de la cultura popular inglesa como el que integraron, un siglo más tarde, John Lennon y Paul McCartney. Un dúo que –justo es decirlo– puso patas para arriba a la cultura inglesa de su época. Mientras que, valiéndose de una rigurosa investigación y una aún más rigurosa puesta en escena, lo que Leigh pone patas para arriba en una maravilla como es su film Topsy Turvy es la tradicional manera de rodar un film de época. Y lo hace sin traicionar ni un ápice tanto la época a retratar como esa búsqueda del entretenimiento que todo film orgullosamente dentro del mundo del espectáculo –y Topsy-Turvy lo está de comienzo al fin– debe respetar.
Al elegir dónde posar su mirada a lo largo del exitoso cuarto de siglo que duró la cooperación entre Gilbert y Sullivan, Mike Leigh eligió acertadamente centrarse en el momento del agotamiento y la posterior reinvención creativa del dúo, que sucedió entre el estreno de la criticada La Princesa Ida en enero de 1884 y el éxito de El Mikado, para muchos su mejor obra, en marzo de 1885. Una elección que, no casualmente, remite a la obra de Leigh. Porque, de la misma manera en que Gilbert-Sullivan se reinventaron a sí mismos con The Mikado, un paso similar parece dar el director inglés con Topsy-Turvy. Autor con una particular mirada humana y social, conocido por obras de la talla de Life is Sweet (1990) o Secretos y mentiras (1996) en las que disecciona con humor y sensibilidad la vida actual en las ciudades inglesas (y no sólo inglesas), Leigh pareció alejarse completamente del tema central de su obra durante la década pasada al encarar este film de época, y del mundo del espectáculo.
Sin embargo, al apuntar su particular método de trabajo –que exige seis meses de dedicación exclusiva a sus actores, así como un exhaustivo trabajo de investigación y un guión armado a partir de los ensayos– precisamente hacia un film de este tipo, Leigh consigue en Topsy-Turvy una obra que es una experiencia única, didáctica y fascinante. Que, es cierto, exige tanto del espectador como lo que sus autores –entre los que figuran los actores, como muy pocas películas pueden hacerlo hoy en día– entregaron en el proceso de creación de la misma. Pero cuyos resultados son tan entretenidos, emocionantes y satisfactorios como cualquier proceso creativo que alcanza sus objetivos.
Prestando más atención a la puesta en escena y a los personajes antes que al desarrollo lineal de su trama, Topsy-Turvy es un film múltiple. Se lo puede ver tanto como una obra que reconstruye una época a partir del proceso creativo de sus artistas más populares, así como una reflexión sobre la pretensión y la humildad a la hora de la creación artística. Con la puja entre el ambicioso Sullivan y el obsesivo Gilbert en el centro de la trama, la obra de Leigh disecciona primero época y personajesprincipales, para luego poner en acción todas esas partes a la hora de recorrer la construcción de la próxima ficción.
Film coral, pero que presenta a sus personajes (y a su época) por escenas y no por historias, Topsy-Turvy abre la puerta a un mundo fascinante, tan diferente al actual que parece “patas para arriba”, pero que gracias al método de Leigh es posible visitar respetando su ajenidad pero reconociendo los lazos con el mundo actual. Un momumental logro que es sólo uno de los tantos frutos de un film fascinante, que parece concebido para reverenciar el día a día de la creación artística (la escena y el actor, dentro del universo Leigh) antes que la chispa del genio. No es ninguna casualidad, por lo tanto, que hacia el final del film se escuche la siguiente pregunta: “¿No sería genial que la gente común recibiera un aplauso al final del día?”. Eso es lo que aplaude Leigh con su film, convocando el aplauso de todos.

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“CADENA DE FAVORES”, CON HELEN HUNT Y KEVIN SPACEY
Los actores vs. la película

Por H. B.

¿Es posible una gran actuación en una mala película? Cadena de favores demuestra que sí. Durante casi una hora, bien ladeada por Kevin Spacey y el pibe Haley Joel Osment (el de Sexto sentido), Helen Hunt logra cargarse al hombro un guión imposible y una dirección errática, y sostener casi por sí sola una película que, desde la propia premisa, está condenada a muerte. Tomando demasiado al pie de la letra la propuesta de trabajo de uno de sus profesores (Spacey), un pibe sensible y lleno de buenas intenciones (Osment) decide poner en marcha una reacción en cadena. El objetivo: mejorar el mundo, lisa y llanamente. El sistema consiste en hacer tres favores a tres desconocidos, e incitar a que éstos hagan lo mismo, intentando generar así un efecto multiplicador que, a la larga, terminaría por cambiar el sentido de las cosas.
Desde Titanic, Hollywood ha resuelto añadirles a sus héroes la condición de mártires y Cadena de favores no es la excepción. Aunque para ello deba apelar, al final, a un golpe bajo precipitado e inexcusable. En el medio, otra maldita costumbre del Hollywood actual: armar una película con pedazos que no pegan, con tal de que haya un poco para cada público, e ir así sumando entradas. A la línea central de Cadena de favores se le añade la historia de amor entre el profesor y la mamá del chico (Hunt), uno o varios dramas familiares, violencia infantil y algunos homeless que andan por ahí. Entre ellos, una irreconocible Angie Dickinson.
Resulta digno de admiración lo de Helen Hunt, que logra dotar a su madre soltera de una genuina emotividad. Hunt conmueve más por su generosidad para con el personaje que por el personaje en sí, que desde el guión viene viciado de uno de esos excesos de bondad que sólo en Hollywood se ven. Un caso patente de victoria del actor por sobre el film, por parte de una actriz no suficientemente valorada.

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