Por Diego Fischerman
La idea de puesta,
como la de arreglo en el caso de la música de tradición
popular, conlleva una trampa. O, por lo menos, una presunción peligrosa.
La de que se trata de algo externo a la obra; algo que se le agrega para
hacerla más bella o, peor como sucede con algunas mujeres
y algunos maquillajes para disimular sus defectos. Hay obras (y
hay rostros) que no necesitan maquillaje alguno. Esas son, precisamente,
las más difíciles. Porque el mercado consume régisseurs
y régies en todos los casos y, en aquellos en que las composiciones
son maravillosas, el compromiso mínimo y muchas veces no
cumplido es el de no arruinarlas. Una ópera, como una obra
de teatro, es algo preexistente, algo que está compuesto desde
antes de que suba a un escenario. Y hay dos maneras de concebir el trabajo
de director de escena: como el de quien se limitará a maquillar
mejor o peor eso que ya está terminado o, tal como sucede en el
notable espectáculo que acaba de estrenarse en el Colón,
como el de un nuevo compositor, llamado a completar, a definir en hechos
lo que la obra traía en potencia, a crear sobre lo ya creado para
encontrar algo nuevo y distinto.
Lady Macbeth de Mtsensk es una obra en muchos aspectos genial. No tanto
por su libreto, que revela a casi setenta años de su composición
notables ingenuidades, como por la manera en que la música se refiere
a él. Shostakovich plantea un diálogo constante (y muchas
veces ríspido, hasta desafiante) entre texto y música. Mientras
uno dice algo, la otra se toma la libertad de ironizar, de restar importancia
a lo que en las voces de los personajes es fundamental o, al contrario,
de subrayar cuestiones cuya trascendencia es desconocida por quienes llevan
adelante la acción. De la misma manera, es la música la
que indica en muchas ocasiones que lo que se dice es mentira. En ese sentido,
las irrupciones de la banda de bronces situada a los costados de
la platea y a veces delante de los mismos personajes es brillante.
La forma en que los instrumentos se desplazan por el teatro y tapan la
escena de cama entre Katerina Ismailova y su amante, a la manera de lo
que hizo el propio stalinismo con la ópera, es uno de los muchos
hallazgos de esta versión.
Pero la lectura de Renán va mucho más allá de algunas
resoluciones escénicas logradas. En su concepción y
en la de Rostropovich, cómplice indudable la orquesta está
situada en el centro del escenario. Rostropovich la dirige casi permanentemente
de frente al público (se ubica en otro podio cuando debe conducir
a cantantes situados detrás de él). El espacio delante de
la orquesta, unas escalinatas al borde del escenario yuna suerte de puente
sobre los músicos definen los lugares donde transcurre la acción.
Allí se ubicarán unos pocos objetos corpóreos, alguna
mesa, unas sillas, la cama. El resto sucede en la gigantesca pantalla
que rige desde arriba de todo esto y donde a veces se ven detalles de
lo que ocurre entre los personajes (algún primer plano, las manos
de Katerina preparando el veneno para su suegro, la cita a Vértigo,
de Hitchcock en el espiral con el que aparece su fantasma inculpador).
El resultado es una clase de espectáculo totalmente nuevo que,
en todo caso, no hace más que retomar una tradición que
acompañó a la ópera desde sus comienzos como género
hasta fines del siglo XIX: la de estar en la vanguardia tecnológica.
La historia de esta Lady Macbeth rural, desesperada y casi heroica en
su resistencia a la mediocridad que la rodea necesita, además de
un director que interprete sus contradicciones (al fin y al cabo es una
asesina que se desprende alegremente de suegro, marido y amante), de una
actriz y cantante tan impecable en la técnica como poderosamente
comprometida con el personaje en lo emocional. Svetlana Dobronravova cumplió,
en la función del estreno, con ambos requisitos, soberbia tanto
en lo vocal (un timbre metálico, potente, capaz de mostrar el desgarro
del personaje, y un fraseo preciso y detallado) como en lo actoral (conmovedora
en la escena en que ya deportada a Siberia le dice a su amante que él
es lo único que tiene). La acompañó un elenco de
gran nivel en el que sobresalieron Christopher Ventris (un Serguei de
gran presencia, con bello timbre de voz, y absolutamente convincente en
su fatuidad) y el excelente Boris Timofeievich Ismailov (el siniestro
suegro) de Valery Gilmanov. Iory Komov construyó un Zinov Borisovich
de palpable pusilanimidad y Fyodos Kutznetsov un pope con algún
trazo de comedia que le quedaba muy bien a ese sacerdote interesado en
pocas cosas más que la comida y el vino.
Pero esta puesta que extrañamente para el público
tradicionalmente frío de la función de gala fue ovacionada
durante largos minutos tuvo también otros protagonistas. Uno, desde
ya, fue el propio Rostropovich, capaz tanto de dirigir una mirada compasiva
a Katerina como de dirigir una de las fugas más portentosas que
se hayan escuchado en una función de ópera en el Colón
(en el final del segundo acto) y conduciendo como un dios omnisciente
desde la pantalla gigante en el cierre de la primera parte. Los otros
fueron una orquesta estable magnífica ejemplar en su concentración,
brillante en algunos solos, como los de fagot, violín o flauta
y superlativa en su nivel de respuesta a las exigencias del director en
cuestiones de planos, dinámica y fraseo y un coro estable
poderoso en lo musical y sensible a los pedidos del régisseur en
cuanto a sus desplazamientos escénicos. Y quedan para el recuerdo
los dos finales. El primero, cuando los prisioneros, en negro y sepia,
reanudan su caravana hacia el blanco profundo de la nada. El segundo cuando,
de la mano de Rostropovich, Sergio Renán subió al escenario
para recibir unos aplausos que, junto al director de un espectáculo
impecable, premiaban al retornado director artístico del teatro.
O, con mayor precisión, saludaban el regreso de quien, en opinión
de muchos de los presentes, no debería haberse ido.
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