Por
Eduardo Fabregat
No
paraba. Era una andanada sonora, gritos, silbidos y aplausos mezclados,
que bajaba desde el pullman, las populares y la platea y no daba señales
de agotarse. Parado junto al micrófono, desnudo sin esa prolongación
natural de sus manos que lleva el nombre formal de guitarra, Mark Knopfler
trataba de agradecer, de frenar una marea que empezaba a ponerlo incómodo.
Pero la marea no paraba. Todavía faltaban dos tercios de show,
pero en esa primera noche del Luna acababa de vivirse un momento de apoteosis
que justificaba semejante descarga: más de veinte años después
de su estreno, al fin el público argentino había podido
ver y oír en vivo Sultans of Swing, uno de los hits
más potentes de Dire Straits y, en rigor, uno de los diez solos
de guitarra más célebres de la historia del rock. Por eso,
claro, el estadio del Bajo temblaba como hacía mucho tiempo no
se sentía. Digno broche de oro (al menos por ahora) para la carrera
como productor de Daniel Grinbank, quien se despidió de su empresa
CIE-Rock & Pop con este doblete de shows de una figurita que faltaba
en el álbum de visitas ilustres, y que pagó con creces la
espera.
Debe decirse
sin mayores rodeos: lo de Knopfler fue un lujo. Pero no por las obvias
razones del material que ofreció de Dire Straits, una banda que
fue aquí tan célebre como en el resto del mundo. Ese escocés
de 51 años fue un lujo por la lección de musicalidad que
dio, un ejemplo tras otro de elegancia, sutileza, buen gusto y fineza.
En cada acorde, en cada línea melódica, en cada solo, Mark
Knopfler puso siempre la nota indicada, el sonido preciso, el perfecto
balance entre técnica y color. Y todo desde una inmovilidad escénica
que nadie debe confundir con amargura sino que fue el resumen de su actitud
artística: aquello que define y no define en absoluto
a músicos como él, como Eric Clapton, como el fallecido
Mark Sandman, y para lo que siempre se termina recurriendo al término
anglo cool.
Knopfler es eso, muy cool. Tanto como para apenas mirar su instrumento,
que le obedece en cada giro armónico y en cada trémolo,
en cada toque de esos dedos que no necesitan púa y dibujan de modo
invisible. Tanto como para usar sólo un pedal de volumen, pero
a la vez mostrar una buena docena de guitarras y sacarle a cada una un
sonido diferente, y todos inconfundiblemente Knopfler. Muy lejos del guitar
hero algo histérico que zamarrea su instrumento y zapatea entre
los cables, el líder de Dire Straits dirigió desde su lugar
y sin esfuerzo aparente más de dos horas y media de exquisitez
sonora, que encontró en su banda un apoyo ideal para no entrar
en discusiones sobre, precisamente, Dire Straits.
El comienzo, de todos modos, fue una apelación a la banda que reventó
estadios de fútbol en todo el mundo. Calling Elvis
y Walk of Life inauguraron la velada con la inevitable reacción
de un público en llamas, que planeaba respetar el material solista
de Knopfler, pero no perdonaría la ausencia de ciertos puntos clave
de su carrera como líder de aquel grupo. Viejo zorro, el músico
ubicó esos hits en lugares clave de la lista, para garantizar la
plena atención de la gente en las canciones de Sailing to Philadelphia.
Y aunque What it is, el track de apertura de Sailing..., remite
inmediatamente a DS en su tempo y su dibujo de cuerdas, Rudiger
(de Golden Heart, su otro intento solista fuera de la actividad como compositor
de bandas de sonido) fue el primer ejemplo de sobriedad acústica,
un delicado entramado de cuerdas y piano que se repetiría en Done
with Bonaparte (el lamento de un soldado francés en la desastrosaretirada
de Rusia, pero con el aire musical del oeste estadounidense) y los melancólicos
Prairie Wedding y Baloney Again.
Relajado hasta para colar un chasquido de dedos en el acento justo de
un compás, Knopfler fue bajando diferentes matices del mismo universo
ante un estadio extasiado. Como preludio a la explosión de Sultans
of Swing, la versión de Romeo and Juliet (del
debut de 1978 Dire Straits) erizó la piel de todos, contrastando
con la parodia mexicana de El macho. Y si el bloque del rhythm
and blues marchoso de Junkie Doll y Pyroman vino
a cortar con el clima relajado por demás que llegó a tomar
la noche (el bajista Worf y ese prodigio llamado Mark Henderson parecieron
en más de un momento estar moviéndose bajo el agua), Speedway
at Nazareth marcó el momento más cercano a la experimentación
con bases programadas. Y preparó el terreno para un final de asesinato:
Brothers in Arms electrizó el aire en cada punteo,
y el megahit Money for Nothing (introducido por una relectura
de sonido deforme) reavivó el fervor interminable antes de la coda
de Wag the Dog, el punto final para una noche de banquete.
Hace más de 22 años, ese hombre hoy calvo escribió
una canción sobre una banda de bar rechazada en todos lados. Hoy
los sultanes del swing ya no existen más, pero su vocero se mantiene
en excelente forma.
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