Por Horacio Bernades
Por rara coincidencia, salen
casi juntas, por estos días, en video dos de las películas
más atípicas que haya dado el cine latinoamericano últimamente.
Se trata de la argentina Nueve reinas y la mexicana Amores perros, esta
última reciente candidata al Oscar a Mejor Film Extranjero. Ambas
coinciden en ser operas primas de realizadores que andan en sus últimos
30 (el caso del mexicano Alejandro González Iñárritu,
realizador de Amores perros) o primeros 40 años (Fabián
Bielinsky, director de Nueve reinas). Si son atípicas es porque,
cada una a su modo, va en contra de los tics, malas costumbres y chapuzas
que suelen caracterizar, para mal, el cine de estos lares. Buen momento
el de su edición en video a cargo del sello AVH, para ponerlas
a la par y ver qué es lo que traen de bueno y de distinto para
el cine de la región, que se halla ante una inédita y muy
favorable expectativa internacional, con el reciente Oso de Plata en Berlín
para La ciénaga como cabeza de flota.
Tanto Amores perros como Nueve reinas son cine industrial. Esto es, películas
que confían en el valor de la artesanía y no apuestan a
un espectador especializado sino al público masivo. Lo hacen primera
rareza con los recursos más genuinos, sin considerar que
masividad deba ser, necesariamente, sinónimo de abaratamiento.
Ex disc-jockey radial, el mexicano González Iñárritu
no se dirige a jóvenes rockeros como target, sino que su recurrencia,
desde la banda sonora, a grupos como los Kuryaki o Café Tacuba
expresa una sintonía natural con ese mundo. Las imágenes
nerviosas, actuales y urgentes de Amores perros representan una correspondencia
exacta con el rock urbano que tapiza la banda sonora. A su turno, Nueve
reinas, film que abunda en superplanificados cuentos del tío, pinta
también, a su manera, una Buenos Aires en la que sólo sobreviven
los más vivos.
Hay un modo de ser despiadado en Amores perros, que pasa por la violencia
física de las peleas a muerte entre mastines, y otro bien distinto
de serlo en Nueve reinas, que consiste en estafar con fría crueldad
a viejitas distraídas y turistas desavisados. Pueden leerse, en
las opuestas formas de violencia, diferencias de clase, de estilo e idiosincrasia.
Una violencia bárbara en Amores perros, una civilizada en Nueve
reinas. Lo interesante de ambas películas es la absoluta identificación
entre tema y forma, entre el mundo que se narra y el modo en que se lo
hace, hasta las últimas consecuencias. Hay, en ambos casos, una
depurada asimilación de referentes cinematográficos, que
no pasa por la mera copia a ciegas, sino por la absorción y reformulación.
Está claro que la polifonía de Amores perros, la red que
el film teje entre sus tres grandes relatos y el modo en que los entrelaza,
no serían posibles sin las películas de Quentin Tarantino,
Pulp Fiction sobre todo.
Pero el talentoso González Iñárritu se da el lujo
de ser el primer realizador post-Tarantino sin rastros de tarantinismo.
Utiliza de Tiempos violentos aquello que le sirve para armar su relato
del modo más vital y efectivo, pero se desinteresa por completo
de citas literales o vicios aprendidos. Algo semejante podría decirse
de Fabián Bielinsky en relación con sus referentes, a la
hora de construir sus Nueve reinas. Toma de Hitchcock la pasión
cerebral, el obsesivo detallismo de la trama y la idea misma de un mecanismo
disparador. En este caso, la colección de estampillas que da título
a la película. Del mismo modo, toma del film noir una visión
desencantada de las relaciones humanas, y de ciertos films de David Mamet
(Casa de juegos, sobre todo) la idea de un engaño central, y del
film mismo como objeto engañoso para el espectador. Pero disuelve
todas esas influencias en el propio relato, logrando un acento que es,
a la vez, inconfundiblemente personal e intransferiblemente argentino.
Sin necesidad de tangos, mates, barrios o empedrados. Un Corán
sin camellos,como pedía Borges. Cuyo furor matemático para
armar el relato también puede adivinarse, como eco, en la elaboración
de Nueve reinas.
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