Por Raúl Kollmann
Setenta mil horas de escuchas
telefónicas, 350 legajos colaterales, decenas de miles de fojas
en expedientes conexos. Todo esto y mucho más está en el
centro de una furibunda confrontación en el proceso previo al juicio
oral por el atentado contra la AMIA. De hecho, las audiencias iban a empezar
en abril, ahora se habla de junio y no faltan los que dicen que el juicio
no va a dar comienzo durante este año. Por de pronto, la DAIA,
la AMIA y la agrupación Familiares presentaron un escrito en el
que, de hecho, acusan a los imputados de poner trabas con el objetivo
de retrasar el juicio y seguir beneficiándose del dos por uno.
Las instituciones judías piden que no se dé lugar a ninguna
prórroga más y que el juicio se inicie de una vez. Por su
parte, los abogados de Carlos Telleldín y varios de los policías
bonaerenses acusados de ser cómplices del atentado sostienen que
hay enormes tramos de la causa a los que no han tenido acceso porque el
juez Juan José Galeano las mantenía irregularmente en secreto,
que además les impidieron ver parte de las pruebas y que en estas
condiciones el juicio oral sólo será el trámite previo
a una condena política. En el medio de la pelea, el Tribunal Oral
trata de hacer equilibrio, pero se encuentra con dilemas que no son de
fácil resolución.
La cuestión de las 70.000 horas de escuchas telefónicas
es complicada. Un cálculo aproximado indica que si los defensores
oficiales de los policías acusados quisieran escuchar esas cintas
tardarían aproximadamente cinco años y medio. Por ello piden
que se tome una de las siguientes dos resoluciones: que se anulen las
escuchas como prueba o que les den el tiempo. Otros letrados aceptarían
que se mantengan 250 casetes considerados importantes, pero que el resto
no se puede tomar en cuenta, aunque hacen la salvedad de que no poder
escuchar todo lo grabado les quita posibilidades de defenderse.
En la causa judicial hay, además, 350 legajos paralelos. Por ejemplo,
todo lo referido al testigo clave Wilson Dos Santos se mantuvo aparte
del cuerpo principal y en ese solo legajo hay 5200 fojas. Además
un legajo separado de la investigación sobre la actuación
de los policías bonaerenses en sus brigadas, otro en el que se
hurgó en una banda de carapintadas que pudo tener relación
con el atentado. Y así sucesivamente con otros legajos, que algunos
parecen muy cercanos a lo que se va a juzgar en el juicio y otros no tanto.
El juez Juan José Galeano no quiso mostrar esos legajos ni incorporarlos
a la causa central, argumentando que le quitaban posibilidades de investigación.
Finalmente, tras una queja de los familiares agrupados en Memoria Activa,
la Cámara Federal le ordenó a Galeano que incorpore todo
a la causa madre. Según los abogados de los acusados, esto no se
terminó de hacer y por lo tanto hay partes de las pruebas que no
han podido ver.
Ayer se terminó el plazo dado a defensores y querellantes para
que pidan las pruebas que quieren que se realicen en el juicio oral. Los
letrados de los acusados pidieron prórroga la segunda
por los casetes, los legajos y las pruebas que no están en la causa.
Es más, hay varios policías que no tienen un abogado privado
sino un defensor oficial y éstos pidieron la anulación de
todas las evidencias que están en las cintas y los legajos. Memoria
Activa, por ejemplo, se manifestó de acuerdo con los argumentos
de los defensores en cuanto a que aún no se les han mostrado las
pruebas, pero rechazó la nulidad.
En el marco de esta confrontación, la AMIA, la DAIA y Familiares
dicen que no se pueden dar más prórrogas y que el juicio
debe empezar cuanto antes. El enfoque tiene su lógica: dentro de
tres meses se cumplirán siete años del atentado y hay detenidos
que llevan sin juicio más de seis años en prisión.
Los querellantes creen que hay una maniobra que consiste en dilatar las
cosas lo máximo posible para aprovechar el dos por uno. Carlos
Telleldín, por ejemplo, acumula siete años en la cárcel,
tomando encuenta el cómputo del dos por uno, sumaría 12.
Si lo condenan a cadena perpetua podría ser más,
dentro de un año y medio habría cumplido dos tercios de
la pena y podría salir en libertad condicional.
Por su parte, los imputados dicen que el dos por uno no les sirve de nada
si hay un juicio en el que no se puedan defender y les imponen lo que
ellos llaman una condena política, o sea penas altísimas.
Por eso insisten en que quieren ver las pruebas que, según ellos,
no les han mostrado.
Aunque la Justicia de Estados Unidos tal vez no sirva como modelo, lo
cierto es que el próximo 16 de mayo será ejecutado en ese
país Timothy McVeigh, principal acusado de la muerte de 160 personas
en el atentado contra un edificio estatal en Oklahoma. Ese ataque fue
un año después del de la AMIA. En el caso norteamericano
hubo cinco mil investigadores, en el de la Argentina, en largos tramos
sólo 15 personas estaban abocadas a la pesquisa. Hace unos días,
se hizo público en el país del Norte que McVeigh confesó,
por primera vez, ante dos periodistas.
DEBATE
Por Blas de Santos
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La política con sujeto
Una apología, como la publicada el 30/3 por H. González,
L. Rozitchner, E. Gruner y O. Bayer, es una defensa. Supone la réplica
a algún ataque. Como el 23/3 fueron publicadas con mi firma
algunas reflexiones acerca del equívoco de tomar la Plaza
en su abstracción genérica, como garante de los usos
de la memoria en función política, quiero rescatarme
del ninguneo del grupo apologista que me hace desaparecer como interlocutor,
aunque me arriesgue a la descalificación de autorreferencialidad.
Dicha nota, más que una respuesta explícita, es el
antecedente lógico de las dudas que proponía pensar
en la mía. Es lo que la hubiera justificado. Y, para responder
a una apología, bien vale un apólogo: en un cuento
del citado Cortázar, un asistente a un concierto se pone
a buscar algo por el suelo del salón. Interrogado acerca
de qué se le había perdido, responde: la música.
¿Dónde quedó la política en este apologético
canto a sí mismo? Las interrogaciones de mi nota remitían
al destino de la política cuando agota su razón en
rituales moralizantes y nostálgicos. Y la respuesta que encuentro
(la remisión al Agora griega, el elogio de la repetición,
la idealización de la circularidad trágica, la conformidad
con lo indescifrable) confirman los obstáculos que el lamerse
las verdades y testimoniar la mutualidad de las emociones oponen
al conocimiento de la realidad. No a pesar de, sino sobre todo cuando
lo engalanan plumas al servicio de las certezas talmúdicas
y las complicidades esquivas de un intento de preguntarnos
qué fue lo que hicimos en aquella napa de nosotros que nos
resulta remota. ¿Cómo se justifica ética
y teóricamente desde la responsabilidad política como
intelectuales, que la Apología de la Plaza no enuncie de
qué acto y de qué plaza está hablando. Porque
hubo más de un acto en la Plaza de Mayo, y con distintas
posiciones políticas. O el modelo intelectual, garante de
las miradas indispensables, no tendría el mismo
rating si se hubieran dado las razones, para adherir al biés
a uno, a otro, o a todos los actos oficiados en el altar de la patria?
Se trata de la buena o mala fe, que el invocado Sartre distinguía
en quien la demandaba. No la del amiguismo, caro a las diagonales,
los soslayos y las tercera posiciones. La política en acto,
a diferencia de la política de los actos en su nombre, es
una apuesta. Un proyecto. Mi compromiso con la plaza es con lo público.
Por eso mi nota, personal y subjetiva, es política y pública:
anticipó mi opinión como sujeto deseante frente a
un acontecimiento aún no decidido sin otro cálculo
que el de la consecuencia con mi pensamiento y experiencia, buscando
compartir mis decisiones con otros sujetos en situación de
tomarlas. No el acompañamiento cuartelero del intelectual,
detrás de gestas populares ya consumadas.
El coincidir sobre otras plazas es una oportunidad que nos queda
aún abierta. Por ejemplo, una plaza de repudio a la reivindicación
patriotera y militarista del 2 de abril. O cualquier otra donde
la condición de participar no sea al precio de dejarse solicitar
por el torrente para acallar las diferencias en el bullicio
de ese río de cabezas en el que hoy se mezclan ilusiones
en las promesas del neoliberalismo, como ayer en las de los liderazgos
totalitarios.
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