Apología
de la Plaza
Por Horacio González, León Rozitchner,
Eduardo Grüner,
Osvaldo Bayer.
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A varios días de la
realización del gran acto en el aniversario del aciago golpe de
1976, decimos que aún estamos entusiasmados con las lúcidas
salmodias que nos llevan una y otra vez hacia la Plaza. Errabundos, no
es de hoy que aceptamos inspirarnos en ese alborozo, junto al vivaz letargo
apiñado de los cuerpos. Ir a la Plaza no podrá ser entonces
un acto de culpable incapacidad, una gesta contumaz y sin espesor, a lo
sumo candorosa en sus retahílas. Ir a la Plaza es la necesaria
interrogación del ágora, inicio propiciador y decurso obstinado
de la política. Sin ese ir no hay conjuro contra la repetición
que necesariamente nos acecha. Lo sabían los antiguos hombres griegos,
inventores de la plaza política, donde cada cuerpo presente era
una interrogación irrepetible en su circularidad trágica.
Pero no como un contenido fijo que admite cada vez la benevolencia de
un cambio de rostro, sino como la búsqueda de una cuerda común,
aún indescifrada, que recorre nuestra historia.
Todavía más: es sólo ese recorrido lo que constituye
la historia. Si nos animamos a un préstamo de Sartre, podríamos
coincidir en que somos nuestro pasado pero bajo condiciones cada vez ajenas.
Nos sorprendemos que nos hagan responsables de todo lo que fuimos y tenemos
derecho a esa sorpresa. Pero tampoco podemos evitar que cada acto nuestro
tenga un dejo de necesaria reiteración que no significa otra cosa
que un intento de preguntarnos qué fue lo que hicimos en aquella
napa de nosotros que nos resulta remota.
Cada Plaza presente interroga a las plazas pasadas, incluso a la de los
Cabildos de 1810. Ese estado de interrogación es el que nos aflora
cuando se desemboca a veces por la Diagonal Norte. Conocemos bien ese
tramo. Acaso no sea lo mismo que entrar por Avenida de Mayo, que es línea
recta y no contiene la indócil angulación, ese grácil
soslayo de la Diagonal. Ninguna felicidad resulta más patente que
caminar por esa cuenca con el Obelisco a nuestras espaldas, y estar aproximándonos
al estuario pensando que vamos suspendiendo, por un imaginario momento,
el bullicio de ese río de cabezas para dejarnos luego solicitar
por el torrente. Multitud cargada de dilemas, lo sabemos, pero que no
los vamos a desentrañar de otro modo que caminado con nuestro silencio
indagador y admitiendo que esas estridencias interrogen a su vez nuestro
avanzar discreto.
No es que la Plaza sea histórica y luego entramos a
ella. Al revés, es esa entrada la que está repleta de nuestra
propia y pequeña historicidad, que venimos a agregar entonces como
menudo don personal al colectivo. Sin embargo, en la gran movilización
de aquel sábado elegimos detenernos en la encrucijada de Avenida
de Mayo y Perú, donde estaba el viejo London de Cortázar.
Miramos a todos los que iban entrando, y confesamos que provoca un sentimiento
secreto y jubiloso. Es que las miradas de los que miran pasar son indispensables.
Los que van pasando la reclaman, porque saben que han delegado en ese
desdoblamiento de ellos mismos momentáneamente en nosotros,
los que ahí mirábamos el relato profuso de los capítulos
que iban llegando. Como un libro demorado, pasaban siglas antiguas, cánticos
ya escuchados, el folletín deshojado de la historia argentina.
Quizás es necesario que así sea. Nada nuevo se conforma
si lo antepasado no reaparece con su insistente simpleza.
Y así, cuando por fin nos encolumnamos sí, es extraño
ese verbo arquitectónico nuestra entrada es novedosa y a
la vez repetida. No tenemos porque suponer que desembocamos siempre en
el mismo río, pero no podemos dejar de agradecer que
sea en esa multitud que podamos reencontrar a muchos viejos conocidos,
que ofrecen el pan de su cómo estás, tanto tiempo
sin vernos. Sentimos eso como un estado de promesa y apertura, no
de obnubilación o mismidad. Y entonces tanto se abre la historia
que aunquienes concurren talmúdicamente (y todos vamos un poco
así, confesamos que no hay molestia en ello pues la vida es un
hilo resabido que siempre está a nuestra espera) sentirían
la rozadura que invita, ahí así, a repensarnos. Las campanadas
del Cabildo que todos escuchamos, tocadas por iluminados intrusos, estaban
doblando por nosotros.
REP
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