Por
Julián Gorodischer
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al mundo debe ser terrible, porque en Gran Hermano todos lloran
mucho cuando se intuyen nominados, o cuando los expulsan. Es como si el
encierro los hubiera acomodado demasiado en la casona de Martínez,
y ahora respetaran las reglas de un velatorio: incómodos silencios
que se demoran, miradas que esconden preguntas y reproches (¿Qué
te hice? o ¿Por qué tan pronto?), un chiste
desubicado que corta el hielo. El sábado los nominados fueron Natalia
una marplatense muy linda que no se integra, según
el argumento de los votantes y Alejandro, el veterano que todavía
deambula por la casa sin hablar con nadie. Las primeras semanas de Gran
Hermano y también las de El bar escribieron un
manual del buen rehén: él/ella presiente que afuera todo
es peor, siempre peor, y por eso llora o hace llorar sin tonos grises
y siente terror al castigo de las nominaciones. Incluso el programa de
Cuatro Cabezas, que empezó díscolo y bromista, se volvió
grave como su par de Telefé, y ahora se aferra a las reglas del
drama juvenil, sin cuestionarlo (un duelo entre dos varones le costó
un brazo roto a uno de ellos; un triángulo amoroso rompió
un corazón). Sin embargo, sólo por momentos, el plastificado
se rompe: alguien dice algo que le importa mucho.
Gastón, de pronto, deja de correr sobre la cinta disfrazado de
gaucho (en una de las ridículas pruebas de Gran Hermano)
y prefiere hacer una confesión: Me acuesto indiscriminadamente
con hombres y mujeres. César, excedido de peso en El
bar, se aparta del duelo adolescente entre la barra de Daniel y
la de Eduardo: balbucea un amor contrariado, que no es cualquiera: Ella
me hizo mierda, dice sobre la chica que le gusta, la que eligió
al galán del grupo argumentando: No me voy a engañar
saliendo con un chico que no es atractivo. Hasta Expedición
Robinson, que hoy estrena su segunda temporada en la isla panameña
y el jueves pasado mostró su capítulo de presentación,
entendió que para poder competir ya no basta con la tensión
sexual, los juegos de supervivencia y los cuerpos semidesnudos. Ni la
música emotiva parece ser suficiente para que la aventura
de ribetes épicos esté a la altura de la nueva fórmula:
hacer hablar al diferente. Tal vez por eso incluyó
en su elenco de gente común a un carnicero, un gay, un hijo de
desaparecidos, una cultora de las cirugías plásticas y una
mujer madura, entre otras excentricidades. Como si el voyeurista
de última generación pretendiera más que espiar la
completa naturalidad que se le ofreció hasta ahora,
y exigiera otro agregado: que alguien diga su verdad, y el testimonio
sirva para atraer morbosos, pero también para dejar sentada una
intervención política.
Eso
sí, el show debe seguir, y no es cuestión de que el drama
personal empañe esto tan lindo que se construyó
para deleitar al mirón de turno. Cuando en Gran Hermano
el planteo de Gastón comenzaba a inquietar demasiado la trama (a
oscurecer los colores pastel de los cubrecamas, almohadones, mantelitos...),
a dar lugar a otra serie de confesiones sexuales que sólo pudieron
verse por DirecTV de Alejandro, de Gustavo, el Gran Hermano
metió la cola, y llevó la acción a su cauce previsto.
No se aceptan complots en la casa, ordenó de pronto,
a través de una carta, y dramatizó en exceso unas pocas
conversaciones que se habían dado en los pasillos. Entonces ya
no hubo otro tema posible que el de quién conspira contra quién,
y se dejaron de lado los recuerdos no a lugar, las quejas
insinuadas sobre una de las cláusulas del contrato
que firmaron. ¿A qué se referían? Quedará
la intriga; después de la orden del Gran Hermano ya no hay cabida
para los temas espinosos, aquellos que no giren en torno a la disyuntiva:
¿Quién es la próxima víctima?.
El sábado, al saberse cerca del final, Natalia se permitió
sufrir a sus anchas. ¿Qué maravilloso secreto, qué
encanto que sólo ellos pueden ver se esconde tras las privaciones
de comida y cigarrillos, la intimidad violada, las duchas con ropa de
un minuto y medio? Sobre los problemas de El bar que
en Europa vence a Gran Hermano, y en la Argentina no superó
nunca los cinco puntos de rating se ha dicho mucho de sus problemas
técnicos. La imagen es alejada y nunca enfoca bien; las voces se
superponen o no se escuchan; el plano se escapa en lo mejor de la acción
(esto en Cablevisión, donde se emite todo el día). Pero
también es cierto que el ciclo de América que expulsó
el viernes a Alejandra, una de sus integrantes no respeta el pacto
que había prometido. Si Gran Hermano mostró
su artificio desde el vamos (limusinas, euforia, Soledad Silveyra en la
conducción), El bar pretendió borrarlo.
Ser
tan natural como el mundo real implicó un casting acertado de raros
(una transexual, un gordo, una religiosa, un delirante). Pero esas voces
quedaron atrapadas por el miedo a la exclusión, y ninguna se hizo
oír (a excepción de la de César, muy dosificada).
Las palabras importantes de Celeste que una vez fue
Carlos iban a enfrentarse al murmullo de lo trivial, pero se plegaron
al mismo interrogante vaciado de otros reality game shows, que nunca revela
las razones del anhelo de permanencia: ¿Estaré aquí
la próxima semana?. Para colmo, algunos de estos participantes
son culposos. Eduardo juega con fervor a las intrigas y los manejos sucios
a través de su subgrupo La Cumbre: complota y habla
mal de todos a sus espaldas, pero después se acuerda de que esto
iba a ser otra cosa, y que él en realidad es un poeta. Entonces
quiere impresionar con un monólogo ocurrente, o una actuación
del artista bohemio. Es, como sus compañeros, más
consciente de las cámaras que los rehenes de Gran Hermano.
No te olvides de que esto es un estudio de televisión,
alecciona Celeste en cada emisión: se ponen lindos o evitan quedar
mal parados. Nadie canta su verdad a la cámara, o aprovecha una
improvisada tribuna de opinión. La autoconciencia no enriquece.
Las perlas de la emisión de presentación de Expedición
Robinson lo sitúan un paso más allá de sus
congéneres. Juega con ventaja: el exitoso antecedente de la primera
parte de la saga; la saludable intención de convertir a la isla
en un circo. Así lo promete el casting. Carla acredita varias operaciones;
se baña desnuda en un jacuzzi y anticipa: El sexo puede ser
un arma para quedar en la isla. Alejandro, otro elegido entre 120
mil inscriptos, juega a fondo en su rol de provocador: Voy a la
isla a probarme a mí mismo cuán falso y manipulador puedo
llegar a ser. Por lo demás, la isla tiene lo que las casas
no pueden ofrecer: el aislamiento en serio, no su puesta en escena. Los
Robinson se desplazan hacia otro territorio, escapan, no se recluyen.
Se van a un paraíso de cocoteros y arena blanca. Son sanos y tienen
destrezas varias, por oposición al encierro humeante. Si las casas
proponen espiar porque no hay nada mejor para hacer, la isla ofrece mirar
lo que todos querrían estar haciendo. Hasta allí su valor
agregado; lo otro es conocido: ¿una heroína inesperada y
un flamante villano? ¿Un tapado que sorprende sobre el final? Quién
sabe. Lo que es seguro: una nueva camada de famosos repentinos invadirá
conversaciones y notas de diarios y revistas, mucha gente va a pronosticarles
corta vida como estrellas. Y ellos mismos, rostros y nombres de pila que
se reproducen sin tregua, repetirán las frases que más les
gustan: No estoy acá por la plata, Me defraudaron
como grupo, y la última, que llega después y sólo
para unos afortunados: Tengo varias propuestas en la tele.
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