Por Horacio Bernades
El cine de China Popular parece
hallarse en una encrucijada en la que inciden tanto factores estéticos
y generacionales como el ojo vigilante de la política estatal,
que suele manifestarse en distintas formas de paternalismo y censura.
Representado sobre todo por el cine de Zhang Yi Mou (Sorgo rojo; Ju Dou;
Esposas y concubinas) y Chen Kaige (Adiós, mi concubina; Luna tentadora),
lo más reconocible de esa cinematografía en Occidente eran,
hasta ahora, una serie de refinados melodramas de época, donde
podían leerse, en escorzo, oblicuas alusiones a la actualidad.
Una ligera suavización oficial permitió, de unos cinco años
para acá, el surgimiento de una nueva camada de realizadores, con
películas de ambiente urbano y contemporáneo, que fueron
llegando a Occidente vía festivales. Es el caso de Xi Zao, segundo
opus del realizador Zhang Yang, proveniente de un planeta tan desconocido
como es el videoclip chino. Conocida en Occidente como Shower, hace un
par de años la película ganó premios en Rotterdam,
San Sebastián y Toronto, y participó en competencia en la
edición anterior del Festival Buenos Aires de Cine Independiente.
La escena de títulos muestra el trazo de la formación del
realizador. Con fondo de música tecno, ritmo sincopado y planos
cortos, un hombre se da un duchazo en lo que parecería el equivalente
para gente de un lavadero automático de autos, entre rodillos giratorios
y chorros de espuma.
Cuando sale de la ducha, concluye todo indicio de modernidad estética.
De allí en más, y con el concurso de media docena de guionistas,
La ducha se endereza en un relato mucho más convencional, tanto
en términos dramáticos como visuales. Ligera, afable y dando
la sensación de haber sido pensada al gusto del espectador occidental
medio, La ducha narra un típico conflicto entre tradición
y modernidad, con un baño público por escenario. Regido
por un anciano (el mismo actor de El rey de las máscaras), el establecimiento
pekinés Fuente Pura funciona casi como club de barrio,
con clientela estable. En su mayoría ancianos de la zona, reparten
su tiempo entre baños termales, masajes y una versión sin
sangre de las riñas de gallos, como son las peleas de grillos.
Hasta allí llega el hijo mayor del dueño, malinterpretando
un llamado de su hermano, que es retardado. Aquél ha partido hace
tiempo al sur del país, en busca de fortuna, y ahora supone que
su padre ha muerto. En verdad, la empresa familiar se encuentra amenazada
de extinción, ante la inminente erradicación del barrio
entero, parte de un proyecto de modernización urbana. Como en otros
films recientes de la misma procedencia, en esa zona del relato reside
lo más interesante de La ducha. Producida de modo independiente,
la película de Zhang Yang se las ingenia para reflejar la virulencia
de esos cambios, mostrando el rumiar de las topadoras, la ruinización
del barrio y vecinos forzados a una larga marcha. Rozando sin duda el
malhumor oficial, todo ello queda sin embargo al fondo de la escena, ya
que el realizador cede el primer plano del relato a una fábula
bonachona, alrededor de las oposiciones entre lo viejo y lo
nuevo. Siempre en tono de comedia de color, lo viejo
asume aquí la forma de un humanismo solidario y tolerante; lo
nuevo, la del progreso cruel e inhumano. De acuerdo a esas sencillas
premisas, hay un grupo de viejitos eventualmente cascarrabias, pero siempre
encantadores, un matrimonio compuesto por una mujer brava y un varón
impotente, un gordito que canta reiteradamente O sole mio (pero sólo
bajo la ducha) y aquel retardado, que como en tanto cine reciente es casi
una representación perfecta de la bondad. Todos ellos terminarán
reconociendo que más los une que lo que los separa. Todo, mechado
por apuntes desencantados sobre el rumbo que va tomando la Nueva China,
en la figura de alguien que quiere poner una cadena de hot dogs y de unos
mafiosos que lo persiguen. Finalmente, el que partió en busca de
riqueza comprenderá que su lugar en el mundo está junto
a esos condenados de la modernidad. Y colorín colorado, todos serán
felices. Aunque perdices no comen, porque las topadoras oficiales arrasan
con lo que encuentran a su paso.
PUNTOS
ENTRE
GIGANTES, DE SAM MILLER, CON PETE POSTLEWHITE
The Full Monty revisitada
Por
H.B.
El guión
de Entre gigantes es de Simon Beaufoy, el de The Full Monty. Ya al comienzo,
cuando un grupo de trabajadores se intercambian chanzas, empujones y risotadas
a bordo de una camioneta, se nota el aire de familia entre ambas películas.
De allí en más, ese humor compinche y casi hooligan, esas
bromas pesadas entre amigos, esa alegría de casco y overol, proporcionarán
los mejores momentos de Entre gigantes. El problema es que esta no es
una película, sino dos o tres. Hay una de triángulo amoroso
y hasta amagues de tragedia sobre el final, cuando ya todo se descompuso.
Vecinos de Sheffield (la ciudad de las acerías en la que transcurría
The Full Monty), los protagonistas de Entre gigantes se ganan la vida
como pueden. Si bien no hay ni una alusión a la reconversión
económica, el cierre de fábricas o el thatcherismo, el espectador
está tan familiarizado con estas cuestiones cuando va a ver un
film inglés (desde Riff Raff hasta Billy Elliot) que ni hace falta
mencionarlo. Entre los protagonistas hay un tipo mayor llamado Ray (el
magnífico Pete Postlethwaite, de En el nombre del hijo y Tocando
al viento), un muchacho joven, Steve (James Thornton, puro músculo,
rulos y sudor), otro al que le dicen Vizcacha y un afroinglés que
recibe el seudónimo de Pala. Ellos y un par más
acaban de conseguir un trabajito que tiene sus riesgos. No sólo
porque tienen que pintar torres de alta tensión, y para ello escalar
bien alto, sino porque, si quieren cobrar, deben hacerlo en tiempo record.
Y con la humedad inglesa, para que la pintura seque pronto, hay que rezarle
al cielo ...
Es evidente que Mr. Beauffoy conoce bien el mundo del que habla. Un mundo
cuyos habitantes no saben de buenos modales, algo que se hará notorio
con la aparición de Gerry, una mochilera que viene andando desde
Australia y se les unirá en el trabajo (la carismática Rachel
Griffiths, de El casamiento de Muriel y La boda de mi mejor amiga). Quienes
se hayan tomado demasiado en serio la corrección política
y otras supersticiones de la globalización se erizarán ante
el despliegue de alusiones despreciativas a la chica, suponiendo tal vez
que estos trabajadores -cuya única lectura son los diarios sensacionalistas
y revistas con desnudos deberían comportarse como educadísimos
gentlemen. Por suerte no lo hacen, y de esa espontaneidad y color popular
surgen los mejores momentos de Entre gigantes. Sobre todo, porque Gerry
no se les achica. ¿Qué edad tenés?, le
pregunta a la chica el bruto de Steve. Si multiplicás por
dos el número de tus neuronas, te va a dar menos que mi edad,
responde.
En su primera parte, la película del debutante Sam Miller se despreocupa
de trama, argumento, plot points y otras manías, para dejarse llevar
por el simple devenir de los trabajos y los días del grupo de amigos.
Esto da por resultado mucho humor físico y un par de bellísimas
escenas. Una en un bar, donde Gerry y Steve compiten en algo así
como escalamiento de interiores, y la otra en un salón
de baile, donde los parroquianos lustran el piso con una de esas coreografías
masivas, típicas de la música country. Lamentablemente,
el ingreso de la chica al grupo de hombres tienta a Mr. Beauffoy a incurrir
en una love story entre el hombre mayor yla joven, añadiendo un
poco de rivalidad entre viejos amigos, accidentes peligrosos y otras mañas
de guionista. Todo lo cual hunde finalmente a Entre gigantes en el kitsch,
el cliché y el golpe bajo. Una lástima.
PUNTOS
De
cómo parecerse a �Seven� y,
en simultáneo a �El nombre de la rosa�
Por
Luciano Monteagudo
¿Qué se esconde detrás de la imponente fachada de
la Universidad de Guernon? En principio, un brutal asesinato, que no será
el último. Cuando el comisario Niemans (Jean Reno), un legendario
criminólogo, llega especialmente de París a esa fortaleza
aislada en la cima de los Alpes, no tardará en descubrir que le
espera un caso difícil. Nunca recurrimos a usted antes,
se sorprende el jefe de la policía local. Mejor así,
le responde ominosamente Niemans. Hay algo sin duda amenazante en esa
alta casa de estudios, en ese templo del conocimiento, como
la llama su rector, orgulloso de formar allí a la más selecta
élite europea. De lo que no puede enorgullecerse es del cadáver
de uno de sus jóvenes bibliotecarios, que aparece colgado de lo
alto de una cascada, atado en posición fetal, con signos de haber
sido torturado mientras le cortaban las manos y le vaciaban las cuencas
de los ojos. Aquello que le da a un hombre su identidad biológica,
le aclara a Niemans una de las eminencias médicas de la universidad.
Con Los ríos de color púrpura, su cuarto largometraje, el
director francés Mathieu Kassovitz que en 1995 había
llamado exageradamente la atención con El odio, sobre los choques
sociales y raciales en los suburbios de París se lanza de
lleno a un film de gran ambición y presupuesto, pensado para un
incierto mercado internacional. Desde el comienzo, con sus grandiosas
tomas aéreas, su ritmo febril y una música altisonante,
queda claro que el modelo a seguir por Kassovitz no es precisamente el
clásico polar francés, el film noir en la austera, rigurosa
tradición establecida por Jean-Pierre Melville, sino por el contrario
el cine de intención espectacular a la manera del que, a partir
de los años 80, impusieron Jean-Jacques Beineix y, sobre todo,
Luc Besson. El desarrollo de Les Rivières Pourpres no hará
sino confirmar esta impresión. En el curso de su investigación,
Niemans hará alpinismo al lado de una bella geóloga, atravesará
indemne una balacera y será objeto de una trepidante persecución
automovilística. Por su parte, en una línea argumental paralela,
que no tardará en cruzarse con la principal para ceñirse
al modelo del buddy movie norteamericano, otro policía, en este
caso un ex delincuente juvenil devenido flic (Vincent Cassel), apela a
los métodos más heterodoxos para hacer su trabajo, incluido
un número de artes marciales con el que se enfrenta a un grupo
de skinheads.
Esta bouillabaisse, no demasiado fresca, se completa con citas en latín
y referencias a misterios ocultos en manuscritos de la biblioteca, como
si a partir del best seller de Jean-Christophe Grangé, que está
en el origen del film, Kassovitz hubiera tomado ingredientes de El nombre
de la rosa y de los crímenes seriales de Seven para hacer uno de
esos films que van dirigidos a todo el mundo, es decir a nadie en particular.
PUNTOS
MALENA,
DE GIUSEPPE CINEMA PARADISO TORNATORE
Una Italia filmada for export
Por L.M.
Corre la primavera de 1941 y
en el pequeño pueblo siciliano de Castelcuto, mientras la gente
se reúne en la plaza a escuchar por altoparlantes la declaración
de guerra de Mussolini al ejército aliado, el pequeño Renato
Amoroso (¿habrá un nombre más cursi?) no puede apartar
de su mente la figura de una mujer que acaba de conocer y de alterarle
los sentidos: Malena. ¡Quién diría que nuestras
vidas iban a cambiar para siempre!, suspira el mismo Renato desde
una adulta voz en off, recordando tiempos pasados a la manera de Cinema
paradiso, el gran éxito de Giuseppe Tornatore, que aquí
el director italiano se empeña en repetir, apelando a algunas de
sus fórmulas, como la demagogia y la nostalgia fácil.
Como en aquella película, tan reaccionaria como sobrevalorada,
en Malena se trata también de un relato de iniciación, pero
aquí aún más estereotipado. Junto con la primera
bicicleta y los primeros pantalones largos, que su familia se resiste
tenazmente a autorizar, Renato (Giuseppe Sulfaro) accederá también
a sus fantasías eróticas inaugurales y hará de la
sinuosa Malena (Monica Bellucci) su obscuro objeto del deseo. No será
el único, por cierto. Todos y cada uno de los hombres del pueblo
siguen con mirada lujuriosa el cimbreante paso de Malena por las callejas
de Castelcuto (hasta el nombre del pueblo tiene un eco lúbrico),
mientras sus esposas gordas y feas despellejan con sus comentarios plagados
de celos y envidia a esa mujer bella y sola, a quien la guerra la ha despojado
del marido.
Coproducida por los hermanos Weisntein de la Miramax y pensada para engatusar
espectadores ingenuos en el mercado norteamericano, Malena es una película
for export en todo sentido, que vende una imagen de Sicilia y de la mujer
italiana como si se tratara de simple prosciutto. En este sentido, Monica
Bellucci ocupa un lugar no demasiado diferente al que supo usufructuar
en los años 80 su homónima Monica Guerritore en aquellas
películas para los denominados valijeros de la vieja
calle Lavalle, como Fotografiando a Patricia y Escandalosa Gilda. Para
disimular, Tornatore apela a los lujos fotográficos del húngaro
Lajos Koltai, a la música omnipresente de Ennio Morricone y a una
forzada fábula sobre la miseria de la guerra y la intolerancia,
que no consiguen esconder la naturaleza efectista y crudamente especuladora
de todo el proyecto.
PUNTOS
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