Los Estados
Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América
de miserias en nombre de la libertad. Simón Bolívar.
Las negociaciones
entabladas entre los gobiernos del hemisferio con exclusión
de Cuba para crear el ALCA estuvieron marcadas por una opacidad
que ofende la transparencia que debería caracterizar a un
estado democrático. Al igual que las abortadas tratativas
encaminadas a instituir en el plano internacional el Acuerdo Multilateral
de Inversiones (AMI), un leonino estatuto por el cual los estados
nacionales quedaban postrados de rodillas ante el despotismo del
capital, las que se están desenvolviendo en el marco del
ALCA parecen cortadas exactamente por la misma tijera: el pertinaz
hermetismo preside una discusión premeditadamente cerrada
al escrutinio público y en donde empresarios y tecnócratas
pretenden decidir sobre un asunto de trascendental importancia sin
preocuparse en lo más mínimo por conocer la opinión
y las preferencias de la ciudadanía, ni hablemos de tomar
en cuenta los intereses populares.
El gobierno de los Estados Unidos es el principal impulsor de la
creación del Area de Libre Comercio de las Américas.
Los días 5 y 6 de abril altos representantes de los gobiernos
se reunirán en Buenos Aires para darle forma final al acuerdo
base que deberían refrendar los jefes de Estado de los 34
países cuando se reúnan en Quebec entre el 20 y el
22 del corriente mes. Fácil es advertir cuál es la
motivación de Washington en este proyecto: elaborar un dispositivo
contractual que legalice la hegemonía que ya
ejerce de facto sobre el rico y dilatado espacio económico
que se extiende desde Alaska a Tierra del Fuego. La premura por
avanzar en esta dirección proviene de dos inquietudes: una,
de corto plazo, y que atiende a la necesidad de cristalizar los
logros de la contrarreforma neoliberal asegurando la
irreversibilidad de las privatizaciones, desregulaciones y liberalizaciones
que tanta desolación causaran al sur del río Bravo,
pero que tantos beneficios originaran al norte de éste. Otra,
de más largo plazo, es tributaria de los análisis
de los principales estrategas imperialescomo Zbigniev Brzezinski
y Samuel P. Huntington que coinciden en pronosticar el advenimiento
de tiempos sombríos en el sistema internacional. En su percepción
éste se configura en tres grandes masas territoriales: América,
Eurasia y Africa. De las tres, la decisiva es la segunda; la primera
es considerada terreno propio mientras que la última es de
importancia marginal. En Eurasia los Estados Unidos tienen aliados
importantes, pero comparativamente débiles: en su extremo
occidental la pequeña península europea y en su borde
oriental, al enigmático socio japonés. Es una zona
crecientemente convulsionada por fundamentalismos y ancestrales
rivalidades, por la presión de gigantescas masas de población
y por ser la sede de posibles formidables rivales de los Estados
Unidos en las próximas décadas, como China y, tal
vez, Rusia, y por un puñado de estados parias
capaces de hacer locuras. En esta visión, presentada con
tonalidades apocalípticas para facilitar el continuado financiamiento
público del complejo industrial-militar, la inexpugnabilidad
de la supremacía estadounidense en las Américas es
un imperativo insoslayable para transitar exitosamente las turbulencias
eurasiáticas. El ALCA es la aplicación práctica,
convenientemente edulcorada, de este principio estratégico.
Abundan las razones para rechazar el ALCA: hay que poner fin al
holocausto social promovido por el Consenso de Washington
y preservar la autodeterminación nacional, sin la cual no
hay democracia que valga. Si América latina aceptara mansamente
convertirse en un protectorado norteamericano, la dictadura de los
mercados que ya padecemos se reforzaría hasta extremos inauditos
y el sueño democrático, bastante maltrecho en la Argentina,
tendría sus días contados. Si como producto de las
reformas neoliberales nuestros países son hoy mucho más
dependientes y vulnerables que antes, más mercados y menos
naciones, con el ingreso alALCA la soberanía popular que
aún nos queda y sobre la que se sustenta la vida democrática
recibiría su tiro de gracia.
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