Por Hilda Cabrera
Cuando en un matrimonio el
mayor de los prodigios no es una unión verdadera, puede suceder
lo que le ocurre a la joven esposa y madre Nora Helmer: creer que la única
vía es clausurar un pasado en familia y alejarse del hogar. Nora
es una pequeñoburguesa que, al advertir esa falta de unión
y tomar conciencia de su situación en el seno de una familia a
la que hasta entonces cuidó amorosamente, toma impulso, abandona
su casa y subvierte las rígidas concepciones de su entorno. Es
así que la grácil y vibrante Nora de Casa de muñecas,
concebida por el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen (1828-1906),
pasa a ser símbolo del atrevimiento femenino, sobre todo en tiempos
en que la moral social y religiosa condenaba las pulsiones de las casadas.
La obra, escrita en Alemania, se publicó en Copenhague en 1879
y fue estrenada en un teatro de Cristianía (Oslo) el 20 de enero
de 1880. Allí y en otros escenarios generó fuertes polémicas,
básicamente por su encendido final. Sucede que, a diferencia de
algunos célebres personajes femeninos creados por otros dramaturgos
en otras épocas y lugares (la desesperada protagonista de La señorita
Julia, de August Strindberg, o la inmovilizada Winnie de Los días
felices, de Samuel Beckett), Nora desafía las reglas que la sociedad
de su tiempo le inculcó sin tomar el camino de la autodestrucción.
A lo largo de la obra que transcurre en casa de los Helmer y en
vísperas de Navidad, Nora debate con sus emociones, pero
no se desvaloriza ni sacrifica. Quizá sea eso lo que no le perdonaron
los pastores luteranos que prohibían a sus fieles referirse a esta
pieza de Ibsen (creador, entre otras obras fundamentales, de Hedda Gabler,
El pato salvaje, Un enemigo del pueblo y Espectros) y no aquello que parece
ser la causa de tanto descalabro: el pedido de un préstamo sin
el consentimiento del marido y la falsificación de una firma (la
del padre de Nora, muerto en la ruina).
Hay quienes consideran a Casa de muñecas una pieza escrita en defensa
de la causa femenina, aun cuando el autor afirmaba que la historia se
refería a una cuestión de justicia. Defraudada por su esposo,
el abogado Torvald Helmer, a quien había querido ayudar secretamente,
Nora sufre un arranque emocional no necesariamente ligado al mundo femenino.
Es cierto que aquí se machaca sobre su comportamiento de mujer-niña,
pero lo que subyace en su actitud es el descubrimiento de una necesidad:
la de frenar el deterioro que le produce vivir a través de los
otros y no por ella misma. Nora ha perdido integridad. No se siente libre,
y por lo tanto no sabe ni puede amar de modo independiente. Hasta el estallido
del conflicto, el amor era una neurótica interdependencia. Desde
este enfoque, su problemática trasciende el universo femenino.
Pivoteando sobre la sintética dramaturgia de Ignacio Apolo, la
dirección de Alejandra Ciurlanti (la misma de Rojo en el ropero,
de Yukio Mishima, vista casi diez años atrás en Babilonia,
y de varios montajes para TV) apuesta a los intérpretes, todos
de trayectoria en medios diferentes, y con aptitudes también distintas.
Thorvald Helmer no parece aquí poseer ese temperamento delicado
que le atribuye el doctor Rank (Gabriel Correa). A cargo de Alejandro
Awada, Thorvald (sujeto a los imperativos de la moral y el trabajo) adquiere
el aspecto de un matón al momento de quitarse la máscara
de individuo moderado y poner en primer plano su egoísmo.
Por su lado, en el papel del prestamista Krosgtad, Luis Machín
(formado en el teatro de Ricardo Bartís) aguza la máscara
del dominador, del que somete, y a tal punto que se hace difícil
creer poco después en su desarme anímico. En otro plano,
sucede algo semejante con Carolina Fal, quien pasa de modo poco convincente
de un infantilismo exacerbado (acentuado en las primeras escenas por un
vestuario de colegiala) a la asunción de su rol de liberada. Se
la había visto exageradamente ansiosa en las escenas iniciales,
salvando su papel de mujer-muñeca entre saltitos y volteretas.
La opción, aunque desconcertante, no está tal vez demasiado
alejada de la intención caricaturesca que algunos estudiosos creen
entrever en Ibsen, cuando éste describe a otros personajes suyos:
al doctor Stockmann de Un enemigo del pueblo, por ejemplo. En todo caso,
lo esencial es que en Casa de muñecas ningún personaje queda
intacto. El conflicto que se desata en casa de los Helmer socava y transforma
a todos (quizás hasta la caricatura), incluidos el desahuciado
Rank y el antiguo amor de Krogstad, Kristine Linde, papel que cumple sin
artificios la actriz Mara Bestelli.
PUNTOS
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