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EL ESTRENO DE LA NUEVA PUESTA DE “LADY MACBETH DE MTSENSK”
Gran noche con dos grandes finales

Sergio Renán produjo una puesta deslumbrante y novedosa de esta ópera de Shostakovich, con la dirección de Rostropovich. Fueron cómplices la orquesta, brillante, y un elenco notable.

En la cama, Katerina y su amante. Detrás, como en una película de Hitchcock, el fantasma de Boris.

Por Diego Fischerman

La idea de “puesta”, como la de “arreglo” en el caso de la música de tradición popular, conlleva una trampa. O, por lo menos, una presunción peligrosa. La de que se trata de algo externo a la obra; algo que se le agrega para hacerla más bella o, peor –como sucede con algunas mujeres y algunos maquillajes– para disimular sus defectos. Hay obras (y hay rostros) que no necesitan maquillaje alguno. Esas son, precisamente, las más difíciles. Porque el mercado consume régisseurs y régies en todos los casos y, en aquellos en que las composiciones son maravillosas, el compromiso mínimo –y muchas veces no cumplido– es el de no arruinarlas. Una ópera, como una obra de teatro, es algo preexistente, algo que está compuesto desde antes de que suba a un escenario. Y hay dos maneras de concebir el trabajo de director de escena: como el de quien se limitará a maquillar mejor o peor eso que ya está terminado o, tal como sucede en el notable espectáculo que acaba de estrenarse en el Colón, como el de un nuevo compositor, llamado a completar, a definir en hechos lo que la obra traía en potencia, a crear sobre lo ya creado para encontrar algo nuevo y distinto.
Lady Macbeth de Mtsensk es una obra en muchos aspectos genial. No tanto por su libreto, que revela a casi setenta años de su composición notables ingenuidades, como por la manera en que la música se refiere a él. Shostakovich plantea un diálogo constante (y muchas veces ríspido, hasta desafiante) entre texto y música. Mientras uno dice algo, la otra se toma la libertad de ironizar, de restar importancia a lo que en las voces de los personajes es fundamental o, al contrario, de subrayar cuestiones cuya trascendencia es desconocida por quienes llevan adelante la acción. De la misma manera, es la música la que indica en muchas ocasiones que lo que se dice es mentira. En ese sentido, las irrupciones de la banda de bronces –situada a los costados de la platea y a veces delante de los mismos personajes– es brillante. La forma en que los instrumentos se desplazan por el teatro y tapan la escena de cama entre Katerina Ismailova y su amante, a la manera de lo que hizo el propio stalinismo con la ópera, es uno de los muchos hallazgos de esta versión.
Pero la lectura de Renán va mucho más allá de algunas resoluciones escénicas logradas. En su concepción –y en la de Rostropovich, cómplice indudable– la orquesta está situada en el centro del escenario. Rostropovich la dirige casi permanentemente de frente al público (se ubica en otro podio cuando debe conducir a cantantes situados detrás de él). El espacio delante de la orquesta, unas escalinatas al borde del escenario yuna suerte de puente sobre los músicos definen los lugares donde transcurre la acción. Allí se ubicarán unos pocos objetos corpóreos, alguna mesa, unas sillas, la cama. El resto sucede en la gigantesca pantalla que rige desde arriba de todo esto y donde a veces se ven detalles de lo que ocurre entre los personajes (algún primer plano, las manos de Katerina preparando el veneno para su suegro, la cita a Vértigo, de Hitchcock en el espiral con el que aparece su fantasma inculpador). El resultado es una clase de espectáculo totalmente nuevo que, en todo caso, no hace más que retomar una tradición que acompañó a la ópera desde sus comienzos como género hasta fines del siglo XIX: la de estar en la vanguardia tecnológica.
La historia de esta Lady Macbeth rural, desesperada y casi heroica en su resistencia a la mediocridad que la rodea necesita, además de un director que interprete sus contradicciones (al fin y al cabo es una asesina que se desprende alegremente de suegro, marido y amante), de una actriz y cantante tan impecable en la técnica como poderosamente comprometida con el personaje en lo emocional. Svetlana Dobronravova cumplió, en la función del estreno, con ambos requisitos, soberbia tanto en lo vocal (un timbre metálico, potente, capaz de mostrar el desgarro del personaje, y un fraseo preciso y detallado) como en lo actoral (conmovedora en la escena en que ya deportada a Siberia le dice a su amante que él es lo único que tiene). La acompañó un elenco de gran nivel en el que sobresalieron Christopher Ventris (un Serguei de gran presencia, con bello timbre de voz, y absolutamente convincente en su fatuidad) y el excelente Boris Timofeievich Ismailov (el siniestro suegro) de Valery Gilmanov. Iory Komov construyó un Zinov Borisovich de palpable pusilanimidad y Fyodos Kutznetsov un pope con algún trazo de comedia que le quedaba muy bien a ese sacerdote interesado en pocas cosas más que la comida y el vino.
Pero esta puesta que –extrañamente para el público tradicionalmente frío de la función de gala– fue ovacionada durante largos minutos tuvo también otros protagonistas. Uno, desde ya, fue el propio Rostropovich, capaz tanto de dirigir una mirada compasiva a Katerina como de dirigir una de las fugas más portentosas que se hayan escuchado en una función de ópera en el Colón (en el final del segundo acto) y conduciendo como un dios omnisciente desde la pantalla gigante en el cierre de la primera parte. Los otros fueron una orquesta estable magnífica –ejemplar en su concentración, brillante en algunos solos, como los de fagot, violín o flauta y superlativa en su nivel de respuesta a las exigencias del director en cuestiones de planos, dinámica y fraseo– y un coro estable poderoso en lo musical y sensible a los pedidos del régisseur en cuanto a sus desplazamientos escénicos. Y quedan para el recuerdo los dos finales. El primero, cuando los prisioneros, en negro y sepia, reanudan su caravana hacia el blanco profundo de la nada. El segundo cuando, de la mano de Rostropovich, Sergio Renán subió al escenario para recibir unos aplausos que, junto al director de un espectáculo impecable, premiaban al retornado director artístico del teatro. O, con mayor precisión, saludaban el regreso de quien, en opinión de muchos de los presentes, no debería haberse ido.

 

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