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La puerta grande

Este cuento de Fernando Tebele pertenece al libro �Detrás del arco�, en el que se reúnen los relatos del autor publicados en la revista �El Tablón�. �Tebele diseña una cancha donde cabe todo. En su equipo están la creatividad y la esperanza. El sabe cómo es el juego� dice Ariel Scher en el prólogo.

Por Fernando Tebele

Celdas es un pueblo alejado de la Capital Federal. Diría, más bien, que está apartado de Buenos Aires, tomando para el caso todas las acepciones del verbo apartar. Sucede que, además de la lejanía geográfica que nos separa del gran centro urbano del país, existe la división de una zanja colosal y muy difícil de saltar, aunque no imposible cuando uno es joven. Tengo dieciocho años y eso facilita ciertas cuestiones pero, también, dificulta otras tantas que los viejos olvidan al tiempo que dicen: “Si yo tuviera tu edad, pibe...”. Como los dieciocho son míos decidí -rápidamente– partir hacia Buenos Aires, ni bien me otorgaron la ocasión de hacer lo que más me apasiona, que es jugar al fútbol.
Todo comenzó el día que jugamos con el Celdas Juniors –equipo en el que actué desde los ocho años– contra el representativo del pueblo contiguo. Un verdadero clásico para nosotros, que lo aguardábamos siempre con enorme expectativa. Ese domingo se había expandido el rumor de que un delegado de algún club de la Capital estaría viéndonos para llevarse a un par de los que íbamos a jugar. Es verdad que casi todos los domingos se escuchaban parloteos de ese estilo, pero tenía la intuición de que esta vez sería cierto.
Siempre pensé que, interiormente, los jugadores sabemos cuándo nos hallamos ante una tarde favorable. Que se nos presenta como una revelación en el momento previo y mágico del vestuario. Y que esa revelación implica una mejor predisposición para salir a ser la estrella del verde cielo del fútbol. Esa jornada aparecí, como siempre, con la camiseta dominada por un azul intenso y un cinco bien grande y blanco respaldándome. Con ese trozo de tela que sabía, cabalmente, sólo iba a permanecer pocos minutos sin empaparse con mi esforzado sudor.
Aquel domingo comprobé que lo imaginado en el vestuario podría realizarse. Jugué como los dioses jugarían si jugasen al fútbol y hasta hice un gol de cabeza tras una habilitación del Zurdo Oscar Izquierdo. Oscar es un ángel notable de veintiocho años que nunca quiso abandonar el pueblo. Hubiese alcanzado a ser un gran jugador. Un beato en el paraíso de la Primera División. Siempre bromeábamos diciendo que lograba tener semejante habilidad porque tenía un guante en el apellido. El Zurdo eligió su lugar: nuestro pueblo. Yo, en cambio, opté por avanzar todo lo que pudiese en mi profesión. Si bien los dos sabíamos que las ambiciones nos separarían, nos unimos aquella tarde. Centro de Izquierdo, mi parietal derecho inspirado y el gol del triunfo por 1 a 0. Durante un lapso de tiempo fue algo así como el héroe del pueblo. Creo que el “algo así como”, debe estar de más y ser pura modestia.
Al llegar al vestuario ya todos lo percibíamos. El delegado del club grande nos había estado observando y –además– había preguntado cómo se llamaba el cinco:
–El cinco es Matías Garramendi y se come la cancha todos los partidos -le respondieron un par de hinchas-amigos al tipo que se encarga de visualizar jugadores destacados.
Al otro día, un dirigente del Celdas se presentó en mi casa con el porteño Mesías.
–El señor es Ramón Buscaglia y viene en representación de Independiente. Le gustó mucho cómo jugaste el clásico de ayer y yo le agregué que siempre te desempeñás así –comentó entusiasmado Jorge Colmilleti, pensando en los paquetes de dólares que ingresarían al club si me vendían.
La realidad era que yo no jugaba, generalmente, de esa manera. Aquella fue una tarde especial, una jornada inolvidable. Por eso la repaso durante el largo viaje en el micro de las ilusiones. Mi vista esperanzada captura todas las luces que puede. La ventana se transforma en una especie de televisor. Podría ser igual al de mi casa, pero éste me acerca a la realidad. Estoy en la puerta de Buenos Aires, soñando con los relatores de radio que dirán: “¡Qué jugador Garramendi!”, “Garramendi está mostrandoque su nivel es de selección”, “El muchacho de Celdas es el as del mediocampo” y frases de ese estilo. Atrás van quedando Celdas, mis amigos, alguna novia, cierta aspirante a serlo –sobre todo después del clásico– y mis recuerdos. Adelante sólo observo la puerta de Buenos Aires y la inmensa alegría de encontrarla abierta para mí. Sólo para mí.

 

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