Por Fernando DAddario
Más allá de la
garantía de excelencia artística, detalle que en este caso
estaba fuera de discusión, las perspectivas para el primer concierto
de Joao Gilberto no eran favorables: en la tarde del jueves, el maestro
bahiano lucía un humor de perros, acaso por un persistente dolor
de espalda, o tal vez simplemente porque se trataba de Joao, y él
es así. Se llegó a pensar que no actuaría, alternativa
extrema que finalmente fue desechada por el artista, como tantas veces,
aunque el recorrido entre la suite del hotel donde se hospeda y el escenario
(en el salón Libertador del mismo hotel, por las dudas) quedó
regido por la imprevisibilidad. El show estaba pautado para las 21.30,
pero Joao no baja nunca de su habitación antes de las 22. Además,
había muchos espejos en los pasillos del hotel, y el co-inventor
de la bossa nova odia los espejos. Hubo que cambiar el recorrido. Mientras
tanto, buena parte de las 1300 personas que poblaban el salón comenzaban
a manifestar su descontento por la demora, y terminaron echando a los
gritos a un esmerado locutor que sólo pretendía presentar
el espectáculo.
Así, en ese contexto, la aparición de Joao en el escenario
generó algo así como la materialización de un milagro.
La tensión que parecía retroalimentarse arriba y abajo del
escenario fue bajando hasta derivar en un estado de gracia compartido
por artista y público. Una botella de champagne descorchada inoportunamente
y unas copas caídas al piso en plena clase maestra de bossa nova
no perturbaron el incipiente buen humor de Joao, y aunque con él
nunca se sabe, esas fueron las primeras señales positivas. De todo
lo demás se encargó este hombre de 70 años, enorme
en su minimalismo, seductor desde el más aséptico espíritu
antisocial. En su tercera visita a Buenos Aires (una ciudad a la que ama
sin conocer, porque no sale del hotel) empezó a tocar y a cantar:
viejos sambas, joyas olvidadas de la bossa nova, algún bolero,
todo tamizado por el efecto Joao, ese entramado inexplicable de ritmo
y armonía que patentó como batida y que le permite
cantar una cosa, tocar otra y concluir en un tercer elemento, inseparable
de los otros dos, pero autónomo e ingobernable. Joao sonrió
frente a su platea (segundo dato auspicioso), y alguien le pidió:
Falsa bahiana. Y Joao cantó Falsa bahiana.
A partir de allí, arreciaron los pedidos, la mayoría en
un portugués perfecto, corregido en años de amor por la
música brasileña: Doralice, Eu vim da
Bahía, Desde que o samba e samba. Y el ídolo
cumplió las peticiones una tras otra, y arengó a la gente
para que le pidiera otra, y otra, y otra. Un cuadro inimaginable un par
de horas atrás.
De ese modo, Joao repasó cuarenta años de historia en poco
menos de tres horas. Quizás haya sido mucho. Algunos, bien trajeados,
pero ajenos al fenómeno, empezaron a irse a partir de la hora y
media de show. Era curioso ver cómo, mientras algunas mesas se
iban despoblando (una señora muy bien vestida llegó a decir:
Es una lástima que este señor no tenga voz),
los que se quedaban permanecían sumergidos en un estado de éxtasis
indefinido y sólo bajaban al mundo para aplaudir. Joao
ni se detuvo para tomar agua. Intentó expresar su gratitud con
palabras, pero se hizo entender mejor cada vez que despojó sus
canciones hasta desnudar su belleza más profunda: Retrato
en branco e preto, Chega de saudade,Desafinado,
los boleros Bésame mucho y Mujer, entre
otras. Se fue sin saludar, y sin hacer Garota de Ipanema.
Nadie se lo reclamó.
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