Por Cecilia Hopkins
Se sabe que el caudillo entrerriano
Pancho Ramírez murió a manos de los aliados del santafesino
Estanislao López, en plena campaña, cuando intentaba rescatar
a Doña Delfina, que había caído prisionera. Vestida
de oficial, esta mujer se sumaba a las milicias de Ramírez que
intentaban imponerse sobre otras fuerzas federales, para luchar en contra
del gobierno de Buenos Aires. En torno de la vida de esta joven portuguesa
que conoció a su amante en el campamento de Artigas, la dramaturga
Susana Poujol escribió La Delfina, una pasión, obra que
se estrenará mañana en el Teatro Cervantes, bajo la dirección
de Daniel Marcove. El elenco estará integrado por Virginia Lago
(en el rol protagónico), Ana María Casó, Stella Matute
y Gabriel Rovito. La escenografía pertenece a Beatriz Martínez
y Graciela González, el vestuario a Alicia Briel y la iluminación
a Roberto Contreras, mientras que Marcelo Alvarez es el autor de la música
que interpretará en escena. En una entrevista con Página/12,
el director se refiere a la obra como a un poema dramático
en el que la tragedia se va desenvolviendo entre culpas y deseos: toca
zonas apasionadas de los vínculos entre dos mujeres, donde no hay
lugar para la racionalidad.
¿La obra está escrita desde el rigor histórico?
La acción transcurre entre 1821 y 1839, en Concepción
del Uruguay, Entre Ríos. La obra tiene datos históricos,
pero su acento está puesto en la cornisa que existe entre la leyenda
y la verdad. Aquí, la Delfina es tomada prisionera, pero por Norberta
Calvente, la prometida de Pancho Ramírez, que lo esperó
hasta el día de su muerte. Entonces, ni la obra ni la puesta sigue
un rigor histórico, sino que se centra en el desarrollo de un vínculo,
en el periplo de estas dos mujeres unidas entrañablemente a un
mismo hombre. Una junto al vestido de novia, la otra junto a él
en sus campañas. De un gran resentimiento y a partir de un amor
muy potente es como surge un vínculo lleno de matices. Creo que
la obra tiene algo lorqueano, porque el hombre, que no aparece, está
muy presente en todo momento. La criada, interpretada por Stella Matute,
es un personaje que no estaba originalmente, pero que yo quise incluir
para que hiciera el relato de la historia, como si se tratara de la tradición
oral de un pueblo. Es un espectáculo de impresiones, de sensaciones
y emociones: a mí me gusta que el espectador se conmocione primero
y que reflexione después. Para mí, primero está la
palpitación o vibración de un espectáculo, luego
lo conceptual.
¿Siempre dirige teniendo en cuenta al espectador?
Cada vez siento al espectador como un invitado imposible de abandonar
en el hecho teatral. Siento el teatro desde el corazón y no desde
la racionalidad, así que comienzo a trabajar desde mis imágenes
sensibles. El teatro es una pasión que surge de la dignidad del
trabajo y la coherencia. Tengo necesidad de contar temas que me conmocionan
sensiblemente, temas con los que la sociedad mantiene una cruel distancia:
Malvinas, el caso Cabezas, la apropiación ilegal de hijos. Si como
actor hice muchas obras extranjeras, en cambio, como director estrené
todas obras argentinas.
¿Dónde están las dificultades mayores de su
oficio?
Los azares, todas las circunstancias y los avatares que rodean los
ensayos se notan en un espectáculo. Y el aspecto económico,
que angustia y constituye una gran presión. Pero aun en esta época
de grandes problemas económicos no se debería pensar en
el teatro como en una frivolidad. Yo creo firmemente en esta profesión
como un lugar de resistencia, un espacio que hay que defender como nunca
desde la propia tarea. Por eso me considero un privilegiado al trabajar
en el marco de un teatro oficial. He dirigido muchos espectáculos
en salas oficiales...
¿A qué atribuye esta suerte?
Algunos dicen que se debe a relaciones delicadas (risas),
pero yo creo que es por la pasión que pongo en el trabajo y porque
interesaron mis proyectos. Es cierto que fueron muchas las puestas que
hice en cinco años, pero fueron hechas en diferentes gestiones
y obtuvieron premios en diferentes rubros: Viejos conocidos y El saludador,
de Cossa, Auto de fe entre bambalinas, de Patricia Zangaro, Bar Ada, de
Jorge Leyes, El puente de Gorostiza, Locos de verano de Laferrère...
Lo positivo de esta forma de trabajo es el hecho de tener resuelto todo
aquello que tiene que ver con la producción, lo que me deja ocuparme
de lleno en lo artístico. Pero los tiempos se comprimen porque
hay que terminar una puesta en siete u ocho semanas, por lo que hay que
tomar muchas resoluciones estéticas previamente, que luego pueden
ser felices o desafortunadas.
¿Cree que las salas oficiales tienen una estética
propia, por sus tiempos acotados?
No soy amigo de generalizar, sobre todo en el territorio de lo artístico.
Creo que hay muchas formas de hacer teatro, independientemente de las
salas, que el mundo es ancho y ajeno y que hace falta comprender
la sensibilidad y el deseo de cada artista. Creo que en este medio hace
falta solidaridad, porque deberíamos ser más receptivos
y bancarnos la diferencia. Sería un hipócrita si despotricara
en contra del tiempo comprimido que tengo para hacer una puesta, porque
entiendo que son las reglas de juego: así se trabaja en los teatros
oficiales. En ese tiempo se puede producir un espectáculo de primer
nivel, pero es cierto que no se puede producir una investigación
estética.
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