Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


Una mujer que se atrevió a desafiar a una sociedad

La versión de �Casa de muñecas� que acaba de estrenar el San Martín acentúa los rasgos de caricatura social de esta pieza de Henrik Ibsen vedada por los luteranos del siglo XIX.

Carolina Fal y Alejandro Awada, un matrimonio en disolución.

Por Hilda Cabrera

Cuando en un matrimonio “el mayor de los prodigios” no es una unión verdadera, puede suceder lo que le ocurre a la joven esposa y madre Nora Helmer: creer que la única vía es clausurar un pasado en familia y alejarse del hogar. Nora es una pequeñoburguesa que, al advertir esa falta de unión y tomar conciencia de su situación en el seno de una familia a la que hasta entonces cuidó amorosamente, toma impulso, abandona su casa y subvierte las rígidas concepciones de su entorno. Es así que la grácil y vibrante Nora de Casa de muñecas, concebida por el dramaturgo y poeta noruego Henrik Ibsen (1828-1906), pasa a ser símbolo del atrevimiento femenino, sobre todo en tiempos en que la moral social y religiosa condenaba las pulsiones de las casadas. La obra, escrita en Alemania, se publicó en Copenhague en 1879 y fue estrenada en un teatro de Cristianía (Oslo) el 20 de enero de 1880. Allí y en otros escenarios generó fuertes polémicas, básicamente por su encendido final. Sucede que, a diferencia de algunos célebres personajes femeninos creados por otros dramaturgos en otras épocas y lugares (la desesperada protagonista de La señorita Julia, de August Strindberg, o la inmovilizada Winnie de Los días felices, de Samuel Beckett), Nora desafía las reglas que la sociedad de su tiempo le inculcó sin tomar el camino de la autodestrucción. A lo largo de la obra –que transcurre en casa de los Helmer y en vísperas de Navidad–, Nora debate con sus emociones, pero no se desvaloriza ni sacrifica. Quizá sea eso lo que no le perdonaron los pastores luteranos que prohibían a sus fieles referirse a esta pieza de Ibsen (creador, entre otras obras fundamentales, de Hedda Gabler, El pato salvaje, Un enemigo del pueblo y Espectros) y no aquello que parece ser la causa de tanto descalabro: el pedido de un préstamo sin el consentimiento del marido y la falsificación de una firma (la del padre de Nora, muerto en la ruina).
Hay quienes consideran a Casa de muñecas una pieza escrita en defensa de la causa femenina, aun cuando el autor afirmaba que la historia se refería a una cuestión de justicia. Defraudada por su esposo, el abogado Torvald Helmer, a quien había querido ayudar secretamente, Nora sufre un arranque emocional no necesariamente ligado al mundo femenino. Es cierto que aquí se machaca sobre su comportamiento de mujer-niña, pero lo que subyace en su actitud es el descubrimiento de una necesidad: la de frenar el deterioro que le produce vivir a través de los otros y no por ella misma. Nora ha perdido integridad. No se siente libre, y por lo tanto no sabe ni puede amar de modo independiente. Hasta el estallido del conflicto, el amor era una neurótica interdependencia. Desde este enfoque, su problemática trasciende el universo femenino.
Pivoteando sobre la sintética dramaturgia de Ignacio Apolo, la dirección de Alejandra Ciurlanti (la misma de Rojo en el ropero, de Yukio Mishima, vista casi diez años atrás en Babilonia, y de varios montajes para TV) apuesta a los intérpretes, todos de trayectoria en medios diferentes, y con aptitudes también distintas. Thorvald Helmer no parece aquí poseer ese temperamento delicado que le atribuye el doctor Rank (Gabriel Correa). A cargo de Alejandro Awada, Thorvald (sujeto a los imperativos de la moral y el trabajo) adquiere el aspecto de un matón al momento de quitarse la máscara de individuo moderado y poner en primer plano su egoísmo.
Por su lado, en el papel del prestamista Krosgtad, Luis Machín (formado en el teatro de Ricardo Bartís) aguza la máscara del dominador, del que somete, y a tal punto que se hace difícil creer poco después en su desarme anímico. En otro plano, sucede algo semejante con Carolina Fal, quien pasa de modo poco convincente de un infantilismo exacerbado (acentuado en las primeras escenas por un vestuario de colegiala) a la asunción de su rol de liberada. Se la había visto exageradamente ansiosa en las escenas iniciales, salvando su papel de mujer-muñeca entre saltitos y volteretas. La opción, aunque desconcertante, no está tal vez demasiado alejada de la intención caricaturesca que algunos estudiosos creen entrever en Ibsen, cuando éste describe a otros personajes suyos: al doctor Stockmann de Un enemigo del pueblo, por ejemplo. En todo caso, lo esencial es que en Casa de muñecas ningún personaje queda intacto. El conflicto que se desata en casa de los Helmer socava y transforma a todos (quizás hasta la caricatura), incluidos el desahuciado Rank y el antiguo amor de Krogstad, Kristine Linde, papel que cumple sin artificios la actriz Mara Bestelli.

PUNTOS

 

PRINCIPAL