Por Jorge Coscia
En noviembre de este año,
se cumplirán 100 años del nacimiento de Arturo Jauretche.
Murió hace veintisiete años, un veinticinco de mayo.
Muchos podrán decir que a Don Arturo no le hubiera gustado ver
este comienzo del milenio con argentinos más dominados que unidos
y a la zoncera vanagloriándose con pomposas denominaciones como
Fin de la Historia o Globalización.
Sin embargo, Jauretche era hijo político de la crisis de su tiempo
y ese tiempo fue de frustraciones y de lucha. Basta con recordar que enfrentó
a los tiros el golpe de Uriburu y pagó con la cárcel su
militancia radical y forjista. Entonces el mundo parecía tener
un único dueño y el orden global, aunque con otro nombre,
llevaba a un vicepresidente argentino a firmar el deshonroso pacto Roca-Runciman,
que proclamaba como logro que a la Argentina se la considerase como una
colonia más del Imperio Británico.
Para muchos argentinos no había otra salida que agachar y, si algo
caracterizó al espíritu de Forja y de Jauretche, fue el
hecho de poner en duda el llamado sentido común de la política
y la economía de su tiempo.
Pero Jauretche no lo hizo con meros argumentos de contador o economista.
Su principal arremetida contra el establishment de su tiempo fue en el
plano de la cultura. Encaró con filo, contrafilo y punta,
contra la raíz misma de lo que consideraba el mal esencial de la
Argentina y de su gente: la dependencia cultural. Lo que él definía
como una suerte de alteración o inversión del sentido común
del pensamiento.
Jauretche proponía la obviedad de pensar en argentino para los
argentinos, en cada uno de los temas que conmovían a su tiempo.
Esto de por sí lo hacía transgresor, revolucionario y merecedor
de la cicuta de los grandes poderes de ese tiempo, a los que vio expresarse
en dos golpes militares contra el yrigoyenismo y el peronismo. Y era en
ambos casos inalterable su idealismo, pero también un pragmatismo
de buen signo, que le permitía distinguir lo esencial de lo superfluo.
Llegó a contar en tal sentido la anécdota de una madama
de su pueblo, que ante la queja de su clientela por la calidad de la oferta
femenina argumentaba que no hay que fijarse en caras sino en movimientos.
Refutaba con el humor de la cita las luchas de ciertos progresistas
que alentaron el golpe contra Yrigoyen o las quejas democráticas
contra el peronismo, que ayudaron a imponer la más duradera exclusión
de mayorías de la historia moderna argentina.
Pero por sobre todo enfrentó una visión cultural, un modo
de pensar, de escribir, de crear y de vivir que conspiraba contra la felicidad
y la realización de la Patria: El medio pelo argentino y
sus zonceras, esta suerte de bizarrismo en la interpretación
de la historia y la realidad argentinas, astigmatismo cultural que enceguece
o distorsiona en la percepción de algo tan necesario como determinar
lo que es nuestro de lo que no lo es, lo que conviene de lo que perjudica,
en definitiva, lo que es mejor de lo que es peor. Su pertenencia se enfrentó
siempre al pseudouniversalismo, consigna posible para una elite, pero
espejismo inalcanzable para una mayoría de argentinos que suelen
vivir lo global desde el gallinero de la cultura universal.
Es frecuente escuchar a modernos comentaristas sonreír condescendientes
ante la sola mención de Don Arturo. El fin de la historia
no impide que por derecha se lo recuerde como anacrónico y por
izquierda como nacionalista. A él le gustaba responder que en política
había montado por derecha para bajar por izquierda y se diferenciaba
de los nacionalistas estrechos autodefiniéndose como nacional.
Pensar en argentino era y es sentido común, pero el sentido común
suele ser el menos común de los sentidos. Antes, por la valoración
de quienes desde la literatura se jactaban de pensar en francés
o en inglés, y hoy, en muchos casos, porque lo universal suele
llegar en dudosas traducciones del inglés al español (de
España), por lo que es frecuente que nos follen con
una chatarra cultural en que lo universal es lo ajeno contado por extraños.
Jauretche sabía que esa Intelligentsia se correspondía
con un país que ataba su destino y su riqueza a otras riquezas
y destinos. Que lo nacional permitía lo universal con ojos propios.
Que en definitiva así veían el mundo desde Malraux a John
Dos Passos, pensando y escribiendo en sus idiomas y conformando desde
su particularidad cultural nacional su aporte a la cultura universal.
Jauretche señaló la tremenda desventaja que para la Argentina
implicaba esta descompensación de su alma. No eludió ningún
campo de batalla intelectual para señalarlo, llegando incluso a
establecer un punzante (y respetuoso) intercambio de cartas con Victoria
Ocampo (recopilada y brillantemente comentada por Norberto Galasso), que
era la antípoda cultural de su pensamiento, o a valorar al Sarmiento
escritor, como uno de los más grandes prosistas argentinos a pesar
de considerarlo, en el plano político e ideológico, como
el mentor de la idea de civilización o barbarie, según
él, zoncera madre de todas las otras.
Hoy Jauretche no está para ver el auge de la civilización
de mercado con su barbarie de desocupación, pobreza y exclusiones.
El, en todo caso, consideraría que hay que seguir andando y pelearla
como lo hizo en el 30, en Paso de los Libres, o en el 45,
que ayudó a gestar y vivió desde la calle, en el 55
del exilio y en los setenta en los que la tristeza y el mal presentimiento
anticiparon la muerte a la derrota.
La crisis siempre espoleó su lucidez y su voluntad y como fruto
ahí están sus libros que siguen dando pelea a las zonceras
siempre renovadas de los argentinos. Lejos de la solemnidad y del tradicionalismo
más superfluo, llegó a explicar que no tomaba mate porque
no encajaba con la vida cotidiana de la gran ciudad: Eso de whisky
no, mate sí, forma con la palabra descamisado y lo
de libros y alpargatas, una serie de divisas agraviantes que
los agraviados terminan por hacer suyas. Sencillamente el mate no es practicable
en Buenos Aires, por la misma razón que uno no puede imaginar a
un árabe fumando con narguile por la calle Florida. Se diferenciaba
claramente de muchos nacionalistas para los que la Patria es un disfraz
de gaucho en lugar de un compromiso con el pueblo real y con su tiempo.
Muchos de los que leen a Jauretche y les gusta el rock nacional (con perdón
de la palabra) festejan el tema San Jauretche de Los Piojos:
Yo le pido a San Jauretche, que venga la buena leche... El
confesaba su sordera musical, aunque aplaudiría seguramente estos
versos sabiendo más que nadie que la autoestima de un país
siempre reencarna con los jóvenes.
Jauretche no entendería de rock, pero qué bueno que algún
rock argentino entienda de Jauretche. Y qué bueno sería
también que los que escuchan su nombre en la canción se
pusieran a leer el Manual de zonceras argentinas o El medio pelo en la
sociedad argentina, que no es una alternativa a la melena de Charly en
los setenta ni a la pelada de Luca en los ochenta.
Seguramente descubrirán al más joven y vigente de los pensadores
argentinos.
�San
Jauretche�
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Perdimos el tiempo justo
para ser la gran nación,
el ser chicos hoy nos duele
en el alma y la ambición.
Hubo un día en que la historia
nos dio la oportunidad
de ser un país con gloria,
o un granero colonial.
Pero faltó la grandeza
de tener buena visión
por tapados de visón
y perfumes de París,
quisieron de este país
hacer la pequeña Europa,
gaucho, indio y negro a
quemarropa
fueron borrados de aquí.
Yo le pido a San Jauretche,
que venga la buena leche. (bis)
Sarmiento y Mitre entregados
a las cadenas foráneas
el sillón y Rivadavia
hoy encuentran sucesores
qué les voy a hablar de amores
y relaciones carnales
todos sabemos los males
que hay donde estamos parados
por culpa de unos tarados
y unos cuantos criminales.
Yo le pido a San Jauretche...
Si dos años nos dejamos
nos dejamos de robar,
dijo uno muy sonriente,
la cosa puede cambiar
Como Dijo don Ricardo *
cleptocracia es lo que hay
bolsiqueros de esta tierra
por favor tomenselás.
Yo le pido a San Jauretche...
Este tema, compuesto por Los Piojos, está incluido en su
último disco, Verde paisaje del infierno.
* Ricardo Mollo en Salir a Asustar.
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