Confusiones
Por Juan Gelman
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Si algún artista hubo
al que asediaron las confusiones, ése fue Mark Rothko, nacido Marcus
Rothkovitch en 1903 en la Lituania zarista y llevado a los 10 años
a Portland, Oregón. A las distancias que todo pintor o creador
siente que existen entre lo que intentó expresar y lo que logró
expresar, Rothko sumó las que separan una obra plástica
de su apreciación por el público y la crítica. Estas
las padeció de manera agónica: Una pintura vive por
compañía anotó alguna vez, expandiéndose
y ganando mundo en los ojos del observador sensible. Por eso, exponerla
al afuera es un acto brutal y peligroso. Muy a menudo será menoscabada
por miradas vulgares e impotentes. Su desilusión en la posibilidad
de ese encuentro fue creciendo día a día, pese al éxito
de mercado que su obra finalmente conoció. Es verdad que el gran
tamaño de sus telas no pocas de 3 metros por 5 metros
y su mínima composición impiden acercamientos fáciles.
Rothko viajó de diversas maneras. De la opresión del ghetto
a la highlife de Manhattan, por ejemplo. Pasó en plena juventud
de la pasión por las cuestiones sociales y políticas a la
obsesión de la pintura. Desde el sombrío realismo de su
primera época, empecinado en mostrar las soledades de la urbe,
transitó por el surrealismo y la casi abstracción hasta
instalarse en un forma muy personal de abstraccionismo expresionista.
Pintó entonces rectángulos horizontales de colores luminosos,
con bordes irregulares y difuminados, que parecen flotar paralelamente
a la tela. Concibió que debía manifestarse sólo por
el color. Este otro trayecto consistió en un proceso de contracción
al parecer deliberado, como si el artista hubiese buscado el regreso a
un estado beatífico anterior, a algún tipo de certeza para
enfrentar los laberintos internos y externos y él mismo dijo
su clara preocupación por la muerte.
Fue ciertamente difícil la exploración de Rothko. Quiso
comunicar experiencias de exaltación mística, tragedia y
pérdida mediante una continuada simplificación de su estilo.
A diferencia de otros colegas de la misma orientación, nunca incurrió
en técnicas dramáticas como los violentos golpes de pincel,
y emana de sus telas una sensación de intimidad. Reiteró
una y otra vez que él no era un pintor decorativo o colorista a
la manera de Matisse, pero muchos no asociaron las complejas ideas y emociones
del artista con la desnudez de su expresión. Juzgaron que sus pinturas
eran decoraciones exquisitas, cargadas de fulgor. No pocos críticos
y coleccionistas veían en ellas apenas campos suntuosos de color
y una rigurosa adhesión al credo modernista de la pintura plana.
Rothko veía otra cosa, es decir, el secreto del acceso directo
al terror y al sufrimiento atroces, y a los anhelos y los impulsos ciegos
que laten en el fondo de la existencia humana y asaltan sin descanso el
orden de nuestras vidas.
Al mismo tiempo que el encuentro de pintor/observador en el cuadro se
tornaba cada vez más problemático para Rothko, sus obras
se iban convirtiendo en objetos sumamente lucrativos en el mercado del
arte. La confusión entre sus ideales y las realidades comerciales
llegó al máximo cuando accedió en 1958 a pintar unos
murales en el restaurante Four Seasons del edificio Seagram en Nueva York.
Hoy resulta increíble que haya aceptado esa comisión para
una casa de comidas que una guía turística actual recomienda
por sus decoraciones elegantes y menús muy caros. Rothko
dijo entonces que haría sentir a los comensales que estaban atrapados
en una habitación con todas las puertas y ventanas tapiadas.
Al parecer, se proponía causar indigestiones de origen artístico,
pero desistió del encargo, devolvió el dinero que le adelantaran
y vendió algunas fracciones de lo que había pintado. Así
fracasó su primer intento de arte para el público que no
suele visitar exposiciones. Le fue peor con el segundo, unos murales para
la Universidad de Harvard que fueron quitados en 1979.
Tampoco la tan celebrada Capilla Rothko en Houston, aunque conserva sus
murales, pudo llenar la meta que él persiguió incansablemente.
Esta obra representa lo más cercano al ámbito completo y
cerrado que Rothko creía imprescindible para asegurar la correcta
comprensión del sentido de su obra, pero la impiadosa luz de Texas
ha decolorado los murales y la iluminación es insuficiente. Por
lo demás, no alcanzó a ver toda la obra instalada. Un año
antes, en 1970, se suicidó cortándose las venas a la altura
de los codos. Estaba enfermo y sobre todo deprimido porque pensaba que
sus telas no iban a vivir por compañía. Sus
últimos cuadros son vislumbres desolados de la pérdida:
los espléndidos rojos, azules y naranjas de antes fueron desplazados
por grises y canelas pálidos, como si algo hubiera bloqueado el
paso de la luz. Rothko no podía ya volcar su antigua visión
de la ausencia, lujosa por color.
REP
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