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JOAO GILBERTO A PARTIR DE ESTA NOCHE
El arte de ser sutil

El bahiano que se convirtió en símbolo de la música carioca volverá a presentarse en Buenos Aires. Sus canciones son pocas y las mismas desde hace años. La gracia está en los matices.

Reglas: Escucharlo es adentrarse en un universo con reglas propias, en donde reina la variedad interminable de lo que
parece siempre igual.

Joao Gilberto es uno de
los grandes del siglo XX.

C Por Diego Fischerman

El arte de Joao Gilberto siempre fue sutil. Desde su irrupción en la historia de la música de tradición popular, la gracia de esas canciones (que parecen cantadas sin énfasis y cuyos acompañamientos en la guitarra juegan a la exageración de lo tenue) pasa por la acentuación de matices mínimos. Por la exquisita gradación entre los distintos –e infinitos– tonos que van del gris hasta el gris claro. O entre el silencio y lo apenas audible. El arte de Joao Gilberto es un arte, además, de la escucha. Quien oye esas canciones debe poner de su parte casi tanto como quien las interpreta. No hay manera de desconcentrarse sin perder lo esencial. Porque lo esencial tiene que ver, precisamente, con los detalles casi imperceptibles.
Si se tiene en cuenta que, desde hace más de cuarenta años, las canciones que hace ese hombre además de pocas son las mismas, queda claro que de lo que se trata es del refinamiento progresivo (y hasta el límite de lo posible) de lo que ya era refinado de entrada. Escuchar a Joao Gilberto es adentrarse en un universo con reglas propias, en donde reina la variedad interminable de lo que parece siempre igual. En octubre de 1997 llegó por segunda vez a Buenos Aires (la primera había sido en el ‘62). Lo rodeaba la leyenda del ermitaño: sus manías, su mal humor, su independencia del mercado del entretenimiento, sus desplantes. Esa vez, con dos shows deslumbrantes, Gilberto mostró en escena, más bien, a un músico tan genial como tímido. No hubo berrinches (por lo menos en público) pero sí más de 5000 personas para las cuales nada fue como antes. En julio del ‘98, Gilberto volvió, esa vez de la mano de Caetano Veloso. La inusual conjunción de talentos (el maestro y el alumno, como dijo Caetano) logró llevar la maravilla aún más lejos.
Hoy, mañana y el sábado a las 21.30, en el Salón Libertador del Hotel Sheraton (Leandro N. Alem 1153, primer piso) se renovará el rito. El bahiano que se convirtió en símbolo de la música carioca, el guitarrista que hizo de su “batida” un sello de fábrica (aunque bastante difícil de imitar, por cierto), el músico que llevó la relación entre melodía y acompañamiento a un grado máximo de tensión (y de belleza) volverá a actuar para el público porteño. Las dos presentaciones, organizadas por Oliverio Always, traen a Joao Gilberto con un disco recién editado (Joao Voz e violao) después de años de no grabar. Un álbum que, por añadidura, acaba de ganar el Grammy correspondiente a la categoría World Music. No es la primera vez que gana este premio. Ya en el ‘64 había sido galardonado como mejor guitarrista mientras su disco con Astrud Gilberto y Stan Getz era elegido “mejor disco”. Dicen que en alguna mudanza perdió las estatuitas.
Ese álbum es, en todo caso, uno de los que alimentó gran parte del folklore alrededor de Gilberto. Y es que el resentimiento que lo acompañó durante años (si es que no los sigue haciendo) tuvo en gran parte que ver con ese disco o, por lo menos, con el hecho de haber firmado un contrato en un idioma que no entendía. El primer punto tuvo que ver con la música. Gilberto opinaba que Getz no entendía cómo debía tocarse la bossa-nova (y cuentan que Jobim, pianista en esa ocasión, le traducía al norteamericano que Gilberto ya estaba fascinado con él). Pero lo que más molestó al bahiano fue haber sido parte de una estafa. Astrud cobró 120 dólares, lo que marcaba el sindicato por una noche de trabajo. A Joao le fue un poco mejor: U$S 23.000. Nada, sin embargo, si se tiene en cuenta lo que cobró Getz: lo suficiente para comprarse la mansión neoyorquina de 23 habitaciones que había pertenecido a Frances Gershwin. En 1980 Joao Gilberto volvió a Brasil. Vive encerrado en su casa de Leblón. Y, curiosamente, dice sentirse argentino. Sus actuaciones aquí no sólo rompieron el ostracismo que se había impuesto sino que le valieron encontrarse con un público a su medida. Un público que lo venera tanto como su extraño arte lo merece.

 

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