Por Cristian Alarcón
Quizás hayan sido parecidas
a éstas las sensaciones que un chico porteño tenía
en las viejas épocas cuando se acercaba al centro, las luces de
la ciudad y al cine, cuando el cine era la octava maravilla para todos.
Ahora, en el año 2001, cuando 1800 chicos que nunca o casi nunca
vieron una película en el cine llegan a ese momento, la ansiedad
y la fascinación deben tener un punto de contacto con aquélla.
Aunque estas sensaciones nuevas sean el producto de una excepción
a la vieja regla del reparto cada vez más desparejo. Los organizadores
aseguran que la mitad de esos chicos nunca había pisado el centro.
Esta visita masiva sin la intimidad que el niño Gatica tuvo
cuando se colaba para ver los besos en blanco y negro viene a estrechar
un tanto la brecha para esos pibes que ahora mismo hacen chistes naïf
sobre sexo o acicatean al traga del curso, en el camino hacia las siete
salas del complejo Hoyts del Abasto. Pisan la moquete, aunque sin pop
corn, y ocupan las butacas tapizadas en rojo. Parece Hollywood,
dice una nena, de 13. Y su amiga le dice que sí, que parece eso.
Aunque sean las nueve de la mañana y afuera comience el otoño
de la ciudad en la que vivieron siempre del otro lado de la avenida que
divide en dos a Buenos Aires.
Ellas tampoco fueron, o vinieron, antes al centro. Alguna vez cuando su
madre tuvo que ir a un hospital, una de ellas vio de refilón una
plaza, un horizonte de edificios. La escena de hoy tiene algo de Boquitas
pintadas, algo de romance con una idea del mundo ajeno, pero deseado.
Aunque no haya divas deseadas sino guerras de las galaxias y monstruos
terroríficos en los imaginarios de los alumnos que llegan al Abasto.
O una pasión irrefrenable por la cumbia y por Rodrigo, cuya película
está a punto de estrenarse. De todas formas esta vez no habrá
efectos especiales, sino que los alumnos de primer año de quince
escuelas de la Boca, Mataderos, Soldati, Lugano, Barracas y Liniers verán
un preestreno nacional.
Justamente, la historia es la del virrey en sus últimos días,
cuando está a merced de Juan José Castelli. Héctor
Alterio, con peluca blanca, es Liniers. Damián De Santo, el que
hacía de chico complicado y drogadicto en Vulnerables,
es Castelli. La película: Cabeza de tigre.
Llegan en 52 micros, desde el sur, donde según la cifra del Gobierno
de la Ciudad organizador del evento junto a Hoyts y Abasto Shopping
el 75 por ciento de los adolescentes no fue nunca al cine. Estacionan
en Corrientes, y entre empujones y zancadillas avanzan hechos una multitud
por la vereda todavía desierta, los negocios del shopping cerrados.
Algunos grupos van de joda, comentando entre ellos lo caro de la ropa
de adentro, caminando por el costado exterior de los escaparates luminosos.
Van mezclados con unas profesoras de buen humor, que los frenan cada tanto,
con una alegría contenida. No funcionan ni la venta de pop corn,
ni las escaleras mecánicas, peligrosas para tantos ansiosos juntos.
Al comienzo, el silencio. Luego, cuando Castelli aparece tirado sobre
la cama con unos paños menores largos, pero no menos ceñidos
que los actuales, las risitas del fondo. Después un largo silencio
hasta que la trama se llena de diálogos. Entonces un intento de
abandono. De a poco van al baño. Hasta que en dos escenas son un
considerable montón. Pero las docentes hacen de compuerta. ¿Nos
vamos a quedar toda la película paradas con ustedes, chicas?,
le pregunta una a sus alumnas, que van volviendo lentamente a sus lugares
y a la película cuando se acerca la muerte de Liniers. Y al final
un aplauso. Entonces se presentan Aníbal Ibarra, Daniel Filmus,
el director Claudio Etcheberry y como quien simpáticamente dará
la palabra, el propio Castelli de sport, De Santo.
¿Dónde la filmaron? ¿Alterio se ponía algodón
en la cabeza? ¿Qué pasó con la amante del virrey?
¿Cuánto salió? Preguntan levantando las manos. Muchos
leyeron el cuadernillo que preparó la Secretaría de Educación
para el Programa La Escuela al Cine. Los desvela el misterio del sonido
que viene de todas partes. El ruido de los tiros, tan reales. Lo
que más me gustó es cuando lo mata por traidor, dice
uno de la Joaquín V. González. Cuando le tira al soldado
inglés, opina Néstor, de la Leopoldo Marechal de Lugano.
Faltaron escenas de amor, larga una chica de pómulos
redondos, reclamando lo suyo. ¡Las pibas se pusieron locas
con el tobul de Castelli!, grita tras la montonera un petiso a los
saltos. Dígale a Ibarra que Brenda le pide que la próxima
sea la de Rodrigo, pide a una rubia de pecas. El Exorcista, pide
un compañero. A mí me gustó mucho porque el
tipo, cuando empezó, no sabía nada, pero lo hizo igual,
dice un gordito de la Escuela 6 de Samoré. El, de cine todavía
sabe poco. Vio El Rey León, hace mucho, y dice que la entrada es
cara. Sí lo es. Pero entendió la tragedia. Y, a aun en la
figura de Castelli, le dio cierta pasión esa vieja e injustamente
inaccesible maravilla.
UNA
MUJER ROCIO DE NAFTA A UN PASAJERO EN EZEIZA
Escándalo en el embarque
Además de arribos y despegues,
el aeropuerto de Ezeiza ayer fue testigo de una despedida inusual no rociada
con champagne sino con hidrocarburo: una mujer, acompañada por
un grupo de familiares y amigos, y a los gritos, vació un bidón
de nafta en pleno hall sobre un hombre que pretendía viajar a Italia.
¡No se puede ir del país! ¡No se puede ir del
país!, gritaba la mujer, María Teresa Foppoli, mientras
descargaba el contenido del bidón sobre la ropa del aspirante a
pasajero, según ella llamado Claudio Giugli. Lo acusaba de haber
dado muerte a su hermano. Finalmente, al rociado Giugli le prohibieron
embarcarse porque lo consideraron una bomba de tiempo.
En realidad, según el relato de Foppoli, la historia es una encrucijada
de familia. El rociado convivía en San Nicolás con una sobrina
de la rociadora, hija del occiso hermano. Por algún motivo que
aún no quedó preciso, el hermano de Foppoli y suegro de
Giugli fue asesinado. La Justicia lo sobreseyó y Giugli decidió
viajar a Italia.
El vuelo partía ayer, a las 12.40 rumbo a Milán. Pero allí
estaban Foppoli y su séquito con bidones de nafta, que comenzaron
a arrojar sobre el cuerpo de Giugli. ¡Asesinó hace
dos meses a mi hermano!, gritaba la mujer mientras sacudía
las últimas gotas del bidón vacío.
Giugli, impertérrito, continuó la fila con su carrito, pero
las autoridades de Alitalia consideraron sumamente riesgoso al pasajero.
Es una bomba de tiempo, señaló un funcionario
de la empresa. Giugli dio marcha atrás y con lo único que
le quedaba seco, una respuesta, aclaró que no viajo porque
se fue el vuelo.
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